Atentados en Francia

Invierno en París o la radicalidad del mal

Tras analizar las contradicciones entre la inicial concepción de Hanna Arendt sobre la radicalidad del mal y la ulterior teoría sobre la banalidad del mal, el autor critica a cierta izquierda latinoamericana y parte del liberalismo europeo por el retroceso que significa delegar el análisis profundo del islamismo ultra-reaccionario en manos de teorías conspirativas pasatistas. Al ver al jihadismo exclusivamente como una reacción contra la opresión de Occidente y la islamofobia europea, la izquierda evita tener que enfrentar su discurso fundamentalista, que representa todo aquello contra lo que precisamente la izquierda luchó durante siglos.

Por Yoel Schvartz

Una de las intuiciones que nos dejó la lectura, ya lejana, del Péndulo de Foucault, la apasionante novela de Umberto Eco de 1988, era la condición circular y ubicua del pensamiento conspirativo. Los personajes de la novela, expuestos casi por accidente a una serie de teorías conspirativas iniciáticas, se encontraban condenados a recorrer una cinta de Moebius de la que ya no podían escapar, porque todos los gestos del entorno, desde los más dramáticos hasta los más triviales, les aparecían cargados con una sobredosis de significado que si no estaba a la vista, era justamente porque había algo oculto y ese algo, la conspiración que todo lo mueve y a la que sólo unos pocos “iniciados” pueden acceder a riesgo de la propia vida, era lo único que importaba. Y acaso no sea casual que los personajes de Eco eran tres intelectuales italianos, trabajadores de una editorial, formados en las lides políticas de los años ‘60, arquetipos de un pensamiento modernista y crítico. Aquí se revela una de las aristas más provocativas de la metáfora de Eco. ¿En qué momento el pensamiento crítico, que debe admitir y buscar los significados y las causas ocultas de lo contingente, peinando la realidad a contrapelo, se transforma en un pensamiento conspirativo que de tanto buscar “lo oculto” pierde de vista eso contingente y se pierde a sí mismo en una sobreinterpretación de la realidad que termina aislándolo del mundo?
Algo de esto pensaba el último fin de semana mientras leía en la web algunas de las respuestas a los sucesos de París, respuestas originadas en la cultura de la izquierda latinoamericana y en cierta medida europea. Creo que no habían pasado minutos de la masacre de Charlie Hebdo y ya circulaban en Facebook las preguntas retóricas acerca de “¿a quién beneficia esto?”, dando por sentado que atrás de semejante barbarie tiene que haber un beneficiario. Un beneficiario que perfectamente puede haber movido los hilos de esta masacre. En un abanico que va desde la CIA hasta Marine Le Pen y por supuesto no se detiene hasta llegar a Netaniahu.
Hay un momento, a veces imperceptible, en el que la búsqueda de la causalidad histórica (que por definición siempre es incompleta, condicional, discutible) se transforma en una cacería de conspiraciones y gatos encerrados que más que la herencia de un pensamiento de izquierda parecen glosas a los complots universales de Dan Brown. Porque una cosa es asumir el papel de Estados Unidos y Europa en el fortalecimiento del integrismo musulmán, allá por los años ´70 y en el marco de la Guerra Fría y la invasión soviética de Afganistán. Y otra cosa es la incapacidad de reconocer la autonomía de los agentes históricos de obrar de acuerdo a sus propias motivaciones, con independencia de los intereses que circunstancialmente los apoyaron, armaron o entrenaron hace 30 años. Como si la historia se congelase en el momento en el que nos proporcionó la única clave posible para entenderla. Pareciera como si toda la complejidad teórica del materialismo histórico hubiera quedado reducida, a los ojos de muchos amigos de la izquierda latinoamericana, a una teleología tramada por los poderosos.
Pero vayamos más allá. ¿No será acaso el pensamiento conspirativo un mecanismo colectivo, en última instancia de defensa, para evitar a toda costa mirar de frente al mal? ¿Acaso al suponer que desentramamos la madeja de intereses que se oculta por detrás del suceso traumático, no lo transformamos en un suceso más racional y por lo tanto más “digerible”? ¿Acaso no es preferible para nuestra pretendida racionalidad de hijos de la Ilustración suponer que la pasión y la rabia nihilista del jihadista son sólo simulacros que ocultan los viejos intereses de mercado que tan bien nos hemos acostumbrado a entender (y despreciar)?

