Aniversario de la Guerra de los Seis Días

La Guerra de los Cincuenta Años

Si bien fue la guerra más corta de todas las libradas en Medio Oriente, la victoria fulminante de Tzahal la transformó en la más prolongada, ya que Israel salió transformado en potencia ocupante en Cisjordania y Gaza. Pero para crecientes sectores de la población israelí, aquella guerra que duró menos de una semana resultó transformada rápidamente en el permanente e ininterrumpido combate que prolongaría la guerra de Independencia hasta nuestros días.
Por Leonardo Senkman *, desde Jerusalén

De modo similar a tantos otros camaradas, yo también viví angustiosamente las semanas previas al estallido de la Guerra de los Seis Días. Todos nosotros temíamos que las amenazas de exterminio propaladas por Nasser no eran mera  bravuconería para disuadir a Israel de seguir atacando a Siria, después que Tzahal derribó 6 aviones cerca de Damasco. Sin dudar de sus aviesas intenciones, todos creíamos que Nasser tramaba un siniestro complot para liquidar el Estado Judío. Primero, al  ordenar la concentración de numerosas fuerzas de tierra en la península de Sinaí; después, el secretario general de la ONU aceptaba el ultimátum de Nasser de retirar los Cascos Azules; la escalada siguiente que aumentó nuestro miedo fue la decisión del bloqueo egipcio a la navegación por el Mar Rojo, al cerrar los estrechos de Tiran para aislar completamente a Eilat; finalmente, el pánico culminó cuando Nasser anunció su alianza con el rey Hussein además del presidente Assad de Siria. El temor entre nosotros era apenas un reflejo “galutico” infiltrado de ese otro irracional pánico que transmitía la sociedad israelí ante la inminencia de un nuevo ataque panárabe.
Solo al cabo de varios años del fulminante triunfo de Tzahal en la guerra supimos que la amenaza de complot nasserista nunca había sido tomada en serio por militaresisraelíes como Ezer Weitzmann, jefe de la fuerza aérea israelí que destrozó por sorpresa a la aviación egipcia sin darle tiempo a que despegara; tampoco el mismo Beguin creyó que Nasser atacaría a pesar de la gran cantidad de carros de combate egipcio apostados en Sinaí. “Debemos ser honestos: nosotros decidimos atacarlos a ellos”, confesó el entonces líder de Jerut y miembro del gabinete de unión nacional.
Sin embargo, el temor a una derrota fue expresado incluso por algunos militares que después serían héroes de la Guerra de los Seis Días. La reciente desclasificación de actas gubernamentales muestra que hasta el mismo Moshe Dayan, titular de Defensa, alertaba al Gabinete de Seguridad “de las limitaciones de Tzahal para derrotar a los árabes”, mientras el cauteloso primer Ministro Levi Eskhol, que demoraba en aprobar lanzar el ataque contra Egipto exigido por Isaac Rabin y el Estado Mayor, alertó del peligro de sufrir “una masacre en toda regla”.
Un gran pánico trastornaba especialmente a la sociedad civil israelí, que empezó a prepararse vísperas del 6 de junio 1967 para afrontar lo que fue vivido como una inevitable catástrofe, Apenas veinte años después de la Shoah, retornaba, pertinaz, esa angustia de muerte que metía miedo en los corazones y cuerpos de la mayoría de la población no sabra. Un miedo paranoico, totalmente desproporcionado a la amenaza real que acechaba a Israel, y que condujo a sus elites a tomar decisiones políticas y estratégicas completamente irracionales. La justificación oficial será, luego de la fulminante victoria, que era “inevitable” una “guerra justa”, iniciada por Tzahal para defender la amenazada existencia colectiva del país ante el desafío conjunto de Egipto, Siria, Jordania e Irak y, de tal modo, morigerar el pánico de la población.

