Muerte digna, matrimonio igualitario, aborto…

Por una mirada judía abierta a la ampliación de los derechos

No es casual que frente a los grandes cambios que se vienen planteando a nivel nacional, institucional y legal, las dogmáticas religiosas vuelvan a manifestar su condición conservadora. Entienden que una sociedad abierta puede desarticular la fuerza de su sistema coactivo de normas y fieles. Y tienen razón.

Por Darío Sztajnszrajber

En estos tiempos de tantas fragmentaciones identitarias y desmontajes de certezas, los debates sobre la naturaleza del judaísmo van adquiriendo nuevos relieves. En especial, cuando algunos de los encasillamientos tradicionales ya no constituyen categorías que puedan brindar un marco a las cada vez más entreveradas y entrecruzadas búsquedas de identidad.
Tal vez sea demasiado contundente comenzar con tamaña afirmación: “Hoy ya no tiene sentido seguir clasificando a los judíos entre judíos religiosos y judíos seculares”, sobre todo porque más que una afirmación es una hipótesis de lectura, un intento por comprender las nuevas ramificaciones de una identidad judía que siempre se reinventa. Una conjetura tiene como virtud abrir una posible indagatoria y experimentar sentidos diferentes a los usuales, aunque tiene como defecto que muchas veces sus supuestas brillantes conclusiones muy poco tienen finalmente que ver con aquello que buscaban explicar. Una paradoja más de las tantas que conforman nuestra existencia paradójica.

La taxativa clasificación entre judíos religiosos y seculares supone una taxativa definición del judaísmo religioso y del secular. O por lo menos supone que estas definiciones continúen aun vigentes. El problema es que esta clasificación de origen moderno tiene que poder dialogar con el actual paradigma posmoderno, incluso en aquellas caracterizaciones que entienden a lo posmoderno como un pliegue más de la modernidad. De hecho, la misma distinción entre religiosos y seculares –más allá de su incidencia en lo judío- vive tiempos de ambigüedad y pérdida de contornos. Esto no significa que ya no haya religiosos o seculares, sino que se ha producido un proceso de honda transformación en ambas posiciones, cuyo resultado más inmediato es la opacidad de sus límites y la yuxtaposición de muchas de sus manifestaciones. O para decirlo según las ideas del pensador Gianni Vattimo: si la misma idea de la verdad absoluta está en crisis, la distinción entre ateos y creyentes carece de sentido. Se ha caído algo más fundacional; aquello que podía servir de soporte y brindar legitimidad tanto a una como a la otra postura.
Tal vez el desafío hoy pasa por comprender que así como la historia de nuestra cultura es una historia de diasporización y mixturación incesantes; del mismo modo, ante la crisis del paradigma de la modernidad, hoy se estén produciendo nuevas hibridaciones que reinventan los parámetros con que la identidad judía se fue desplegando en los últimos siglos. Y resulta útil repetir aquí que la idea del judaísmo como religión es bastante reciente, así como son más recientes aún las etiquetas de ortodoxia y reformismo.

Los administradores de la normativa
En definitiva, lo que está en juego es otra cosa. Son las instituciones judías y su principal herramienta de coacción: la normativa. O incluso algo peor: la normativa dogmática, ya que se puede sostener una normativa identitaria, pero que no se cierre a la transformación. Sólo los administradores de la normativa insisten en la permanencia de las categorías estancas para poder delimitar bien su terreno de dominio. A nadie le conviene menos la hibridación entre religiosidad y secularismo que al poder institucionalizado.

Las categorías se transforman. Se puede ser judío secular y creer en Dios, aunque seguramente este Dios no sea el que estrictamente la religión institucional promulga con sus rasgos, sus leyes y sus mandatos. Hace rato que Dios se ha desmonopolizado de las instituciones religiosas y se ha vuelto un concepto que nos permite repensar nuestra relación con las cuestiones existenciales que hacen al sentido de las cosas. Incluso nuestra conexión con la creencia no tiene que estar asociada a la certeza o a la verdad. Reivindicar la naturaleza originaria de la noción de creencia es en algún sentido emanciparla de su propensión a la afirmación de absolutos. Creer, en definitiva, es una de las formas de la duda y no de la certeza. También se puede ser judío religioso, en el sentido de practicar ciertas ritualidades provenientes de la ley judía, y sin embargo ser ateo. No es una condición necesaria la creencia en el Dios de la tradición para seguir la tradición: basta con querer ser parte de una huella, o entender la religiosidad como una búsqueda e incluso como una ética.
De este modo entra en crisis una idea clave de los judaísmos religiosos: la construcción de su verdad en función de su normativa. Una normativa es un conjunto de reglas que pretenden administrar y juzgar las prácticas cotidianas de la vida judía. Y en general, como en toda normativa religiosa –judía y no judía- se busca fijar los límites de inclusión y exclusión comunitarios. Es difícil encontrar sistemas normativos demasiados abiertos a la transformación permanente. Demasiado cambio suele generar cierta desconfianza y descompromiso, cuando no un estado de perplejidad que se resume en la máxima: si todo cambia, ¿por qué cumplir? Y en este sentido, una de las formas más típicas de sostener legalidades inmutables es afincarlas en un concepto de verdad fuerte que en general cobra más fuerza si se encuentra fundado en algún origen sacro, revelado, extático, en una palabra, arcaico y venerado. Y aunque haya corrientes que entiendan el sentido en movimiento de la misma idea de halajá, asociada a caminar, sin embargo, es un movimiento que no puede romper los límites más raigales que hacen a la identidad judía.