El abismo
Como educador que trabaja el tema de la Shoá, me enfrento casi diariamente con un problema cognitivo, la dificultad inherente a enfrentar cara a cara algo que acaso no haya otra forma de denominar que no sea “el mal radical”. A 70 años de la liberación de Auschwitz, cuando ya hemos leído, escuchado y visto mucho de lo imaginable y lo inimaginable se ha transformado en icono de nuestro tiempo, aun persiste un núcleo duro que se resiste a ser aprehendido, algo de ese “planeta Auschwitz” que mentaba el escritor K. Tzetnik  en su testimonio en el juicio a Eichman, algo que se niega a entrar en razón , (literalmente, a ser racionalizado) y que acaso pueda resumirse en la famosa sentencia de Elie Wiesel: “quien ha estado dentro ya no puede salir, y quien nunca ha estado nunca podrá entrar”.
Fue Hanna Arendt en su obra monumental, Los Orígenes del Totalitarismo, quien desarrolló la noción de “mal radical” justamente ligada a la experiencia de los Campos de Exterminio. El concepto está tomado de Kant, pero lo que en el filósofo de Koenigsberg era una señal de advertencia sobre la naturaleza humana en el seno del proyecto optimista de la Ilustración (que el propio Kant formuló), se transforma en el análisis de Arendt en una forma de dominación sin precedentes, propia de la Modernidad, un proyecto que busca aniquilar la pluralidad y la individualidad de los hombres a través de mecanismos de alienación que le escapan a cualquier racionalidad utilitaria. Esos mecanismos se articulaban a partir de un programa ideológico de reforma de la civilización, que no casualmente tenía uno de sus pilares esenciales en el antisemitismo moderno.
En los campos de extermino se consumaba un proceso de deshumanización, cuyo primer paso había sido la negación de los derechos civiles (la otrora bandera de la Emancipación), y que culminaba en las filas de hombres y mujeres reducidos a “material humano” cuyo pasaje de la vida a la muerte no requería mayor tramite.

Cuando lo imposible es hecho posible se torna en un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía […] Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un «mal radical», y ello es cierto tanto para la teología cristiana, que concibió incluso para el mismo Demonio un origen celestial, como para Kant, él único filósofo que, en el término que acuñó para este fin, debió haber sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el concepto de una «mala voluntad pervertida», que podía ser explicado por motivos comprensibles.
Por eso no tenemos nada en que basarnos para comprender un fenómeno que, sin embargo, nos enfrenta con su abrumadora realidad y destruye todas las normas que conocemos.
(Arendt, Los Orígenes del Totalitarismo, 2002: 680-681).

El “mal radical” seria entonces aquel mal que no puede ser racionalizado, incorporado a una psicología del interés, a una teoría de la Historia o a un ciclo inteligible de causa y efecto. Asomarnos al “mal radical” es, desde esta perspectiva, como asomarnos a un abismo insondable. ¿Cabe sorprenderse entonces que, al asomarnos a ese abismo, nuestra primera reacción sea dar un paso atrás?

Del “mal radical” al “mal banal”
Con la publicación de Eichmann en Jerusalén- un ensayo sobre la banalidad del mal en 1963 y la polémica que le siguió, finalizó también la larga amistad entre Hanna Arendt y el historiador israelí de origen alemán Gershom Scholem. Una amistad que venía de los años ‘30 y que se había fortalecido en la preocupación por el destino primero y la preservación de la obra después, del amigo común Walter Benjamín. En su carta del 23.6.63, en la que acusa recibo del libro sobre Eichman y traza las líneas generales de su profundo malestar con las tesis del mismo, Scholem finaliza señalando que la tesis (para él una consigna vacía) de la “banalidad del mal” parece contradecir la idea de la “radicalidad del mal” expuesta en el libro sobre el totalitarismo. En su respuesta del 24.7.63, Arendt reconoce su cambio de visión sobre el problema del mal: “Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser «radical», sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es un hongo que invade las superficies. Y «desafía el pensamiento», tal como dije, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su «banalidad». Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical”.

Es sabido que las intuiciones de Hanna Arendt a partir del juicio a Eichmann han constituido y constituyen en gran medida parte de las bases teóricas con las que algunos intelectuales piensan el Holocausto. La tesis de la “banalidad del mal” ejerce un gran atractivo para quien se ha educado en un pensamiento crítico: descartada la unicidad de explicaciones unidimensionales del nazismo (la locura de Hitler, el resentimiento alemán de posguerra, el antisemitismo predador de la cultura alemana, el complot fascista-capitalista) la tesis de Arendt nos brinda la imagen de cientos o miles de pequeños burócratas cumpliendo con lo que el sentido común de su tiempo histórico determina que es “el deber”: la voluntad del Líder. Sin quemarse demasiado la cabeza con sofisticados debates de conciencia, sin moverse del escritorio, más preocupados por un aumento de sueldo, un ascenso en el escalafón o eludir si se puede la crudeza del racionamiento en tiempos de guerra, que por el destino del “material humano” que determinan con su firma y sello. Arendt resumió su punto de vista en su epílogo de 1964 a la segunda edición de Eichmann en Jerusalén: “Cuando hablo de la banalidad del mal, lo hago sólo en el plano estrictamente fáctico, que apunta a un fenómeno que quedó evidenciado en el juicio. Eichmann no era Yago y no Macbeth. … A excepción de una diligencia extraordinaria en ocuparse de su progreso personal, no tenía motivos en absoluto. Simplemente, para poner el asunto coloquialmente, nunca se dio cuenta de lo que estaba haciendo”.

