A cien años de la Revolución Rusa

Ilusión y revolución, o aquel vasto y confuso país

Revuelta, utopía, resurrección, revolución son palabras que van cayendo sobre las calles y los campos de una Rusia que va agotando sus antiguas formas hasta ponerse de pie como un solo hombre. Los ecos cruzan los mares y llegan hasta aquí.
Por María Gabriela Mizraje

La intelligentsia latinoamericana y particularmente la argentina supo mirar en dirección a Europa del Este y a los aires transformadores que acarreaba, aún con las contradicciones y las críticas que, tras la revolución de 1917, luego del giro que abriera con el gobierno soviético un nuevo mundo, se despertaron.
Latinoamérica toda está atenta; bajando por el mapa que empieza en verdad en los Estados Unidos, entre las expresiones más significativas repercuten las de Waldo Frank; en México, las de Diego Rivera, José Revueltas o José Vasconcelos; en Perú las del político Haya de la Torre y el poeta César Vallejo más tarde; en Uruguay, la del socialista Emilio Frugoni; en Argentina, las de Manuel Ugarte, José Ingenieros, Rodofo Puigrós o José Portogalo, por nombrar sólo a algunos.
Alberto Gerchunoff —siempre reconocido en su rol de fundador de la literatura judeo-argentina— deja su testimonio de balance cuando se decide a trazar las semblanzas de algunas de las figuras más representativas de su tiempo.
En ese libro de 1979, al detenerse en Máximo Gorki, como “predicador del advenimiento”, asegura que habrá de perdurar con Tolstoi y Dostoievski, como intérprete “de las agitaciones sentimentales y de los problemas psicológicos de un pueblo de corazón caudaloso”. Así percibe y define, con intensidad, Gerchunoff al pueblo ruso.
Y al recalar en Kropotkin afirma: “su biografía, que se relaciona con el período revolucionario más interesante de aquel vasto y confuso país, constituye quizás la explicación más clara de muchos fenómenos del movimiento democrático ruso”. Gerchunoff no está señalando entonces la revolución de 1917 sino las transformaciones previas. Por el contrario, al anunciar la muerte del príncipe, se refiere a la vida en su tierra como “la inmensa batahola de la Rusia bolsheviki”.
Su visión queda muy clara, es definitivamente crítica: “la tragedia que se iniciaba en Rusia” dice, para explicar cómo Gorki “no preveía lo que se ocultaba detrás del Consejo de Obreros y Soldados, y al sobrevenir el bolchevismo creyó que asistía a la incruenta realización de un programa completo de socialismo. […] Mas no tardó en desengañarse. El Soviet perseguía, destruía, oprimía. Gorki se puso contra el Soviet”. Y aclarar que de algunos de sus libros “fluye como una emoción religiosa ante el espectáculo del país rehaciéndose penosamente de su catástrofe histórica y de los desgastes formidables de la revolución”.
Algunos escritores contemporáneos a él, como J. L. Borges, tendrán una mirada aprobatoria, al menos al calor de los acontecimientos vivos, pues Borges registra aquella revolución a sus dieciocho años de edad, mientras reside en Europa, y se siente indudablemente atraído.
Su poema “Rusia” de 1920 termina expresando: “En el cuerno salvaje de un arco iris/ clamamos su gesta/ bayonetas/ que portan en la punta las mañanas”. Ese futuro solidario es la esperanza de casi todos los muchachos.
A tres años de la Revolución del ‘17, en correspondencia con su amigo Jacobo Sureda cuenta que ha “fabricado” algunos poemas, el primero que menciona es “Gesta soviética”, “muy dinámico”; el segundo, “Judería” con “estilo de salmo bíblico”; en una carta siguiente añadirá “Guardia roja”, “muy objetivo, dinámico y frío”. Los define por contraste, como intentando que las formas reflejen los temas. Tomando el pulso de aquel momento histórico, los poemas alusivos a Octubre y su después, que se hallan entre lo menos conocidos del repertorio borgeano, se publican en revistas y queda en proyecto un libro que se titularía Los himnos rojos (o Los ritmos rojos).
Algunos de nuestros hombres más relevantes realizarán visitas a la URSS que quedarán escritas, configurando cuadros y memorias intensas, de apreciaciones en las que prima la simpatía, aunque también se tome distancia de ciertos aspectos. Entre ellos, se destacan las páginas de Elías Castelnuovo. Dos libros resultan de ese proceso: Yo vi en Rusia (Impresiones de un viaje a través de la tierra de los trabajadores), 1932, y Rusia Soviética (Apuntes de un viajero), 1933. Castelnuovo, quien viaja en 1931 junto al célebre G. F. Nicolai y al médico y profesor Lelio Zeno, nos asegura: “Durante mi permanencia tuve la oportunidad de tratar con un centenar de viajeros ilustres. Muchos, no llegan allí en calidad de veedores sino de jueces. Traían ya su veredicto confeccionado. No iban a certificar un fenómeno. Iban redondamente a fallar sin apelación, como si el curso de la historia dependiese de su juicio”.
Los ítalo-criollos de izquierda se dan la mano con el judaísmo socialista o comunista y los anarco-bolcheviques no ocultan su alegría ante el florecimiento soviético.

