4/11/1995: Asesinan a Yitzhak Rabin

El parricidio del pueblo israelí

El asesinato de Yitzhak Rabin puede ser considerado como un crimen culminante de los grandes martirologios del siglo veinte, con todas sus tragedias, genocidios y epopeyas. La historia lo ubica en la línea de magnicidios que troncharon las vidas de líderes y estadistas como el Mahatma Gandhi, John F. Kennedy, Martin Luther King, Anwar El Sadat, Olof Palme e Indira Gandhi. Como en todos esos casos, su muerte, lejos de terminar con su causa -la causa de la paz-, la reforzó hasta asociarla de manera inseparable al destino de su pueblo.
Por Fabián Bosoer *

Rabin había sido uno de los padres fundadores del moderno Estado judío. Soldado de todas sus batallas, militares y civiles; el soldado y el político, marcado a fuego por la dura realidad de edificar una nación en medio de la hostilidad de sus vecinas, entendió que había llegado otro tiempo y que la historia le ofrecía la oportunidad crucial del cambio anticipatorio, del giro fundamental.
La paz ya no sería el resultado de la victoria de unos sobre otros. Tampoco la consecuencia del terror disuasivo y la amenaza permanente. Había que buscarla yendo a las raíces del conflicto. Había asumido como propia la mayor de las batallas, la más dificultosa; aquella que implicaba cumplir con el mandato bíblico: “Convertir las espadas en arados”. Pero no sólo hacia adentro, no sólo para el pueblo judío que había hecho realidad el sueño de la Tierra Prometida; sino entre el pueblo judío, que había llegado a destino y había edificado los cimientos de una nación nueva, y los pueblos árabes, sus vecinos. Sobre todo, había que avanzar un paso más y reconocer los derechos del pueblo palestino a hacer lo que tanto esfuerzo y tanta lucha había costado al pueblo judío; tener su propia casa.

Entendió Rabín que se trataba de una tarea compartida. Que la trinchera ya no estaba en las fronteras que dividían a un pueblo de otro pueblo, a un ejército de otro ejército, sino que la escisión empezaba a producirse dentro mismo de cada pueblo entre las mayorías que decían “ya no más guerras”, “ya no más la amenaza permanente”, “ya no más mi vida a expensas de la de mi vecino”, y aquellos que habían nacido, habían crecido y se habían formado en un clima de intolerancia, prejuicio, miedo y odio; aquellos estigmas que había que remover dentro mismo de cada sociedad.
Y así fue. Rabin comprendió el mensaje de este tiempo y fue clarividente en su diagnóstico del escenario internacional que se nos estaba configurando. Los bloques geopolíticos e ideológicos caían, las guerras estatales se convertían en guerras civiles o en nuevas guerras de religión, con componentes de racismo, ferocidad y crueldad como no se habían conocido desde la Segunda Guerra Mundial.
Por otra parte, la internacionalización de la democracia y de los derechos humanos ofrecía la posibilidad de ir hacia el entendimiento y construir nuevos espacios de convivencia, acuerdo y respeto en las relaciones entre los pueblos. Cuando ello no ocurría, se abrían profundas grietas y se abatía la violencia y el terror sobre las poblaciones civiles desarmadas, convertidas en principales víctimas de los antiguos conflictos irresueltos. De manera que había nuevas y tremendas amenazas, pero también nuevas y únicas oportunidades.

Rabin se jugó de este modo, codo a codo con Shimon Peres, por el diálogo, la negociación, la búsqueda del acuerdo con quienes habían sido sus enemigos. A pesar de la intransigencia fundamentalista y del terrorismo que golpeaba donde más podía doler. A pesar del nacionalismo extremista y belicista. Y llegaron los Acuerdos de Oslo, la paz con Jordania, la cooperación con Egipto, el reconocimiento de la Autonomía Palestina, el premio Nobel de la Paz.
Y llegó aquel discurso en esa multitudinaria manifestación por la paz en la plaza central de Tel Aviv, un 4 de noviembre de 1995, en el que se reconocía “profundamente conmovido” porque el pueblo israelí había demostrado que la paz no era sólo una plegaria y que, pese al dolor y los golpes que encontraba, se trataba del único camino que merecía recorrerse. Sabemos que fue allí, en esa plaza, al concluir ese discurso, donde fue asesinado por un extremista judío, un hijo de su propio pueblo. De inmediato pareció que la sociedad israelí había caído presa del abatimiento. Que el curso de los acontecimientos aconsejaba un repliegue. Que habían quedado más vulnerables y expuestos frente a la beligerancia y la hostilidad. Esa percepción abonó el camino de los duros tiempos que vendrían luego, con los gobiernos de Ariel Sharon y Benjamin Netanyahu que llevaron al poder a los sectores derechistas más arabófobos.

“Durante 27 años fui un soldado –decía Rabin en una entrevista realizada poco antes de su muerte- y combatí en todas partes cada vez que fue necesario. Sin embargo, nunca dejé de desear fervientemente una solución que lograra, no ya el reconocimiento de Israel por parte del mundo árabe sino la reconciliación de ese mundo árabe con el Estado judío”. De manera que no solamente era el cese de las hostilidades, la coexistencia. Se trataba de algo más y más profundo: del reconocimiento recíproco. A pesar de todo, la semilla de la paz compartida estaba sembrada. Si su asesinato fue una acción parricida para el pueblo judío de Israel, la llama encendida de su legado acompaña siempre la promesa de un nuevo nacimiento.

* Periodista y politólogo.