Carta abierta

‘No hablen en mi nombre’

Compartimos la misiva de nuestro lector David Selser, donde refuta una polémica expresión vertida por Waldo Wolff, vicepresidente de la DAIA, en el marco del sepelio del fiscal Alberto Nisman en el Cementerio Israelita de La Tablada; al tiempo que manifiesta críticas acerca del nivel de representatividad política de la comunidad judía que actualmente ostenta la entidad.

Hace un mes, en el funeral del Dr. Alberto Nisman, uno de los oradores, muy alto directivo de la DAIA, expresó, entre otros conceptos, el siguiente: «En una sociedad en la que parte de la justicia continúa desaparecida aun después de treinta años de democracia, más verdades como las que estamos escuchando vienen a darnos elementos para que cada persona pueda hacerse de su propio veredicto personal. No tengo dudas que la condena social ya fue dictada y es inamovible. No tengo dudas que muchos la seguiremos condenando» (*).
Nadie de esa organización aclaró en todos estos días que quien así habló no lo hizo en su representación. Del mismo modo que nunca suele aclararse que la DAIA no representa a la totalidad de los argentinos judíos, aunque en su página web luce la cláusula «DAIA – Representación Política de la Comunidad Judía Argentina».
Bajo esta perspectiva y con los sucesos posteriores relacionados con el fallecimiento del fiscal, es ésta una oportuna ocasión para compartir dos ideas.
La primera es que quien suscribe, argentino judío, desea hacer saber que los directivos de la DAIA no hablan en mi nombre, en toda circunstancia que se manifiestan públicamente.
Y la segunda idea es comentar el profundo pesar y el desasosiego que me ha causado la afirmación contraria a la estructura normativa constitucional argentina contenida en esa repetida alusión que hizo el orador reseñado renglones arriba, cuando entronizó el precepto de la «condena social inamovible ya dictada» como valor de la sociedad argentina de las horas actuales.
Desconozco quién o quiénes serían los merecedores o destinatarios de esa supuesta condena social, que incluso parece ser inamovible y, más todavía, que habría muchos que la seguirían «condenando», según se dijo textualmente. Y no logro adivinar quién o quiénes la habrían «ya» dictado. Por ello no haré especulaciones sobre los intereses o móviles que pudieron haber impulsado la mencionada aseveración.
Sí me permito comentar que, más allá de las constantes alusiones que se hacen en la arena de la opinión pública acerca de los claroscuros de la vida en democracia, muy pocas veces, en especial de parte de aquellos que no se cansan de invocarla, se recuerda que la República está delimitada de la tiranía por una frontera severamente descripta al principio del artículo 18 de la Constitución Nacional, cuyo significado puede entenderse con esta sencilla fórmula: una República puede y debe soportar la impunidad de miles de acusados cuando no se logra imponerles sanciones ajustadas a derecho emanadas de los tribunales correspondientes. Mientras ello no ocurra esos miles serán inocentes y deberán ser tratados como inocentes.
Asimismo, una República cede y cae de rodillas cuando se persigue y mete en la cárcel a uno solo de esos inocentes, en el marco de la claudicación moral generalizada resultante de los señalamientos nacidos del fermento de la «condena social».
La herramienta primordial del tirano es la potestad absoluta con la que administra a su exclusivo arbitrio la libertad de los individuos. La sopa donde se cuece el alimento de los pueblos sometidos al tirano es el arraigo positivo en el consciente común de la noción de condena social.
Es altamente revelador el alegato del directivo de la DAIA -aunque no es de su exclusivo uso- dicho justamente en un cementerio: «condena social ya dictada e inamovible». Con ese cartel colgado del cuello de los inocentes recula la humanidad hacia el medioevo inquisidor, hacia la Francia de Dreyfus, hacia la Europa nazi, hacia los Estados Unidos de Sacco y Vanzetti, hacia el proceso local cívico militar de 1976.
Es cuando predomina la lógica de la «condena social ya dictada» en lugar de su contracara, el enunciado liberador que procura «Memoria, Verdad y Justicia». El salmo tramposo, fácil e hipnótico del tirano versus la movilizadora consigna que, incluso en el árido de la incertidumbre, lleva a los espíritus transidos por la tragedia a cultivar la esperanza, a ser militantes insobornables, a actuar como integrantes inteligentes del colectivo, a desterrar la venganza como objetivo, a encontrar y construir puentes, a ser menos uno y más el otro.
David Selser
DNI: 12.010.156