Marisa Malkiodi

La “goie” que canta en idish

De ancestros italianos y españoles, Marisa Malkiodi (49 años, oriunda de La Plata) es una referente ineludible de la canción contemporánea en idish. La potencia de su tejido sonoro, la dulzura de su voz, la gravedad y hondura con la que cuenta –mediante el canto- historias de los shtetl, las aldeas europeas judías antes de los pogromos y el Holocausto, mecen con su ritmo a quien la escucha y lo trasladan a una dimensión inefable. Ella puede estremecer con su guitarra, apenas. O hermanarse a otros congéneres que habitan este mundo convulsionado en el que la música, siempre, oficia de cobijo común, acompañada por el piano de Juan Gabriel Romano, el violín de Félix Candelo y el acordeón de Natalio Sturla. Sólo es necesario disponerse a la escucha para que la belleza de la intérprete emerja. Siendo una adolescente de 16 años, durante un espectáculo que dio en Mar del Plata en el que interactuaba con los asistentes, alguien le pidió una canción tradicional judía. Ella desconocía el repertorio en idish y no pudo cantar el tema, pero al terminar la temporada fue en búsqueda de esa melodía, como un argonauta en procura del vellocino de oro. “Audicioné en el coro del Centro Cultural Max Nordau, CLINM, y descubrí que había algo en esa música que me expresaba y lograba ser fiel a lo más profundo de mi ser”, revela quien entonces se convirtió en coreuta de la institución de la capital bonaerense y hoy es una magnífica difusora musical de las alegrías y tristezas del pueblo judío.
Por Laura Haimovichi

“Idishe neshume”
Desde su ingreso como coreuta del CLINM, Marisa Malkiodi empezó a cantar en distintos eventos de la comunidad y un día la bobe Zelde, abuela de su amiga/hermana Paula, le dijo: “Nena, vos tenés idishe neshume” (alma judía). Y ella empezó a repetir: “Soy la goie que canta en idish mit a hartz mit a idishe neshume” (con el corazón y el alma judía). Precisamente, su corazón y su alma estaban colmados de música idishe y esa diversidad la enriqueció. “A veces venimos de raíz y otras crecemos de gajo”, señala la artista.
Durante esta pandemia que se viene prolongando demasiado, Marisa añora el contacto con los afectos, los abrazos, los mates, las comidas compartidas con los otros. Con cierta melancolía, reflexiona sobre el cuidado necesario que impone la circulación del virus maldito, pero también sobre “lo difícil que se hace el trabajo del músico, más allá de las ventajas que ofrece la virtualidad. Somos un instrumento, el envase donde se produce el sonido y la presencia real del otro no se puede sustituir”, dice. Es cierto que la tecnología provee dispositivos con pantallas y hasta la posibilidad de que los artistas hagan esas presentaciones conocidas como “vivos”, pero la distancia existe. Y aunque hoy a Malkiodi la escuchen en Chile, mañana en Miami y pasado en México, esa emoción que provoca la obra de arte “se completa con la carnadura real de un público que convierte su gratitud en aplauso presencial”.
Marisa tuvo su formación en una escuela de monjas y, en simultáneo, un aprendizaje musical disciplinado que arrancó temprano y al que la impulsó Luisa, su abuela materna, quien le regaló su primera guitarra. “Ella amaba cantar, pero sus padres no la dejaron porque en 1930 lo consideraban algo inapropiado para una mujer. Cuando regresaba de mis clases cantábamos juntas villancicos, tangos, zambas y chacareras. Fue la persona más dulce que conocí y el amor que me dio es uno de mis tesoros preciados”.
Su abuela paterna, Julia, profesora de piano, también fue clave en su vida artística y personal. No sólo le hizo conocer y disfrutar la ópera, sino que además le enseñó a hablar en italiano. “Me regaló la guitarra con la que casi siempre toco, sus brazos gigantes me abrazaron muy lindo”, evoca.
Hace treinta años, el Centro Cultural Max Nordau atravesó una crisis económica y el askan (dirigente) comunitario, Alejandro Hirsch (tenor de 91 años), creó un espectáculo para preservar su existencia. El concierto se llamó “Canciones de mi pueblo”, distintos artistas cantaron en idish, ladino y hebreo y resultó un éxito. Tanto que, aunque surgió como algo eventual, fue el antecedente del Mameloshn, el ya clásico festival de música judía que llegó al Teatro Argentino y desde hace un par de años dirige Marisele, como le dice a Makiodi su amigo, Hirsch. “Es una suma de voluntades maravillosa, todos donamos nuestro tiempo y nuestro arte y el 14 de noviembre celebraremos virtualmente la edición número 28”.
Para la música platense, “el diálogo interreligioso muestra que no hay una sola manera de creer. Las religiones son ligaduras humanas de gente que se une para manifestar una fe. Pero desde muy chica me prometí que, si mi religión me separaba de alguien, le estaba fallando a mi esencia. La base es el amor a Dios y al prójimo, que es el más próximo, no el que piensa, siente o cree como yo”.