Esta imagen del pequeño escribiente berlinés ha sido, por supuesto, cuestionada por decenas de investigaciones ulteriores. Los excelentes libros de David Cesarani y Deborah Lipstadt, y el reciente y apasionante estudio de Bettina Stangneth “Eichmann before Jerusalem”, que analiza en profundidad los “papeles argentinos”, las largas horas de reportaje que Eichmann (entonces Ricardo Clement) le concediera al nazi holandés Willem Sassen en Buenos Aires antes de su captura, dejan en claro que el hombre que en 1962 se sentaba en una caja de vidrio en Jerusalén sabía perfectamente lo que hacía.

Claro que esto podría ser anecdótico. Arendt podría haber errado o sido engañada por la actuación de Eichmann en su juicio, y aun así haber intuido una verdad profunda del nazismo y del funcionamiento de la política totalitaria.
La idea del mal radical en Hanna Arendt tenía un origen ideológico, esa articulación de la Modernidad que ella llama “Totalitarismo” y cuyo primer paso es la supresión de la igualdad de los judíos, es decir el antisemitismo moderno. Esa ideología es anticivilizatoria y por lo tanto es inaprensible dentro de los marcos de la tradición filosófica occidental. La idea de la “banalidad del mal” minimiza el factor ideológico, inclusive el rol de la pasión antisemita, y aumenta el rol de la burocracia, del aparato y del interés pequeño-burgués de los hombres como Eichmann. El problema (uno de ellos) de esa intuición, es que ella viene a reemplazar la sensación de abismo frente a la radicalidad del mal por una actitud de desprecio condescendiente frente a su banalidad cotidiana. De esta manera se relativiza la fuerza de la motivación ideológica, y se hace que ésta se vuelva en última instancia superflua. No importaría entonces lo que Eichmann o los nazis creían o pensaban, (ya que, en palabras de la propia Arendt eran “incapaces de pensar”) sino el marco burocrático en el que actuaban y que legitimaba sus crímenes.

De la misma forma que hoy, en la imaginación de una parte significativa de la izquierda latinoamericana y del liberalismo europeo, no es relevante el discurso ultra-reaccionario del jihadismo y su distopía del Califato Islámico, sino sus motivaciones “objetivas”: venganza contra la opresión, el trauma de la invasión de Occidente, la segregación de los musulmanes y la islamofobia en Europa.

¿Y la ideología?
La tesis de la “banalidad del mal” así como puede ser una herramienta provocativa para pensar la política, puede funcionar también como una herramienta para no pensar. Ver al criminal como el agente involuntario de un aparato anónimo evita el tener que enfrentar su discurso.
Aquello que llamamos bastante heterodoxamente la “radicalidad del mal” se inserta justamente en las motivaciones ideológicas, en la agenda político-religiosa de eso que actualmente llamamos islamo-fascismo, una agenda que se niega sistemáticamente a regirse por las normas de la racionalidad instrumental.
¿Acaso no es el temor a enfrentar el abismo de esa “radicalidad” lo que lleva a ensayar, casi automáticamente, tesis conspirativas que relativizan la culpa de los asesinos y “recuperan” directa o indirectamente la culpa de Occidente?
Una radicalidad que, es bueno recordarlo todo el tiempo, mucho antes de entrar a sangre y fuego en la redacción de Charlie Hebdo, de ajusticiar a un policía musulmán en la calle y finalmente entrar a matar judíos a un supermercado casher, ha asesinado a miles de árabes, musulmanes y cristianos, laicos y religiosos, a degüello, incluyendo periodistas que hoy pasaron a ser objetivos militares legítimos, una radicalidad que ha reinstaurado con orgullo y sin tapujos el mercado de esclavos (y sobre todo de esclavas); en fin, una radicalidad que representa todo aquello contra lo que la izquierda luchó durante dos siglos y que dice abiertamente que esos valores que la izquierda ha defendido, precisamente esos, son el enemigo que hay que destruir. Mientras la izquierda sigue buscando los gatos encerrados y en nombre de sus valores afila sus uñas la derecha más reaccionaria.

El autor es Sociólogo e historiador. Formado en la Universidad Hebrea de Jerusalén.