Una sociedad que se reinventa
De este modo, no es casual que la gran mayoría de las corrientes judías religiosas se haya manifestado en contra de todas aquellas leyes que en la Argentina pretenden generar cambios importantes en relación a prácticas discriminatorias, injustas, jerárquicas, autoritarias, y de una fuerte connivencia con ciertos grupos de poder, tradicionales y conservadores. Lo interesante es que el saber judío es antes que nada un saber hermenéutico, y salvo el literalismo metafísico naturalista más exacerbado, todas las corrientes religiosas -desde la ortodoxia hasta el reformismo-, se plantean en términos de interpretación de las fuentes y sus leyes. Pero una interpretación es siempre un ejercicio de relectura que supone una distancia con el supuesto original y sobre todo un fuerte contacto con lo otro de sí mismo. A veces se siente la impresión de querer sostener una hermenéutica a medias, donde la interpretación juega sólo cuando no se desarman ciertos lugares estancos nodales al sistema normativo.
Afirmar que el judaísmo está en contra del matrimonio igualitario porque hay párrafos en el Levítico donde se llama a abominar la relación homosexual es una justificación literalista que no se condice con la intención interpretativa de otros párrafos de la Torá, ya que acordemos que los mismos que sostienen la validez de este texto del Levítico, no creo que sean tan literalistas a la hora de leer aquel mandato que exige no cobrar interés a un miembro del pueblo frente a un préstamo o a abrir la tienda siempre y de modo incondicional al extranjero.

No es casual que frente a los grandes cambios que se vienen planteando a nivel nacional, institucional y legal, las dogmáticas religiosas vuelvan a manifestar su condición conservadora. Entienden que una sociedad abierta puede desarticular la fuerza de su sistema coactivo de normas y fieles. Y tienen razón. Lo que está en juego es mucho más que una ley de identidad de género, de muerte digna o de despenalización de las drogas y del aborto. Lo que está en juego es la constancia de una sociedad que se reinventa todo el tiempo. Una sociedad en constante transformación supone un debilitamiento de las fronteras propias de las religiones institucionales.

Comulgar con las minorías perseguidas
Desapegar la sacralidad de las fuentes de su entrelazamiento esencial con la verdad, es una manera de asumir que las fuentes sagradas son sagradas, no porque sean verdaderas, sino porque son nuestras. La actual hibridación entre religiosos y seculares nos brinda un horizonte de diversidad y democracia único en la comunidad judía. Ya no es la religión tradicional la que monopoliza la práctica de vida judía. Ser judío no sólo es seguir una práctica normativa de acuerdo a los mandatos de la sabiduría judía tradicional. Ser judío también puede ser, más allá de religiosos y seculares, apostar por una sociedad más abierta, más encaminada a su propia resignificación y sobre todo más justa con los grandes derrotados de la historia.
Es importante no olvidar que estas leyes ya promulgadas o próximas a debatirse suponen por sobre todas las cosas cierto estado de redención para aquellas minorías que por diferentes motivos fueron discriminadas o sufrieron diversas persecuciones, acusadas de anormales, antinaturales, ignorantes o enfermas: homosexuales, transexuales, mujeres que mueren en abortos clandestinos, jóvenes en situación de indigencia.

Hay una interpretación de lo judío que se siente muy sensible o afín con las minorías perseguidas y no puede no comulgar en una misma lucha. O por lo menos, como judíos, sería interesante avalar cualquier reforma pública para que cualquier ciudadano pueda elegir construir su propia historia.
Sin embargo, las religiones institucionales siguen temiendo que una apertura ciudadana implique un debilitamiento mayor de sus estructuras de coacción. Tal vez tengan razón. Una reforma más radicalizada supone partir de una reformulación del carácter religioso o secular de lo judío. ¿Qué es ser un judío religioso o un judío secular hoy en la Argentina? No me cabe duda que en su mixturación, mucha normativa se nos viene abajo, pero sobre todo se nos abre la posibilidad de pensar lo judío desde un lugar más emancipado y abierto a una sociedad más justa.