Recorridos necesarios
Si lo que queremos rastrear es la relación con el campo intelectual judío argentino a través de los años, es necesario ver las revistas que harán historia (tales como Judaica, Columna o Mundo Israelita) y mencionar, en lo acotado de este espacio, dentro del campo de los escritores, por un lado al querido César Tiempo y, por otro, al postergado Enrique Espinoza, próximos en fechas y geografías, el oriundo de Ucrania y el oriundo de Rusia. Preciso es recordar que hay varios otros.
Nadie como Espinoza sintió y difundió tanto el impacto de lo que la Revolución de Octubre y el marxismo en su conjunto significaban como aire transformador para la época.
El mapa queda así equilibrado, desde su amigo Frank al Norte hasta el Cono Sur donde él se mueve, y completándose con J. C. Mariátegui, Espinoza (seudónimo de Samuel Glusberg) es el promotor cultural más representativo de aquella cosmovisión. Su revista y más tarde editorial Babel lo atestigua, además de sus libros.
Mauricio Amster, por ejemplo, traduce para Babel el artículo “Fantasmas verbales” de Thomas Mann, que explica cómo la sola mención de la palabra “comunismo” genera un tipo de temor que se ha construido deliberadamente —y persiste hasta la actualidad—, agitando fantasmas que determinan prescripciones del vocabulario (hecho que los argentinos conocemos muy bien).
Entre los libros de Espinoza, especialmente Conciencia histórica – Pensamiento y acción, de 1973, permite reconstruir su perspectiva: desde la “amistad ejemplar” entre Marx y Engels, hasta Daniel de León —pensador que interesaba a Lenin— como “un caso de injerto social”, del cual nos enseña que “En Rusia sólo se supo del solitario De León después de consumada la Revolución de Octubre”. O Rosa Luxemburgo diciendo que espera que “ocurran muchos hechos trascendentales de éstos en los próximos años” o André Gide en su Retour de l´ URSS y el análisis de la posición del escritor en la sociedad capitalista.
Nuestro autor, nacido en Kischiniev, que había emigrado con la familia en la infancia, huyendo de los pogromos y quien ya adulto anhelaba escribir la biografía de Trotsky, no podía dar la espalda a esas voces. Él hace girar La Noria para saludar en verso al hombre de Coyoacán, “comandante/ del Ejército Rojo, en tren blindado” y cantar “En la gran Rusia del soviet triunfante”.
Otra cara de las repercusiones de octubre de 1917 es la que se da a poco más de un año por aquí, pues la revolución de allá penetra a su forma en la Semana Trágica de enero de 1919, en tanto determina una de las primeras reacciones violentas en nuestro suelo a la expresión de protesta junto a la interpretación del maridaje entre izquierda y judaísmo.
La Aurora Rusa los desveló a todos y la Argentina enarbolará su propia resistencia, por pura terquedad de la esperanza.