Percepciones disímiles de civiles y militares israelíes
La percepción de la guerra fue muy diferente en uno y otro campo: los oficiales de Tzahal la vislumbraron como un escenario bélico de riesgo y alta incertidumbre; en cambio, la conflagración era vivida por la mayor parte de la sociedad civil hebrea como una imprevista y repentina catástrofe. En la Israel de aquellos días, a principios de junio 1967, no sólo ya habían sido movilizados decenas de miles de reservistas: también la colectividad entera de la sociedad civil se movilizó, incluso en los primeros momentos aparecieron signos inequívocos de conductas de pánico.
Tal vez un ejemplo siniestro de aquel gran pánico civil haya sido la decisión de rabinos adjuntos a la municipalidad de Tel Aviv de preparar ritualmente algunos parques y terrenos deportivos urbanos como cementerios para dar religiosa sepultura judía conforme a la Halajá: ¡Se temía que el número de víctimas de la catástrofe bélica podría llegar hasta cien mil muertos! Tal como lo explica Tom Seguev, la preparación para una inhumación religiosa de tal magnitud de cadáveres israelíes solo pudo haber sido elucubrada y prevista tan meticulosamente por rabinos y laicos que temían angustiosamente de una nueva Shoah, y esta vez en Israel. (Ver Tom Segues: 1967: Israel, the War, and the Year that Transformed the Middle East, 2007).
Ahora bien: un pánico semejante fue transmitido también a miles de judíos angustiados de la Diáspora: una manifestación elocuente de la atmósfera de temor en países latinoamericanos ha sido el enrolamiento espontáneo de jóvenes voluntarios dispuestos a viajar y defender a la Israel amenazada. De un total de 1.318 voluntarios latinoamericanos, se embarcaron enseguida a Israel, entre otros, 603 argentinos, 195 uruguayos, 183 brasileros, 111 chilenos, 62 colombianos (según datos de la Organización Latinoamericana de Israel-OLEI).
Pero previsiblemente, las consecuencias de la victoria relámpago de Tzahal, con la ocupación de territorios de Jordania, Egipto y Siria, además del agravamiento del sojuzgamiento israelí al pueblo palestino, harán olvidar bien pronto el gran pánico anterior, dentro y fuera de Israel.
Sin embargo, aquella traumática experiencia de sentir en junio 1967 que nuevamente una catástrofe amenazaba al Estado judío, negándole el derecho a su existencia, marcó a toda una generación de judíos  y sionistas de izquierda argentinos.
Nuestra generación, nacida a la política con las promesas de la Revolución Cubana, un año y medio antes (enero 1966), protestaba desde la Juventud Anilevich en Montevideo y Buenos Aires ante Fidel Castro por la discriminación contra los partidos de izquierda israelíes no invitados a la Tricontinental reunida en La Habana; y por supuesto, en vísperas de junio 1967 mucho menos estábamos dispuestos a soportar que se amenace la existencia colectiva misma de Israel.
Algunos lúcidos intelectuales judíos argentinos escribieron desde una perspectiva de izquierda, precisamente, sobre este síndrome legado por la Guerra de los Seis días. Entre ellos, el filósofo León Rozitchner publicaba no casualmente en 1967 las seminales reflexiones en su ensayo Ser Judío, y el psiquiatra José Itzigshon, poco tiempo después, daba a conocer su testimonio Una experiencia judía contemporánea, donde relata el espacio que ocupó la cuestión judía en la disidencia y luego en su ruptura con las posiciones dogmáticas antiisraelí del PC.

Los «avisadores de fuego» de la guerra y su fracaso
Ahora bien: a cincuenta años de esa guerra que aún no ha terminado, ninguna autocritica ni acusación contra Israel por su responsabilidad política y militar debido a la ocupación territorial palestina, pueden borrar en mi memoria la sensación de indefensión durante junio 1967 ante la amenaza que nuevamente nos negaba la existencia colectiva.
“Avisadores del fuego” es la conocida expresión con la que Walter Benjamin designaba a quienes avizoran catástrofes inminentes para impedir que se cumplan. Glosándolo, siento que la angustia de muerte de numerosos israelíes que en las vísperas mostraban signos de pánico colectivo ante una catástrofe cuyo espectro le replicaba a la Shoah, pudieron haber sido avisadores del fuego. Pero mucho tiempo después comprendí que, lamentablemente, ellos  fracasaron post facto por las consecuencias imprevistas de la fulminante victoria de Tzahal.
En efecto, inmediatamente después de la victoria sobre los egipcios, cínicos militares y eufóricos civiles israelíes irracionalmente decidieron en su borrachera triunfalista aprovechar e invadir también Cisjordania, para completar la anexión de Jerusalén Oriental; no tengo dudas que la estulticia de la victoria de todos ellos colaboró al fracaso de aquellos avisadores del fuego.
También nosotros en Buenos Aires estábamos eufóricos por la victoria, que no nos daba tiempo siquiera para comprender que habíamos pasado de una irracional creencia en la amenaza existencial de Israel a la irracional celebración ahora de la conquista de Jerusalén; tal estado eufórico ni siquiera nos permitía formularnos la pregunta sobre cuál era la necesidad estratégica de ocupar Cisjordania y provocar que más de 300.000 palestinos engrosasen los campamentos de refugiados en el reino de Jordania. ¿Por qué Israel no negociaba la devolución territorial si ya había logrado asegurarse militarmente su existencia amenazada? Si el principal enemigo árabe que cuestionó la existencia de Israel, el Egipto de Nasser, había sido derrotado por Tzahal, ¿cuál era la racionalidad Israelí de ocupar la Banda Oriental con más de 1 millón de palestinos?
Tom Seguev recuerda en su libro sobre la Guerra de los Seis Días que un año y medio antes de estallar, oficiales de Inteligencia de Tzahal, del Mossad y del Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel habían recomendado al gobierno, en un cónclave sobre el futuro de Cisjordania, no intentar invadirla, salvo que el rey Hussein amenazara la frontera con numerosos tanques o Irak derrocara al monarca.
La racionalidad de tal recomendación se basaba en que toda invasión de Tzahal fortalecería el nacionalismo palestino hostil a los intereses de Israel. Sin embargo, en junio de 1967 ese sensato razonamiento estratégico será desechado por el gabinete eufórico con el triunfo bélico.
Mucho menos racional aún fue la decisión del gabinete de ocupar Jerusalén Oriental y restaurar el Muro de los Lamentos: una ola de fervor místico e irracional reemplazó a cualquier otra consideración política o del derecho internacional y un celo ardiente de piedad hacia el santo Muro unificó a judíos religiosos y laicos, tanto en Israel como en la Diáspora. Una expresión de ese asalto a la razón por el éxtasis popular que inspiraba la vieja ciudad de Jerusalén fue la votación en la Knesset el 26 de junio de 1967 para tratar la reunificación de Jerusalén Occidental y Oriental, en la cual hasta un ateo y combativo izquierdista como el periodista y político Uri Avneri votó a favor. Poco tiempo después, Avneri hará su autocrítica y públicamente se disculpará (Uri Avneri, “Whose Confesseth and Forsaked”, Gush Shalom, 10.6.2017).
Tampoco nosotros en Nueva Sion nos atrevíamos a cuestionar la “reunificación” de Jerusalén, e ignoramos casi completamente publicar voces opositoras a que Israel ataque primero a Egipto; por ejemplo, el entonces Ministro de Vivienda del gabinete israelí, Mordechai Bentov del partido MAPAM, arguyó que aún no estaban agotadas todas las alternativas políticas y diplomáticas que podrían evitar la guerra. Además, Bentov fue uno de los primeros líderes sionistas de la izquierda en desmitificar que Israel en junio de 1967 no afrontaba la supuesta amenaza de exterminio, argucia elaborada supuestamente a posteriori, según el político de Mapam, para justificar la anexión de territorios árabes. (Ver su libro, en hebreo, M. Bentov, Israel, the Palestinians and the Left (1971))
La irracionalidad, sin embargo, avasalló simultáneamente a los países árabes derrotados y humillados, especialmente después de terminados los combates. Una temprana expresión de irracionalidad que va a secuestrar a la política palestina y apoyar el comienzo del terror de la OLP fue la conferencia de jefes de estados árabes celebrada el 28 de agosto en Jartún, Sudán. Allí nació el «Frente del Rechazo» que juró los tres No: no reconocer, no negociar, no concluir jamás la paz con Israel.

