Odio. Luego existo

El odio es un fenómeno social de los más trascendentes y también más negados como tal. Difícilmente se confiesa, no se asume porque se le atribuye un carácter incorrecto, es más un proceso que subyace en un tejido social pero con esa imaginaria solidez se hace fundamental como “estatuto identitario”. Y además se instala con más facilidad de lo que se supone. Probablemente estamos en una transición en la que de estar en zona de lo “obsceno” -es decir fuera de la escena- el odio está siendo integrado. Cuando se vive en el dogma no hay dialogo, impera el monologo. El pensamiento fanático se mueve en un territorio de certezas que no son reductibles al razonamiento, porque la puerta que éste abre es la duda. Y esta puerta está clausurada: el odio es el candado.
Por Natan Sonis *

Comenzaría el artículo cambiando la perspectiva de la palabra “existo”, me refiero a que

la existencia hoy podríamos definirla como “la subjetivación lograda” y sumar que el odio es una vía rápida para conseguirla.

Vivimos en momentos en que el odio es fuente privilegiada de construir subjetividad y si sumamos que palpitamos en un escenario con importantes ausencias de otras fuentes subjetivantes aumentará también la necesidad de asumir el odio como “un instrumento existencial privilegiado”.

¿Por qué afirmo que hay ausencias de otros “anclajes subjetivantes”, como definía la gran psicoanalista Silvia Bleichmar?

En palabras de Mosutapha Safouan  (psicoanalista egipcio a quien vaya este homenaje, fallecido el 7 de noviembre) la globalización del capitalismo disuelve “anclajes de identidad” o aquello que en términos de Sygmund Bauman constituye un orden social en que “lo sólido” (que serían los apuntalamientos) se debilita y trasforma en líquido.  Es entonces un desafío centrar nuestra mirada analítica en calibrar la enorme importancia que ha adquirido esta “balsa del odio” donde aferrarse casi con desesperación en medio de tanto líquido.

Tenemos que agudizar la atención en cuáles son las “epocales fuentes” que brindan sostén y fortaleza a la subjetividad.  El odio, con esa imaginaria solidez, se hace fundamental para importantes sectores en el orden social como “estatuto identitario”.

Silvia Bleichmar nos hablaba que los “anclajes subjetivantes”, al ser reducidos a valores del mercado, dejan afuera a amplios sectores que sólo en el consumo  encuentran esos destellos de subjetivación.

El mito capitalista de la distribución, con su globalización -en palabras de Moustafa Safouan- ha destruido la especificidad, la delimitación de quien soy.  Por eso es natural que la gente afirme cada vez más su identidad con el recurso del consumo (marcas, zonas geográficas donde estar, tecnología que consumir, etc.)   Pero: ¿qué sucede con aquellos que no acceden y perdieron lo específico de su tierra, de su sociedad, de sus costumbres que proveían “el andamiaje subjetivante”?” Lo único que les queda ahora es el dogma. Y el oxígeno que respira el dogma es el odio.

Safouan afirmaba que «…un dogma no es una simple creencia. Quien dice ‘creo’ (por ejemplo creo que ella me ama, o bien ‘creo’ en Dios) reconoce cierta incertidumbre en la certeza misma que quiere expresar.    Una creencia es un acto subjetivo (y subjetivante agregaría yo).   Un dogma se considera una verdad que exige ser reconocida como tal.». Y la clave es el odio como expresión de esa exigencia de reconocimiento de la certeza y verdad del dogma.

Otro ejemplo magnifico que ilustra esta pérdida de referentes, de cuando se diluyen estas mencionadas “posibilidades subjetivantes”, lo expresa un personaje de ese film extraordinario: “Tocando en el viento”, en que los personajes ingleses en plena época de Margareth Thatcher se quedan sin trabajo y además sin perspectivas de reingresar en el sistema.  Uno de ellos lo formula: “cuando ya no hay esperanza, lo único que queda es ser fiel a los principios”. Los principios, los fundamentos, las sagradas escrituras de los dogmáticos sostienen y son invitaciones invisibles a la hostilidad, al odio.

