Jerusalén: Una jugada mezquina con la vida de millones

En la política exterior de Estados Unidos, desde Reagan para aquí, parecen ser los presidentes republicanos los que toman las decisiones “impopulares” -que se basan en el enorme poder económico y militar norteamericano para cambiar las realidades internacionales-, y luego son los presidentes demócratas quienes, con mejores modales, consolidan y tejen “consensos” en relación a los nuevos hechos consumados.
Trump no parece ser la excepción, aunque le agrega a esta lógica de política exterior cierta dosis de imprevisibilidad y unilateralismo. La decisión de reconocer a Jerusalén como capital de Israel y luego trasladar la Embajada norteamericana desde Tel Aviv a la ciudad en disputa, es un paso político que tiene impreso el sello de Trump.

Por Ricardo Aronskind

Jerusalén no sólo está cargada de significados y de valores simbólicos y emocionales, en una región donde la religión como articuladora de identidades ocupa un lugar relevantísimo en la política, sino que es parte de un conflicto histórico con repercusiones regionales y globales.
Jerusalén –o una parte de ella- es uno de los tantos elementos sensibles de toda negociación en serio entre israelíes y palestinos para arribar a una solución del conflicto. La irrupción de la potencia norteamericano sustrayendo –con el sólo argumento de su peso internacional- a uno de esos elementos para entregárselo a una de las partes, no puede ser entendido sino como grosero favoritismo. Previsiblemente el hecho ha generado indignación en la calle árabe y musulmana, y condena de buena parte de la comunidad internacional.
Pero, ¿cuál es la apuesta de Trump? ¿Qué lógica hay detrás de un movimiento que genera desgaste diplomático a Estados Unidos, crea disgusto y debilita a sus aliados en Medio Oriente –justamente cuando están tratando de crear un amplio frente unido anti-iraní-, y claramente no contribuye a acercar posiciones y crear un clima pacífico entre palestinos e israelíes?
Se ha hablado en los últimos meses de la existencia de un “Plan de Paz” elaborado por la administración Trump, que sería más cercano a las posiciones israelíes, y que de concretarse le permitiría exhibir al egocéntrico presidente un logro que ha frustrado sucesivamente a varios presidentes estadounidenses. Aún no se ha lanzado públicamente la iniciativa, pero de avanzar en el intento, Estados Unidos debería tener que lidiar con el gobierno más extremista de la historia de Israel, campeón de la negativa a cualquier arreglo de paz concreto, y militante de la profundización de la ocupación colonial de Cisjordania.
¿Será esta ofrenda al anexionismo israelí una forma de generar “cercanía” con el gobierno de derecha –con el que ya existen múltiples lazos de negocios y de visiones geoestratégicas- para poder tener “autoridad moral” para reclamarle ciertos “sacrificios” territoriales en nombre de una paz basada en el principio de Dos Estados para Dos Pueblos?
El 95% de los diplomáticos norteamericanos cree en esa solución, dado que sería un factor de alivio de tensiones en el mundo árabe, y la llave para un gran frente de países “moderados” que traten de aislar al eje Irán-Siria y diversos aliados locales antioccidentales que existen en ese complejo tablero regional. Si esa fuera la intención –presentar un Plan de Paz “tolerable” para la derecha extremista israelí- parece tratarse mínimamente de una ingenuidad diplomática. Se estaría tratando de una apuesta equivocada, ya que con el tipo de actores que actualmente conducen el Estado de Israel es imposible pensar en cualquier acción diplomática sensata, como sería la búsqueda de una paz que contenga las reivindicaciones nacionales del pueblo palestino.
Para cualquier observador perspicaz del conflicto, es evidente la absoluta reticencia de un gobierno compuesto por colonos, religiosos fundamentalistas y políticos oportunistas y demagogos a avanzar en cualquier modificación del statu quo en dirección a una resolución seria del conflicto. Es clara la estrategia del gobierno de Netanyahu de “ganar tiempo” e ir consolidando la colonización, apostando a que se generen nuevos “hechos geopolíticos” que minimicen la relevancia de la “cuestión palestina” y lleven a que la comunidad internacional los ponga en el fondo de la agenda de temas diplomáticos a resolver.
Es decir, se trataría de una muy mala estrategia norteamericana “pro-solución de conflicto”, en caso de serlo.
Pero no sería la primera vez que la gestión de Trump exhiba falta de coherencia y comprensión profunda de los problemas, tanto nacionales como internacionales, en áreas de política, economía, derechos ambientales o humanos. No sería la primera vez que muestre apresuramiento, cortoplacismo y megalomanía, además de una profunda visión reaccionaria.
En ese sentido, no deberían descartarse algunos motores de política interna que pueden estar favoreciendo un paso diplomático tan desafortunado: la búsqueda desesperada de apoyos internos –la derecha judía norteamericana, la derecha evangélica, los multimillonarios con negocios en Israel-, la creación de cortinas de humo y temas de debate artificiales ante la popularidad en baja del presidente Trump, y eventualmente la creación de conflictos reales a la distancia (Corea del Norte, Medio Oriente), que compliquen el avance de un proceso que parece cada vez más probable: el lanzamiento de un procedimiento de impeachment presidencial, por varias causas muy graves que están hoy en marcha en la justicia norteamericana.