Imprescindible semblanza del autor de Los gauchos judíos

Un periodista excesivo y escritor inagotable

La vocación desmesurada es una biografía de Alberto Gechunoff que rescata del olvido y repone íntegramente a un intelectual notable del siglo XX, al tiempo que retrata la atmósfera intelectual de toda una época.
Por Laura Haimovichi

Me enteré de la publicación de La vocación desmesurada, la biografía de Alberto Gerchunoff escrita por Mónica Szurmuk, navegando por internet. La curiosidad fue tal que enseguida me animé a comunicarme con la autora del flamante libro para comentarle mi interés en reseñarlo para Nueva Sión. Pocos días después, me lo envió a través de Editorial Sudamericana y pasé las semanas más frías de este invierno atrapada por el relato de la vida del escritor de Los gauchos judíos.
No fue cualquier lectura, tuvo el entusiasmo de quien busca algo de sí en las páginas que narran la historia de otro, a quien no se conoció pero se siente querible y próximo. Gerchunoff podría haber sido amigo de mi abuelo, el escritor y periodista Aarón Spivak (jefe de redacción de El suplemento, traductor de Buber y Spinoza y uno de los primeros colaboradores de la Editorial Israel), algo que desconozco si ocurrió porque una cruel enfermedad me privó de tenerlo cerca para poder preguntárselo. Lo cierto es que ambos estuvieron en algunas destacadas redacciones periodísticas de Buenos Aires por la misma época, la revista Judaica entre ellas, en los años ’20 y ‘30.
Pero vayamos ahora al tema que nos ocupa: escrita a lo largo de más de 400 páginas y dividida en dieciséis capítulos que siguen un orden cronológico, esta excelsa biografía atraviesa la historia de la inmigración judía en la Argentina, la vida europea previa al nazismo y algo del incesante movimiento periodístico en los medios gráficos de nuestro país.
Gerchunoff, «un periodista excesivo y escritor inagotable», no sólo produjo dieciocho libros y formó parte de los staff de muchos de los diarios o revistas de la primera mitad del siglo pasado. También tuvo una intensa vida social que incluyó su amistad con Payró, Borges, Lugones y Quiroga, formó parte de la redacción de La Nación «que trajinó por más de treinta años», fue habitué de la Biblioteca Socialista de la calle México y ocupó un cargo decisivo en el diario El Mundo, el primer tabloide argentino, donde descubrió, entre otras, la pluma de Roberto Arlt. «No sabe escribir, pero escribe admirablemente». Gerchunoff despreciaba la academia, era polemista e irónico y tenía una confianza absoluta en el poder transformador de la literatura.
Esta biografía deja constancia de una vida inquieta y sin medida. Apasionada. Se lee con la agilidad de una buena novela y sorprende por la meticulosidad de un trabajo académico que se produjo a lo largo de varios años. La autora es doctora en Literatura Comparada por la Universidad de California y fue profesora e investigadora en los Estados Unidos y México hasta 2010, cuando se radicó nuevamente en la Argentina. En la actualidad  trabaja como investigadora independiente del Conicet, y es docente de la UBA y la UNSAM.
Gerch, como lo llamaba Manuel Gálvez, nació como Abraham en 1883 en un shtetl de la provincia de Podolia, de aquella Rusia Imperial y prerrevolucionaria en la que convivían cien grupos étnicos diferentes. Se trasladó a la Argentina con su familia escapando de los pogromos y las persecuciones antisemitas, y con el idish por única lengua. Era el menor de cinco hermanos en una Entre Ríos rural que se había convertido en la utopía de miles de judíos europeos aunque tuvieron que instalarse por largo tiempo en precarias tiendas y campamentos. Muy pronto, en ese laberinto inescrutable para los adultos, aunque no para los niños, su padre fue asesinado. Alberto aprendió el castellano y abandonó el Abraham original con que lo llamaban, frecuentó gauchos de todos los orígenes geográficos con lo que se convirtió en un traductor espontáneo, trabajó el campo y respondió al apodo de «cazador de nubes» por el evidente desarrollo de su imaginación. Una plaga de langosta expulsó a su familia hacia Buenos Aires, donde siendo adolescente conoció el trabajo en fábricas y talleres de pasamanería. Mientras diseñaba telas se gestó su oficio de narrador y también su conciencia política. De hecho, con sólo catorce años participó de una manifestación contra el colonialismo en Cuba, fue detenido y pasó una noche en prisión.
Los Gauchos Judíos fue la ópera prima que le dio resonancia nacional e internacional, y le deparó el elogio de Proust, Darío y Unamuno. Allí tomó prestadas la estructura y frases enteras de la Hagadá, libro que cuenta la salida de Egipto hacia la Tierra Prometida, de la esclavitud hacia la vida libre, de Rusia a la Argentina. Desde entonces, la escritura fue su herramienta para la justicia y la redención
Aunque compartió militancia con Lugones, José Ingenieros y De la Cárcova en el socialismo, muy pronto se apartó de esa organización para adscribir al partido de Lisandro de la Torre. Sus excompañeros lo criticaron «por vender su pluma al mejor postor», aunque pasó su vida enfrentado a los gobiernos de turno.
Su formalidad en el vestir de traje, chaleco y moño contrastaba con el descalabro de su cabello. Era cosmopolita y nacionalista, fumaba en pipa y era un enamorado de la cultura judía alejado de la ortodoxia religiosa, crítico y mordaz y, acaso porque tuvo hermanas e hijas, alguien sensible a los temas de género.
Gerch fue uno de los pioneros de la Sociedad Hebraica Argentina, candidato a diputado, fundador de la Sociedad Argentina de Escritores, fan del Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta y amigo de Alfonsina Storni. No había mesura en su vida: así como escribió mucho, fumó, comió y trasnochó. También fue un obsesivo explorador de la identidad personal y colectiva. «Viajeros cansados que perdisteis la fortuna de experimentar la nostalgia de la patria nativa, que mudáis de países como un mendigo muda los umbrales, yo tengo para vosotros una canción», escribió en El turista vulgar.
Admirador de El Quijote, hurgó en sus heridas y en las de Heine y Spinoza para encontrar lo que afectaba su propia intimidad. «El escritor es el shofar, el cuerno de macho cabrío en que suena y canta el Espíritu Santo». Toda la vida buscó incluirse dentro de una tradición y dentro de una lengua y esperó ser reconocido y aceptado. A su escritura la definen la angustia de no ser ni pertenecer, no tener hogar, estar a la intemperie y el desamparo como destino.
Se llenó de nietos con quienes jugó y para los que cocinó. Uno de ellos, Máximo Jaroslavsky, fue detenido-desaparecido en noviembre de 1975. En 2015 los culpables fueron juzgados y condenados. Esta biografía, precisa y también desmesurada, le hace justicia a una figura insoslayable del judaísmo y la cultura argentina.