Creo que el odio es un fenómeno social de los más trascendentes y también más negados como tal, decorado con otras denominaciones en el orden social.

El odio “a secas” difícilmente se confiesa, no se asume porque se le atribuye un carácter incorrecto, es más un proceso que subyace en un tejido social pero reitero: da rápida subjetivación.   Y además se instala con más facilidad de lo que se supone.

Aunque probablemente estamos en una transición en la que de estar en zona de lo “obsceno” -es decir fuera de la escena- el odio  está “in” es decir integrado.

Las grabaciones de los terratenientes en Entre Ríos, por ejemplo, sentían libertad de expresar frente a las cámaras del noticioso: “como odio a esos negros. Vivimos tiempos de cambio en que se corren los límites de la escena y de lo obsceno.

Walter Benjamín sostenía en una de sus tesis que la violencia es fundadora de la sociedad, en  realidad que es lo que funda el orden social.   Pero hay que distinguir de esa violencia, el complemento que deviene en odio. La diferencia es que en la violencia se mantienen grados de reflexión que en cambio en el odio violento se disuelven.

Ernst Bloch diferencia en este sentido la “ira” del odio, ya que la ira no es ciega y alimenta la lucha contra la indignidad. Paulo Freire, por su parte, rescata justamente la indignación como motor de cambio, diferente al odio. No se razona, se odia como sustituto privilegiado que no entra al circuito del proceso secundario.  En el dogma no hay dialogo, impera el monologo.

El pensamiento fanático se mueve en un territorio de certezas que no son reductibles al razonamiento, porque la puerta que abre al razonamiento es la duda. Esta puerta está clausurada y el odio es el candado.

Para el psicoanálisis si no hay dudas, no hay castración, se habita en la verdad de lo absoluto.

Hay un rechazo patológico a la duda y sustituido con un enamoramiento de carácter narcisista profundo a las propias certezas. Aquí viene bien recordar a Bertrand Russell: “El problema con el mundo es que los imbéciles y los fanáticos están siempre tan seguros de sí mismos y las personas razonables tienen siempre tantas dudas.»

Este habitar en la certidumbre tiene importantes marcas en el vínculo con el otro, que no es alteridad sino que los “otros son prolongaciones del sí mismo”.

Estamos en el territorio de: es conmigo o en mi contra. “Yo o el otro”.  El mundo binario ha hecho milagros en el mundo digital, de las computadoras, pero estragos en los vínculos humanos. Se interrumpe el pasaje del yo al nosotros.

A menudo, el odio, con su signo de extrema hostilidad con el otro lleva a vínculos de competencia y sustitución.  Es cuando al quedar impedida la derivación psíquica en otros planos, se impone un pasaje al acto como único modo de expresión. No se produce un deslizamiento en una cadena de significantes sino una acción.

Freud en su artículo “Pulsiones y sus Destinos” dice: “El yo odia, aborrece y persigue con propósitos destructores a todos los objetos que llega a suponerlos una fuente de sensaciones de displacer, constituyendo una privación de la satisfacción sexual o de la satisfacción de necesidades de conservación.   Puede incluso afirmarse que el verdadero prototipo de la relación de odio no procede de la vida sexual, sino de la lucha del yo por su conservación y mantención”.

“Odio y así me conservo” podría desprenderse de este párrafo freudiano, donde además suma que el odio recibe una carga erótica. Así que no sólo estamos en paz con la autoconservación sino que odiar para muchos se vuelve una conducta sensual.

Si resulta un modo de conservarse, comprenderemos la carga de destrucción que actúa en su interior.  No es sólo un tema de la política, el odio modela prácticas sexo-afectivas y moldea una subjetividad acorde al sistema patriarcal y también del racismo.

