Cine: El concierto

La comedia de la tragedia de la vida

A través de una nueva comedia, el director de El tren de la vida nos ofrece una reflexión sobre las marcas que dejan las contingencias de la historia y las elecciones personales, sobre la posibilidad de saldar cuentas con un pasado trágico, sobre el poder revelador de la música.

Por Ariel Benasayag

Conmoverse e indignarse con el cine.

El genocidio y la deshumanización son temas que rehúyen a la comedia cinematográfica. En efecto, aunque el realizador tenga las mejores intenciones, siempre será difícil salir airoso de semejante empresa: es una lección que aprendimos en 1997 con La vida es bella de Roberto Benigni, en la que un padre escondía a los ojos de su hijo la muerte y la violencia propias de todo campo de concentración a fuerza de pantomimas y carambolas (la escena en la que Guido traduce las órdenes y amenazas del oficial nazi convirtiéndolas en las reglas de un juego de niños resulta en este sentido paradigmática).

La película de Benigni generó un amplio espectro de adhesiones y críticas: desde la celebración del golpe bajo por parte de la industria del cine mainstream encarnada en los premios Oscar, hasta su inclusión en los debates académicos sobre las posibilidades estéticas y éticas de representar el horror que inauguró el documental Shoah de Claude Lanzmann. En el medio, la crítica desplegó argumentos a favor y en contra, dicotomía que se repitió en las opiniones de los millones de espectadores que salían de las salas indignados o conmovidos, en ambos casos hasta la médula.

“El arte, para seguir siendo arte, tiene que seguir siendo un germen de anarquía, escándalo y desorden. El arte, por definición, siembra desconcierto en la institución”, dice el crítico Alain Bergala, a quien pese a todo La vida es bella debe haberle parecido una obra abyecta. Sin embargo, para bien o para mal, la película de Benigni removió sensibilidades, canalizó pasiones y disparó reflexiones, más de lo que se puede esperar de la mayoría de las comedias contemporáneas.

Mihaileanu, el loco del pueblo.

Un año después del controversial estreno de La vida es bella, apareció -y pasó desapercibida tanto para las salas comerciales como para las masas de espectadores- una nueva película que miraba el holocausto desde la comedia: El tren de la vida, de Radu Mihaileanu, director rumano radicado en Francia. Su limitada distribución y la escasa promoción que recibió hicieron que no llegara al gran público. Por otro lado, la indignación generada por la película de Benigni produjo que muchos espectadores la prejuzgaran y la esquivaran. Pero para quienes la enfrentaron dispuestos a perderse en la imposible fábula que proponía, resultó una obra reveladora.

El tren de la vida es la historia de los habitantes de un shtetl que, ante la inminente llegada de los nazis, deciden escapar en un falso tren de deportación hacia Palestina, la tierra prometida. Narrada desde los ojos de Shlomo, el loco del pueblo, la película ofrece una parodia de la vida judía del shtetl en la que los miembros de la comunidad aparecen construidos arquetípicamente en sus más sutiles detalles: el rabino, el consejo de sabios, el sastre, el comerciante, el contador, el militante socialista, la muchacha linda, la esposa y madre; todos embarcados en una aventura de proporciones fantásticas en el contexto de la Europa nazi, discutiendo comunitariamente -porque, como dice el rabino, “la discusión es símbolo de salud”- planes y contratiempos, pero también cosmovisiones, familias, amores, futuros.

Hacia el final, la travesía de estos entrañables personajes deja en el espectador una sensación vital, una irreductible constatación de la vida del shtetl, que en aquél contexto no puede ser otra que vida perdida. Porque desde la ilusa mirada de un loco, la comedia de la vida es más que una fina costra que esconde el horror más desgarrador. En la película de Mihaileanu la comedia es permanente y por eso la inminente tragedia de una historia de la que ya conocemos el final avanza imperceptible, en un in crescendo constante que desemboca en un clímax dramático que enmudece a cualquier espectador. Sin embargo, lo hace respetando la sensibilidad de un público que sabe que esa esperanza que parece posibilidad no puede ser sino pura ilusión, aunque por momentos lo olvide.

El tren de la vida no sólo reveló otro modo de enfrentar la tragedia desde la comedia sino además un director con un modo muy particular de contar este gran teatro que es la historia personal imbricada en la historia universal; un realizador cuyas películas ya no pasan desapercibidas porque cada una trae consigo puro disfrute, intensa conmoción y profunda reflexión. Un autor con un estilo cinematográfico capaz de captar en imágenes lo esencial de lo humano, capaz de percibir y representar las minucias constitutivas de todo conflicto, esos detalles que son perfectas metonimias de la totalidad de la historia. En El concierto -luego de ensayar un modo distinto de aproximación a la realidad en Ser digno de ser-, Mihaileanu vuelve a ofrecer una comedia sobre la tragedia de la vida con similares características.

La irrefutable verdad de la música.

La historia de El concierto comienza en la Rusia contemporánea, donde las tragedias de la historia soviética aún pesan en los hombros de los sobrevivientes. Una Rusia donde poco y nada queda del régimen comunista, pero donde sus reminiscencias persisten como una herida que aún duele. En esta Rusia, de mítines políticos celebrados frente a grupos de “extras” pagados y de grotescas fiestas organizadas por empresarios millonarios y corruptos, Andrei Filipov es el encargado de limpieza del famoso Teatro Bolshoi, a pesar de que años antes era el talentoso y reconocido director que comandaba la orquesta sinfónica del teatro.

Limpiando el escritorio del director del teatro, Andrei encuentra una invitación para que la orquesta oficial se presente en el Châtelet de París. Entonces, como cobrándose una deuda del pasado, decide suplantarla: junto con su amigo Sacha, ex violonchelista y actual conductor de ambulancias, forma su propia orquesta, convocando a viejos miembros de la compañía -todos ocupados en otras tareas- y músicos “informales”.

Sin embargo, el único modo de concretar el viaje será a través de la ayuda de Ivan Gavrilov, el burócrata que treinta años antes canceló el concierto que Andrei dirigía, en represalia a su explícita oposición al despido y el exilio de los músicos judíos de su orquesta; el mismo burócrata que lo humilló públicamente y prohibió su Concierto de Tchaikovski, arruinando para siempre su carrera, su vida y las de sus compañeros. La aventura que emprende Andrei junto a esta peculiar comunidad se convierte así en un intento de saldar cuentas pendientes con su propia biografía, pero también con la tragedia muda que atraviesa la historia de la orquesta.

La nueva película de Mihaileanu es una comedia sobre parte de lo que fue y dejó el comunismo soviético, y sobre las posibilidades y miserias del capitalismo actual. Es una historia de encuentros y desencuentros entre rusos, franceses, judíos y gitanos; personajes arquetípicos todos, capturados en algún momento de su misma esencia. Es una película simple pero a la vez inmensa sobre las imborrables marcas que dejan las elecciones personales y la historia universal, sobre un país, una comunidad, una familia, una amistad, uno mismo. Pero es, ante todo, una pequeña comedia sobre la verdad irrefutable de la música frente a esa imposibilidad de palabras que define toda tragedia.

 

* Investigador en cine y educación

 

Ficha:

Título original: Le concert.

Países: Francia, Italia, Rumania, Bélgica y Rusia / Año: 2009 / Duración: 1 hora y 59 minutos.

Dirección: Radu Mihaileanu / Guión: Radu Mihaileanu y otros.

Intérpretes: Aleksey Guskov, Dmitri Nazarov, Mélanie Laurent, François Berléand, Valeriy Barinov.