¿Guerra de los Seis Días o la Guerra de Cincuenta Años?
La Guerra de los Seis Días fue el parteaguas en la historia contemporánea de Israel y también en el Medio Oriente.
Por un lado, fue la guerra más corta de todas aquellas libradas en la zona, pero por otro, la victoria fulminante de Tzahal la transformó en la más prolongada de todas sus guerras, ya que el Estado Judío salió transformado en potencia militar regional, además de la potencia ocupante de territorios palestinos en Cisjordania y Gaza. Pero para crecientes sectores de la población israelí, tanto religiosa como laica, aquella guerra que duró menos de una semana será transformada rápidamente en el permanente e ininterrumpido combate que prolongaría la guerra de Independencia israelí de 1948/49 hasta nuestros días. Por su parte, las secuelas de esa guerra será sufrida por los palestinos como prolongación esperada y temida de la Naqba.
Sin embargo, al conferirle carácter de acontecimiento fundacional, los colonos judíos asentados en los territorios bíblicos de la Gran Israel, desde 1967, procuran consagrarlos no como tierras conquistadas por una potencia colonial anacrónica, sino como la heredad y el solar santo donde se cumpliría la promesa de la redención mesiánica.
Al conmemorarse medio siglo de la Guerra de los Seis Días, el editorial del diario Haaretz (5.6.17) lamentaba que la memoria de esa contienda bélica aún no descansara en el mausoleo nacional que exhibe a las otras guerras de Israel; por el contario, su espectro victorioso sigue fracturando todos los días a ambos pueblos enfrentados, y horada el carácter sionista y democrático del Estado judío. Nunca ninguna otra victoria como en esta guerra se convirtió en una maldición para todos aquellos que denunciamos la ocupación civil-militar de territorios palestinos, ninguna otra victoria bélica, antes y luego de 1967, alejó tan completamente la esperanza de negociar la paz, al haber transformado al conflictivo pero democrático Israel en un híbrido régimen parlamentario y apartheid colonial.
Sorprendentemente, aquellos colonos que combaten el principio de la partición en dos Estados, uno judío y otro palestino, comparten la posición de nacionalistas radicales árabes para quienes la patria palestina es tan indivisible como los santos lugares de Jerusalén.
Una paradojal expresión de esta dramática situación a la que arribamos a medio siglo de aquella guerra -la cual pudo haberse evitado si israelíes y árabes hubieran privilegiado la razón y no el pánico irracional- es del periodista palestino israelí Odeh Basharat. Él nos propone cambiarle el nombre y llamarla “La Guerra de los Cincuenta Años”.
Yo también prefiero llamarla con este título alarmante, aunque más auténtico, para que nos ayude a extraer lecciones en un próximo aniversario de aquella brevísima guerra que, a pesar de la victoria, desgraciadamente aún no ha terminado cincuenta años después.

* Investigador del Instituto H. Truman, Universidad Hebrea de Jerusalén, director de la revista literaria NOAJ.