Una subjetividad re-diseñada para una economía del entretenimiento que está basada en imágenes y saturada de sensaciones con una afectividad simple y pulsional, pero… eso sí: muy moderna y en sintonía con el neofascismo contemporáneo.

En el odio no hay espacio para lo diverso, el extraño ni mucho menos para esa hospitalidad que tanto habla Jacques Derrida para con el extranjero. Estamos en las antípodas: cuando el odio es el dominante todo lo extraño me interpela, el otro me amenaza por eso no se reconoce valor al diálogo, sólo se cultiva el monólogo.

No se discute. Sólo se habla entre iguales, lo que apuntala el impuso de aniquilar lo diferente soñando un mundo de gemelos imaginarios sin alteridad. Por eso reitero: el odiador no “cree” en su odio, él tiene una certeza cuando lo invade esa emoción del odio que la justifica. No está en juego la realidad sino la certeza. “Cuando se matan, los hombres necesitan creer que su acto es justo” decía Bernard Shaw

Para el odiador hay algo inquebrantable, no estamos en el universo de las creencias sino en la dimensión de lo absoluto. Por eso el pasaje a la acción tan facilitado: no está mediatizado por la duda reflexiva.

A esta altura me pregunto: ¿Cuanta diferencia con el otro podemos albergar sin que surja el odio?. Comprobamos actualmente que ahí donde nace un disenso se establece una grieta.

La diferencia en “contenidos” se convierte automáticamente en diferencia “relacional” sin retorno según los trabajos de Paul Watzlawik y Don Jackson sobre la “Comunicación Humana”. ¿Cuánta diferencia de contenidos se puede transitar sin vivir amenazado el narcicismo?

El odio nos devela a los psicoanalistas, antropólogos y demás campos que muchas personas, muchas naciones viven con más fuerza en el mito que en la realidad.  Parafraseando a otro texto podría decir que el odio es “la enfermedad infantil de los procesos subjetivantes”.

¿Hay un solo odio?

Por supuesto que no. Compactarlos en uno es irresponsable y clasificarlos tarea imposible.

En Psicoanálisis, Freud hablaba de la “Neurosis”,  pero bien sabemos es un título colectivo a una serie amplia de categorías. Hay variedad de neurosis y lo mismo afirmo del odio.

Trataré brevemente de hacer una consideración que diferencie algunas cualidades. No es lo mismo el odio detrás del amor al prójimo: me refiero a aquella indignación que se expresa contra la explotación,  contra las injusticias, contra los abusos en que detrás hay sujetos.

Y otro odio que es pura destrucción, caldo de pulsión de muerte. Es el ¡Viva la Muerte! del General Millán-Astray en la Universidad de Salamanca. O el odio de quienes el mes pasado en Bariloche y Córdoba vestidos con la túnica del ku klux klan ahorcaron unos maniquíes como expresión de odio. O Presidentes que afirman (Bolsonaro) que la gente tiene que morirse nomás y que quienes se asustan por el coronavirus son maricas (odiemos a muerte los maricas es el mensaje nada subliminal).

Por eso no estoy con las ideas de Hanna Arendt, que en su monumental obra sobre los totalitarismos los engloba a todos por igual, sin dejar espacio a la diferencia entre aquellos que mantienen un ideal y aquellos en que los ideales humanos están casi disueltos y sólo postulan odio destructivo.

Parafraseando a Freud: en el odio hay ideales de amor reservados para los iguales, nunca para el diferente. Gran ironía, odian para ser más queridos por su Dios, como dijo Shimon Peres: “pobres aquellos que más aman a Dios, son los más olvidados por él”, cuando se refirió a los componentes de las fuerzas fundamentalistas integrados por desclasados, marginados, expulsados del sistema.

Esto lleva más específicamente a diferenciar algunas cepas de odios (si me permiten la expresión tan afín al virus)

Odio y Ambivalencia.

