Nostalgia por un judaísmo extraviado

Una parte significativa de las comunidades judías se alejaron de su antaño imaginario modernista y utópico, universalista, cosmopolita y volcado a la crítica del mundo, para volverse ya no hacia las demandas de los perseguidos y explotados, de los discriminados y humillados, de los expulsados y sin tierra, sino hacia las lógicas del poder y de la derecha global.
Por Ricardo Forster, especial para Nueva Sión

Hace unos cuantos años me topé con un libro de Enzo Traverso, que resultó ser su tesis de doctorado dirigida por Pierre Vidal-Naquet, Los marxistas y la cuestión judía. Sentí una afinidad inmediata, una común inclinación hacia esa parte de lo judío que, volcado hacia la izquierda, se mostraba como heredero de las mejores tradiciones del mesianismo profético. Una saga que permitía, me permitía, sentir un hilo de continuidad que desde Amós e Isaías, pasando por Spinoza y Marx, sin olvidar a Rosa Luxemburgo, León Trotsky, Emma Goldman, Walter Benjamin y Martin Buber, los bundistas y los sionistas socialistas comunicaban al judaísmo con los sueños y las rebeliones de los derrotados de la historia.
Una saga de herejes, heterodoxos y subversivos, de hombres y mujeres capaces de posicionarse del lado de la justicia y la igualdad, de habitantes del libro que habían dado el salto hacia la crítica del mundo al mismo tiempo que se planteaban el modo de inventar una nueva sociedad. Herederos de antiguos sabios, lectores e interpretes del Talmud y la Torá convertidos, ahora, en revolucionarios de las ideas modernas, en iconoclastas y profanadores de una tradición que entraba en la sociedad secular no para dejarse llevar por los cantos de sirena de los dominadores sino para cuestionar, hasta el hueso, todo dispositivo de explotación, injusticia y opresión. Lo judío entendido como descentramiento, como manifestación de los claroscuros de una época preñada de novedades, oportunidades y peligros. Lo judío, en tanto habitante de los márgenes de un Occidente cargado de prejuicios y rechazos, capaz de apropiarse de las ideas y de los libros que iniciaban los caminos de las revueltas políticas, teóricas e intelectuales en el interior de un mundo sacudido por la expansión del capitalismo y productor de las ideas alternativas que encontraron, en ese margen de lo judío excluido, voces y plumas de la emancipación. Quizás, por haber permanecido en la diáspora –con su intemperie, orfandad y sufrimiento– los preparó, a los judíos errantes, para colocarse del lado de los humillados; del mismo modo que los condujo hacia las teorías de la crítica y el cuestionamiento, de la radicalidad política o de la invención de nuevas miradas sobre un mundo complejo y opaco.
Lo judío como huella de la interpretación eterna y como habitante de la patria del libro devino, en la Modernidad, diría Enzo Traverso y ya pensando en su último texto en el que reflexiona amargamente sobre el giro conservador y de derecha del judaísmo contemporáneo, expresión del pensamiento de vanguardia, margen que cuestionaba el centro, minoría que discutía el principio de universalidad, viajero del tiempo atravesado por la promesa mesiánica, minero de las canteras del sueño utópico y revolucionario que enfebreció los dos siglos siguientes a la revolución francesa que encontraría, en el ojo de la tormenta, a muchos de esos judíos y judías dispuestos a ir contra la corriente pero asumiéndose como herederos de una saga milenaria de rebeldes, herejes e iconoclastas.
El cuerpo y los pensamientos girados hacia la izquierda. Imagen que definió, a ojos de una parte de la sociedad de principios de siglo pasado que se inclinaría cada vez más hacia la extrema derecha antisemita, al judío como apátrida, subversivo e internacionalista. El maximalista, el bolchevique, el comunista, el traidor a la patria o el destructor de los valores y las tradiciones de la civilización occidental (allí estaría esa definición de un Freud o un Einstein como cultores de una “ciencia judía”). Los judíos, en todo caso, ocupando lugares destacados en los movimientos de vanguardia intelectual, política y artística que convulsionaron las primeras décadas del siglo veinte y que renovaron profundamente la filosofía, la ciencia y el arte de una época de innovaciones y mutaciones.