“Mística pura”
Aunque Marisa Malkiodi canta en muchos idiomas, fue el idish la lengua que la enamoró. “Por la sonoridad, por el humor, la perspectiva, la poesía, el ritmo y la variedad”, comenta. La versatilidad de pasar de un freilaj a una melodía del shtetl añorado, la conmueve, lo mismo que “esas canciones de cuna en que la mamá le anticipa a su niño, que cuando sea grande comprenderá las lágrimas que caen durante su arrullo”.
Jeremías, de 12 años, y Mikelina, de 6, son sus hijos y fueron acunados con canciones en idish. “Mística pura”, señala, mientras prepara la cena familiar con verduras de la huerta de su jardín y con delicias que amasa su marido, César, panadero.
Para Marisa, la música ríe y llora al compás de la existencia del pueblo, géneros como el klezmer, el tango, el fado o el candombe, por ejemplo, dan cuenta de la vida cotidiana de la gente, acompañan sus quereres y sus quehaceres. Y los ritmos nómades que surgen del toque de los instrumentos viajan junto a las personas en sus realidades y sus sueños, generando una atmósfera fluida y fascinante.
“El idish es una especie de esperanto”, sorprende con su comparación y fundamenta: “Surgió como idioma de unidad e identidad, amalgamó a expulsados y dispersos, hermanó a extranjeros y borró fronteras al juntar en la diáspora a una comunidad sin territorio propio, siendo el sostén de su tradición y su cultura”.
Hay una dimensión espiritual por la que Marisa se apropió de estos sonidos particulares del mundo. “Vibran y resuenan en mí sus movimientos de ondas sonoras. La música judía no sólo es inmensa por la emoción que provoca, sino por su misterio y porque es excepcional la sincronía con el público”.
Hay que escuchar la conexión que logra Malkiodi cuando canta y esa intimidad que emerge es causa de ojos que brillan y pieles que se erizan, una compenetración única de placer y sentimientos. “Tengo la curiosidad y la capacidad de asombro siempre listas”, advierte.
Como los panes y los peces, multiplica las celebraciones. Por eso, con su familia y sus amigos, festeja los acervos cristianos y judíos. “El lejaim (Por la vida) me queda perfecto”, dice.
Cuando era muy joven, se comprometió con su amiga Paula a amadrinar a sus hijos, cada una desde su religión. Y así ocurrió. “Me formé para acompañar a Lucas a ser un buen judío; Pau, para que Jeremías fuera un buen cristiano. Fueron mis brazos los que llevaron al hijo de ella hasta la ceremonia de su circuncisión y los de mi amiga/hermana los que sostuvieron a Jere cuando el agua bendita mojó su cabecita”.
Además de una vida dedicada al canto, Marisa destina su tiempo a empoderar mujeres a través de la recuperación de la lactancia materna. En otro tiempo, trabajó con detenidas, presas en la cárcel. “Tengo el privilegio de saber que tengo algo bueno para dar en el arte con la música e interviniendo en la realidad social a través de distintas actividades. En el pasado fue con personas privadas de libertad, viviendo detrás de una reja, con historias de soledad y dolor. Hoy, colaboro difundiendo los beneficios de dar la teta. Siempre hay huecos donde sembrar, sin renunciar nunca a la esperanza”.

Compartimos Ij shtei Unter a Bokserboim y Dos lid fun goldenem land interpretadas por Marisa Malkiodi.