Recurro a Freud y su Psicología de las Masas en que de alguna manera resuelve con una ecuación el problema casi universal de la ambivalencia humana que puede hacer estallar los vínculos familiares, sociales, nacionales: ¿a cuál me refiero?  Cuando hay ambivalencia se soluciona instalando uno de los polos de esta ambivalencia (la parte hostil) en el exterior. “Narcisismo de las pequeñas diferencias” lo llama Freud en ese artículo. Las diferencias serán pequeñas pero…el narcisismo que se logra es grande.

Se necesita un diferente, un extraño (en poco o en mucho) para esta proyección y depositación.  Pichon Riviere es quien retoma esta movida para sus desarrollos sobre el “chivo emisario”. La depositación de la hostilidad, del odio, en el rol de chivo genera una fantaseada sensación de unidad amorosa a salvo de ambivalencias que podrían hacer detonar ese imaginario de fusión o enamoramiento.

Conocemos los pasos necesarios: depositación, segregación (para que no retorne lo depositado) y expulsión o aniquilamiento.  Aquí Pichon advertía que es una mala resolución llegar al aniquilamiento, o cuando el chivo se va del grupo o de la institución, porque se necesitará  -en breve-  un nuevo chivo para reanudar la secuencia de proyecciones. Por eso había que mantenerlo cerca al chivo.

Odio y Narcisismo

Yo prefiero en vez de hablar de “problemáticas narcisistas” hablar de problemáticas en la narcisización, ya que le cuadra mejor. Para explicar este odio elijo hacerlo con la novela Frankenstein.  El Dr. Frankenstein crea un monstruo. Pero ese ser no tiene nombre ¿se dan cuenta?  Nosotros ni sabemos cómo llamarlo y de ahí que entonces le dijéramos Frankenstein al monstruo cuando el verdadero Victor Frankenstein es el padre, el creador médico, no el nombre del monstruo.

El monstruo no sólo no posee nombre, tampoco historia, no tiene recuerdos ni la biografía subjetivante de ellos,  obviamente en su caso se saltearon los procesos narcisizadores y como consecuencia tampoco puede tener capacidad alguna para desarrollar afecto humano y construirse a sí mismo a través de haber recibido esa corriente amorosa.

No hay casi en la literatura un personaje que se vea más abandonado y triste que éste de la novela de  Mary Shelley.  Parecería ser una criatura bondadosa que al encontrar en el mundo sólo aborrecimiento, se vuelve malvada.

El monstruo mata y destruye, odia a las personas.   El padre simbólico, el Dr. Frankestein le pregunta en la novela original:

-¿Por qué eres malo?

-«Soy malo porque soy desgraciado”.

-“¿Acaso no me odia y rechaza toda la humanidad?»

Y luego agrega una perspectiva exacta en que pareciera un monstruo leído en obras psicoanalíticas y en especial en el autor Winnicott cuando dice:

«-¿Por qué debería tener compasión de alguien que no la tiene por mí?»

Este tipo de odio, en palabras del psicoanalista Luis Kancyper, es de aquel sujeto que no puede considerar… porque no fue considerado.  Kancyper trabaja  de manera original y magistral la figura del resentido como una elaboración patológica de las desventuras que la vida le ha planteado. Esa afirmación del monstruo hace honor a la afirmación de Freud en su artículo “El Hombre de las Ratas” cuando afirma: “el amor que encuentra negada la satisfacción se torna fácilmente en odio”,

Frankenstein es una novela sobre una criatura que al encontrar en el mundo sólo respuestas de rechazo se torna malvada. Decía que leyó Winnicott ya que hay una íntima relación con sus artículos en que describe robos o tendencias antisociales en chicos que sufrieron malos procesos de adopción por ejemplo, o infancias averiadas: no son casualidades, son el resultado.