Nostalgia, sin dudas, de un tiempo que se nos fue diluyendo como arena entre las manos mientras los judíos abandonaban el lugar del margen y se subían al tren del los nuevos triunfadores de época. No una nostalgia de las persecuciones, del desamparo, de la violencia homicida o del guetto. Nostalgia de un judaísmo asociado con el humanismo crítico, con la sed de redención y justicia: el ánimo del heterodoxo que pone en cuestión las propias certezas y sus dogmas, el que sigue pensando en términos de hospitalidad, el que sostuvo la ética de la viuda, el huérfano, el pobre y el extranjero. El que se pregunta cómo hacer compatible el derecho a la tierra y la justicia que se le debe el otro. El que sigue pensando que hay algo desarreglado en el mundo y que sigue soñando con arreglarlo, pero no en beneficio del clan, de la etnia, de la patria, sino de la humanidad. De ese judío, de ese judaísmo, siento nostalgia. No puedo imaginar que nuestra larga travesía por la historia, incluyendo sus tragedias, males y maravillas tenga como única justificación atrincherarnos en un pedazo de tierra como si fuéramos, diría George Steiner, una nueva Esparta.
Es esa experiencia compleja y extraordinaria, según Enzo Traverso, la que ha concluido. Es en las últimas décadas, quizás asociadas al canto de cisne de los ideales revolucionarios y a la creciente hegemonía del neoliberalismo, que las antiguas intensidades de ese judaísmo de la crítica y la revolución fue dejando paso a un judaísmo del establishment y el poder asociado, a su vez, al camino, cada vez más reaccionario y derechista, de un Israel militarizado y opresivo respecto del pueblo palestino. Con la crisis de la Modernidad y con la alquimia de un capitalismo triunfante, de una sociedad cada vez más individualista y organizada alrededor de lo fugaz y el consumo, de un repliegue nacionalista y militarista de una tradición que había sido universalista y cosmopolita, lo judío –o al menos un sector significativo de quienes provenían de ese legado–, antaño volcado, como ya se dijo, a la crítica del mundo, fue empequeñeciéndose hasta volverse casi insustancial en el interior de un cuerpo judío que, con centro en Israel, se ha alejado de ese imaginario modernista y utópico para volverse, junto a gran parte de las comunidades de la diáspora, ya no hacia las demandas de los perseguidos y explotados, de los discriminados y humillados, de los expulsados y sin tierra, sino hacia las lógicas del poder y de la derecha global.
Como judíos, y yo me siento parte de esa saga que rápidamente reseñé, tenemos que hacernos cargo de la totalidad de nuestra compleja y laberíntica historia. Así como no hace mucho el nombre “judío” fue asociado a la herejía, la subversión de los valores, el internacionalismo, la perversión de las buenas costumbres cristianas, el maximalismo y otras yerbas revolucionarias; hoy, en esta etapa dominada por el neoliberalismo y la trayectoria descendente del Imperio estadounidense que nos ofrece una sociedad brutalmente desigual, fragmentada, carente de solidaridad, egoísta hasta el hartazgo, incapaz para cobijar a los sin tierra y con hambre, lo “judío”, su nombre, pareciera haber entrado en una nueva metamorfosis de su historia que se caracteriza por el abandono de todos aquellos valores que nos hicieron sentir orgullo por integrar la saga y ser parte de la herencia de un pueblo que, cada año, recuerda cuando fuimos esclavos en Egipto.
El problema es el olvido y el transformismo que, desde hace unos cuantos años, pareciera corroer a una gran parte de los judíos de Israel y de la diáspora. ¿Estaremos en condiciones de rescatar y revitalizar aquellos sueños de libertad, igualdad, hermandad y hospitalidad? ¿Podremos sostener esa fabulosa tradición crítica que caracterizó a un núcleo no menor de judíos y judías que entraron a la Modernidad con el espíritu de la invención, la justicia y la revuelta? ¿Seguiremos pensando que la mejor patria es la de la memoria y la del libro, la que habita la diferencia y la que sigue soñando con la promesa redencional de la tierra de leche y miel, donde pastoreen juntos el lobo y el cordero o nos acostumbraremos a la armas y la opresión del más débil? ¿Es este el tiempo del final de una identidad que se desplaza hacia nuevas formas de segregación y violencia en nombre del Gran Israel? ¿Será posible recobrar el hilo dorado de aquella tradición capaz de asumir un compromiso ético con los desheredados de la tierra, capaz de atreverse a pensar sin ataduras y a contracorriente de los poderes de ayer y de hoy? ¿Queda todavía lugar para, como dijo recientemente Amos Oz, seguir denunciando las injusticias sociales y las distorsiones del poder sin ser calificados de traidores? “Nuestra tradición nos permite incluso –escribe Amos Oz– despotricar contra Dios. Existen acusaciones contra Dios desde los tiempos de la Biblia. ¿Y entonces? ¿El ejército israelí es el único que tiene inmunidad eterna y absoluta? ¿Acaso es más sagrado que Dios? ¿Qué nos ha pasado?” Tal vez existe una oscura relación entre aquellos que les arrojaban piedras a los antiguos profetas y quienes hoy lo vuelven a hacer contra los que insisten con la herencia profética de la rebeldía ante las injusticias.