Nobel de Literatura 2002 y sobreviviente de la Shoah

El obituario de Imre Kertész, una ficción

El 31 de marzo, a los 86 años, falleció en su Budapest natal el autor de Sin destino, la obra en la que el premiado escritor judío en lengua magiar narra su testimonio sobre la Shoah. Las vicisitudes del destino, llevaron a que Imre Kertész, luego de sobrevivir a Auschwitz y Buchenwald, padeciera también al régimen comunista y hasta el rechazo de muchos judíos húngaros por sus posturas críticas. Y ya hacia el final de su vida, sufriera asimismo manipulaciones de casi todo el espectro ideológico. Precisamente acerca de estas manipulaciones versa este excepcional relato ficcional.
Por Pedro Lerman

Hace una semana, una pequeña revista judeo-húngara me pidió que escribiera, para la sección “obituarios”, curiosamente la más importante de la revista, una reseña sobre la vida del recientemente fallecido Imre Kertész. Para los que no lo conocen, Kertész (se pronuncia “kértes”) fue un escritor judío de lengua húngara, sobreviviente de la Shoah, ganador del premio Nobel de Literatura en 2002.
La revista en cuestión, “Élő Szó” (“Palabra Viva” en húngaro), tiene su ínfima redacción en una oscura callejuela del distrito octavo de Budapest, y allí me dirigí para decirle personalmente a Tibor Merges (Morgenstern), su nonagenario director, que la tarea me sobrepasaba y que no podía realizarla. Al fin y al cabo, le expliqué, yo no había leído a Kertéz en el original, no lo había conocido personalmente, ni siquiera me había interesado por su funeral. Él me observó con pena, diciendo “ya, ya” casi para sus adentros, y me aclaró que justamente por eso, por mi condición de extranjero (dijo “idegen”, es decir “extraño”) yo era la persona indicada para hablar de Kertész. Me explicó que nadie en Hungría era inocente como para hablar de Kertész de buena fe.
Los judíos húngaros le habían dado la espalda por su conservadurismo político, su falta de comunitarismo, y sus palabras acusatorias para con los “Consejos Judíos” durante la guerra. No podían ahora simplemente plegarse al coro funerario con la conciencia limpia. Los gentiles liberales –dijo Merges- no entendían el contenido judío de Kertész. Peor: lavaban este contenido y se apropiaban del escritor para colocarlo en un canon humanista del que Kertész no se sentía parte. El gobierno de derechas, que había decidido hacer las paces con Kertész al final de su vida, para “manipularlo y usarlo como certificado de buena conducta ante Occidente” –esas fueron las palabra de Merges-, intentaría sumar al escritor a un canon húngaro anticomunista, lo que era una burla maliciosa a Kertész y a todos las víctimas de la Shoah (aquí el señor Merges pareció dejar traslucir un dejo personal). Kertész –me explicó- había comparado los totalitarismos nazi y comunista, pero no los había igualado y menos a las víctimas (por primera vez, Tibor Merges levantó su dedo).
En fin, nadie tenía las manos limpias, todos querían algo, todos mentirían, Kertész era el primer y único pilar (aquí me pareció que exageraba) de la “narración verdadera” no sólo de la Shoah sino de la relación entre judíos y húngaros, y entre judíos y gentiles en general. Kertész había dicho lo que nadie quería escuchar, y ahora que había muerto, todos intentarían tergiversarlo, malinterpretarlo, ubicarlo en el lugar equivocado.
“Tú, Pedro, (me pareció aquí escuchar un eco de la voz de mi abuelo) vienes de un país por el que no ha pasado la Historia. No entiendes, no puedes entender, cómo la Historia corrompe a las personas, judíos y gentiles por igual”, me dijo Merges. No me sentí halagado al escuchar esto. Parecía que de alguna manera me asignaban el trabajo justamente por inepto, como si fuera una tarea que requería sine qua non alguien con algún tipo de retraso mental (o geográfico) que lo habilitara, de alguna manera, a decir la verdad por incapacidad de mentir. Le dije entonces que si bien yo había nacido en Buenos Aires, mis abuelos venían de Odessa, es decir del Viejo Mundo. Merges no se amilanó: “La expresión ‘Viejo Mundo’ no significa nada. No significaba nada para Kertész. Él se inscribía en la tradición de judíos no judíos de Europa central y oriental, es decir judíos asimilados que escribían en lenguas no judías. La tradición idish –y aquí me señaló brevemente con la cabeza- es algo totalmente diferente. Son judíos escribiendo en una lengua judía”.
Intenté atacar por el lado macabro: “Mire, mis abuelos huyeron de los pogromos de Petliura –le espeté- donde murieron medio millón de judíos –inventé la cifra o creí recordarla de alguna novela de Aharon Megged-, precisamente la misma cantidad de judíos húngaros que murieron en Auschwitz”. Tibor Merges me miró con una sonrisa tristísima, negando lentamente con la cabeza, pero de alguna manera satisfecho de que yo realmente no entendiera nada y por lo tanto pudiera aportar al obituario las cualidades mentales que se requerían. ¨Auschwitz, -me dijo-, es otra cosa. No me preguntes qué y no hagas comparaciones tontas. Ahora ve, y escribe” concluyó, como aquél que lo dice después de afirmar “el resto es comentario”.
Tomé el tranvía, después el tren suburbano, después un autobús lleno de proletarios y gitanos. Después caminé hasta mi casa. Me esperaban los perros, siempre cariñosos, mi mujer, otro tanto, y comida caliente. Siempre es bueno llegar a casa, a lo que podría llamar –cada vez con menos cautela- mi hogar. No es poco –pensé- un hogar.
El propio Kertész había vuelto a morir a Hungría, contra todo pronóstico, después de vivir veinte años en Alemania, exiliado de toda esa gente que ahora pugnaba por escribir –por reescribir, por inventar, por perpetrar- su obituario. Y sin embargo había vuelto, después de desmitificarse en un reportaje diciendo que había sido “un payaso del holocausto”, es decir que había contribuido con sus mentores alemanes en la indagación eterna de la culpa germana, había dedicado su vida a narrarse ante un poder ya no satánico como el nazi, pero igual de omnipresente: el poder de la civilización anfitriona, la civilización europea, la civilización gentil. No era necesario un obituario para perder la propia narración, la propia casa, la libertad. La vida misma en la Diáspora se encargaba del asunto. Comí y salí al jardín. El cielo no pintaba bien. Era gris con nubes negras, de lluvia. Infinito como la Golá.