¿Qué madre no desea ser un poco como Tetis, aquella mamá del héroe mitológico Aquiles y conseguir para su hijo una coraza contra las flechas e impiedades de la vida? Sus cuidados amorosos son esa coraza/amparo/piel que le brinda metafóricamente el río Estigio cuando la madre lo hunde en él aferrando su hijo Aquiles desde el talón, esa parte que quedará para siempre significada como la zona frágil en su subjetividad.

Pero hay que reconocer, como nos enseñaba Winnicott, que a veces los cuidados maternos fallan de manera seria y no proveen de esa defensa. No siempre se logra configurar esa ilusión que los cuidados de “la pareja de crianza” como lo denominaba en proveer al niño la preparación para desplegar su potencialidad en “crear” el mundo.

En otras palabras: hay abrigos en la infancia que hace que no sintamos frío el resto de la vida. Otros amparos, si han fallado nos dejarán para siempre desabrigados.

El monstruo creado por Frankenstein no tiene amor. Él le ruega al Dr. que le cree una compañera con la que poder salvar su alma. Jura lealtad y jura misericordia: no volverá a matar a nadie, se apartará a parajes desiertos y vivirá felizmente con su novia monstruosa. Pero no.

«-Todos los hombres odian a los desgraciados», dice el monstruo. ¿Será así que todos los hombres odian a los desgraciados? ¿O ese odio es el profundo pavor para que no retornen los fantasmas expulsados vía proyección?

Hay una frase que se usa mucho en los medios de comunicación: “Como te ven, te tratan”.

Que necesitada está de ser revisada y enviada a terapia esta frase para salir de la trampa del espejo, que sólo emite respuestas reciprocas.  Una verdadera invitación al circuito de la escalada tanática.

La respuesta a esa frase de “como te ven te tratan” la hace Tute (creo) el genial humorista en una caricatura por demás brillante en que el personaje responde: -“no…si me ves mal, tratame bien, porque es cuando más lo necesito”.

Odio al Mundo

Otra cepa a mencionar en este vasto tema del odio es: odio al mundo, porque no es como yo quiero que sea. La fijación a este estado genera la patología del fundamentalismo no sólo en el plano ideológico político, sino como estructura subjetiva. El fundamentalista vía regresión reactiva se estaciona patológicamente en su mundo di/valente: lo bueno y lo malo por separado.  Lo bueno: Hay una sola verdad, la suya. Un solo Dios, un solo libro.

A veces me pregunto si en ADN del monoteísmo no está la semilla del odio fundamentalista, germen del patriarcado y las normatividades fachistizantes.

La posibilidad del fanatismo está en la esencia de la constitución de nuestra subjetididad como rechazo a la castración y a la incertidumbre. Amoz Oz es quien dice que el fanatismo es el “gen del mal”.  Lo trágico es que está presente y puede activarse con las condiciones sociales necesarias. Convengamos que el neoliberalismo tiene esa capacidad de potenciar.

Lo cierto es que junto al monoteísmo pareciera que este avance significó crear los andamios para el pensamiento único. Ya Baruj Spinoza la pasó realmente mal, acusado de panteísta cuando en su momento propone ver a dios en lo múltiple. O ni hablar de Giordano Bruno que la pasó peor cuando defendía que la Tierra no era el centro del sistema solar, que no había centro sino muchos mundos posibles en un universo infinito poblado por un sinfín de mundos donde viven seres vivos e inteligentes. Nuevamente lo múltiple generando el odio de los unitarios. Terminó en la hoguera del odio. El radicalismo extremo se alimenta de ese odio como fuente subjetivante.

Es un desafío neutralizar ese “virus” del odio, en palabras de Umberto Eco, autor de  El nombre de la rosa entre otras obras, debemos trabajar en esa dirección y poder preguntarnos si esa pulsión no ha empezado a ser una enfermedad del mundo contemporáneo, como el sida o la obesidad y ahora…el covid.

* Psicologo, Psicologo Social. Docente Universitario en la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados (AEAPG)