Consideraciones en torno a la Reforma Previsional

Nadie se atreva… a tocar a mi vieja

Tras un intenso debate, los diputados de la Nación aprobaron la ley de Reforma Previsional impulsada por el Ejecutivo. Se traslada así el peso de la crisis financiera y fiscal sobre las espaldas de aquellos que el gobierno prometió proteger: jubilados, niños y niñas, discapacitados y ex combatientes. No lo pudo impedir la sucesión de ruidazos, marchas y protestas callejeras, varias de ellas asfixiadas con los gases y balas de una represión institucional feroz, desatada y sin bozal contra quienes expresaban su descontento con la reforma.

Por Mariano Szkolnik

Luego de décadas de postergación, privatización y virtual saqueo financiero (sobre todo durante los años ’90), el sistema previsional argentino volvió a ser administrado por el Estado en 2008, reparando inequidades manifiestas y recuperando lenta pero vigorosamente una lozanía que había perdido. Entre ese año y 2015, el haber jubilatorio se incrementó, en promedio, por encima de la variación general de los precios. Además, de modo indirecto, el salario de los abuelos y abuelas fue mejorado a partir de la gratuidad de prestaciones y medicamentos brindados por el Estado. Y, finalmente y sobre todo, sucesivas moratorias permitieron la incorporación al sistema de 3.5 millones de nuevos jubilados con menos de los 30 años de aportes que exige la ley. Las mujeres fueron las más beneficiadas, ya que conforman el 85% de las personas que pudieron ingresar al sistema por moratoria. Por obra de estas políticas, la cobertura previsional en nuestro país es hoy la más alta de América latina, alcanzando el 97% de las personas en edad jubilatoria.
Pero, como sucede con casi la totalidad de los sistemas previsionales del planeta, su talón de Aquiles radica en la cuestión del financiamiento. En el esquema de reparto solidario, son las y los trabajadores activos quienes financian a los pasivos, mediante los aportes que los empleadores están obligados a realizar. La ecuación “activo financia pasivo” constituye la pesadilla de los profesionales contables, ya que el equilibrio dista de alcanzarse, más aún teniendo en cuenta el grado de informalidad persistente en el mercado laboral (es decir, trabajadores “en negro”, cuyos contratantes eluden pagar las contribuciones que otorgan sustento al sistema). Y aquí hay dos bibliotecas posibles: aquella que postula que el sistema debe autofinanciarse (a partir de mejorar los índices de formalización, reducir los niveles de elusión, incrementar la edad jubilatoria mínima, recortar el monto de las pensiones a la vejez, e impedir o limitar la capitalización de quienes no cuenten con aportes suficientes), y la que sostiene que el Estado debe subsidiar el sistema, recaudando el capital necesario por vías alternativas (fundamentalmente, impuestos y retenciones)

“Estado empresa” versus “Estado familia”
Los apologistas del neoliberalismo sostienen que si el sistema no puede autofinanciarse, el Estado no debería compensar la pérdida en la que se incurre. En su formulación más elemental, el Estado es equiparado con una empresa: no se puede gastar más de lo que se gana, o dicho de otro modo, los costos no pueden ser nunca mayores que los ingresos. “Un país –nos iluminan los expertos opinadores televisivos– es como un almacén de barrio. Si la cuenta no cierra, va a la quiebra de modo irremediable”. Paralelamente, afirman, “incrementar la recaudación sólo contribuye a distorsionar el libre juego de la oferta y la demanda”, ley fundamental de la física del sacrosanto mercado. Para mejorar el dinamismo de un mercado laboral mutante y moderno, el Estado debería aliviar el peso de los aportes patronales (lo cual reduce ese “costo más” de la contabilidad empresarias), lo cual adicionalmente permitiría una mayor fluidez tanto a la hora de contratar y descontratar personal. Pero, ¿qué hay de aquellos sectores de la sociedad que no generan ingresos? ¿Qué aporte hace una niña, un niño, a esta “gran empresa” que llamamos “sociedad”? Bajo esta cosmovisión, los menores serían seres improductivos (a lo sumo, necesarios en tanto reproducción de la futura mano de obra). Mientras no trabajen, sólo serán (como los viejos) pasivos en el balance. Es decir, un problema contable.
La otra perspectiva, la que sin salirse del marco referencial del capitalismo contempla las necesidades y derechos de todas y todos aquellos que constituimos el colectivo social, compara al Estado y la sociedad con una familia: aunque en el balance anual “hijos e hijas den ‘pérdida’”, nadie en su sano juicio retacearía alimentación, vestimenta, recreación, vivienda, educación y la salud de sus vástagos. No deben comer menos si su rendimiento escolar no es el esperado, ni los castigamos restándoles vacaciones si ocasionaron un superlativo gasto médico. Nuestros hijos viven completamente de “nuestro subsidio”. Y ello no ocurre porque “estaríamos cuidando a la futura generación de trabajadores”, sino porque no todas las relaciones sociales pueden reducirse al hueso seco de lo instrumental: también están el afecto, el amor, la compasión y la solidaridad, meras “externalidades” desde la perspectiva de los contadores sin corazón.

El imperio del interés
Ninguna acción de gobierno es neutra. Quien afirme que gobierna en beneficio “de todos”, miente. Cada decisión gubernamental afecta unos intereses en beneficio de otros. Cuando, apenas asumida, la actual administración decidió reducir sustancialmente las retenciones a las exportaciones agropecuarias, al tiempo que provocaba una brutal devaluación del peso, operó una formidable transferencia de ingresos desde los sectores populares hacia el capital concentrado representado por las patronales agropecuarias. Poco tiempo después, decidió –con el acuerdo del Congreso– cancelar sin rechistar ni negociar nada, una deuda ruinosa con los fondos buitres (empresas financieras que habían adquirido a precio de ganga bonos de la deuda defaulteados, no para entrar en alguno de los canjes ofrecidos por el Estado argentino, sino para accionar judicialmente, esperando cobrar el valor nominal de esos títulos, más intereses, más punitorios). Ambas políticas redundaron en un agujero fiscal de magnitud formidable, que se tradujo en la imposibilidad de continuar con la política de subsidios implementada y mantenida por el gobierno que lo precedió. Transportes, combustibles, servicios públicos, telefonía… las tarifas de estos componentes del gasto de las familias constituían una parte menor del gasto de los hogares, incrementando el salario indirecto. Sin la exigencia de inversiones y mejoras, con la sola finalidad de reconstituir la ganancia empresaria, el Gobierno habilitó el incremento de las tarifas de manera exponencial. Los sectores populares y medios pasaron así, por arte de “magia financiera”, a subsidiar el incremento patrimonial de los sectores más concentrados de la economía y el capital financiero nacional e internacional.
Pero como la voracidad y la avidez por dividendos nunca encuentran límites precisos, en la consideración del gobierno ha llegado el momento de afectar los intereses cubiertos por el sistema de seguridad social: el equipo económico considera que el gasto previsional constituye la principal sangría de eso que se da en llamar “déficit fiscal”. En otros términos: en el modelo “Estado almacén”, los viejos y los niños están de más, provocan déficit. A eso, los neoliberales de cualquier período histórico y encarnación política, le llaman “gobernar”.

Reprobado en aritmética
Sin entrar en detalles, digamos que la reforma propone un nuevo método de cálculo para la actualización de las erogaciones de la seguridad social. Mediante ese mecanismo, se prevé un ahorro fiscal de 100.000 millones de pesos para 2018. Sin embargo, el diputado por el PRO Pablo Tonelli, explicó los alcances de la reforma de un modo que provocaría su reprobación en un curso de aritmética básica. El legislador declaró que con la fórmula establecida en la ley, “los jubilados van a perder plata, no poder adquisitivo”. Más que representante del pueblo en el Congreso, Tonelli parece uno de esos trileros que con el juego callejero de “dónde esta la bolita” despluma al incauto circunstante.
El argumento es tanto absurdo como débil. Expresa un problema que el Gobierno, bajo este estado de cosas, no puede resolver: como en las tragedias griegas, aún el camino que pareciera evitar la catástrofe, conduce a ella. El ajuste es necesario para cubrir un déficit producido por las políticas económicas que propician la renta financiera veloz y cortoplacista, fundada en la toma de deuda y la exacción de recursos a los sectores productivos de la sociedad. Con la legitimidad obtenida en las urnas hace apenas dos meses, el Gobierno arremetió contra un sector que se percibe como vulnerable (todos tenemos viejos en la familia, más allá de cuál haya sido nuestra preferencia electoral). Y no lo hizo con modos amables, sino que apeló a la intimidación y represión de la protesta callejera. La violencia institucional enseñoreada en las calles da cuenta de ello, y pone en riesgo la pluralidad democrática. La única ecuación cierta en todo este asunto es la que postula que “no hay ajuste sin represión”.
Un sistema de seguridad social tan extendido como el argentino expresa uno de los pilares fundamentales de la justicia social. El contrato colectivo dispone que no puede haber niños sin protección ni viejos sin cobertura. Para ellos, sobre todo, se organizan las sociedades. De lo contrario, se impone la anomia, el saqueo y el canibalismo. El sistema conformado a partir de 2008 (con la recuperación de los fondos de la seguridad social, en manos del capital financiero bajo la forma de Administradoras de Fondos de Jubilación y Pensión) permitió la incorporación y reconocimiento de millones de personas que de otro modo habrían languidecido en la miseria, a pesar de haber trabajado todas sus vidas. La existencia del sistema supone un desafío, cuya resolución requiere de creatividad. No se puede ni se debe dinamitar la seguridad social solo porque los organismos internacionales de crédito así lo exijan, o porque la dirigencia política –carente de audacia e ideas– no pueda contemplar alternativas de financiamiento. El Gobierno, quizás sin saberlo o sin que le importe, dilapida capital político al afectar directamente a su núcleo de votantes.

* El autor es Sociólogo. Profesor de la UBA