De Theodor Herzl a Yair Lapid

La ilusión del consenso en el sionismo post político

¿Qué hay en común entre la predilección de los israelíes por una “coalición amplia” (como la actual), y el relativo éxito mediático y electoral de los partidos de “tercera vía”? El autor repasa la historia de la noción de lo político en el sionismo, y sugiere que Israel es hoy escenario de un fenómeno de superación de antagonismos, que, en definitiva, es un peligro para la vigencia y desarrollo de su democracia.

Por Yoel Schvartz

Uno se despierta una mañana y descubre que durante la noche un acuerdo político ha generado un hecho casi sin precedentes. La entrada de Kadima a la coalición de Gobierno encabezada por el Likud implica que Israel tiene hoy una realidad poco común en su propia historia y en la historia de los países democráticos. Una coalición de Gobierno que cuenta con una mayoría del 79% (94 parlamentarios sobre 120), que cobija desde los representantes más conspicuos de la derecha territorialista hasta ex-laboristas que activamente apoyaron los acuerdos de Oslo, desde los defensores de un discurso socialdemócrata hasta los cultores del capitalismo más salvaje. Una coalición sin precedentes que, dicen, podría torcer el rumbo del país en todos los temas significativos, desde el problema iraní hasta la paz con los palestinos, desde el agudo problema de la vivienda hasta la ansiada reforma del sistema político que termine de convertirnos en un Estado de Derecho.
Uno piensa que una coalición así sólo puede en última instancia sobrevivir si soslaya las diferencias, si afirma la presunción popular o confirma la sospecha de que “son todos lo mismo”, si niega o minimiza los antagonismos sociales en cuyo nombre sus actores fueron elegidos para participar del juego democrático. Es decir, si reniega de la política.

Herzl y el inicio de lo político
El 5 de Enero de 1895 fue degradado públicamente en París el capitán Alfred Dreyfuss. 
En los meses que prosiguieron, Teodoro Herzl inició una febril actividad. Se entrevistó ese junio con el barón Mauricio de Hirsch y le expuso someramente su idea de construir un Estado judío independiente como forma de paliar el creciente antisemitismo en Europa. Es probable que al fin de ese encuentro, y como consecuencia de la mutua incomprensión, Herzl definiera los lineamientos generales de un texto al que llamó sugestivamente “Discurso para los Rotschild”.
Precisamente, la audiencia con el Barón de Rotschild se realizó en Londres a fines de julio de ese año, y sus resultados fueron no menos desalentadores. Se evidenció que la familia de financistas no tenía ningún interés en reconvertir sus esfuerzos filantrópicos a un proyecto político. En los meses que siguen, Herzl recorrerá Europa y delineará nuevamente su manifiesto, al que llamará ahora “Discurso para los judíos”. La versión definitiva del texto se publicará el 14 de febrero de 1896 bajo el título de “Der Judenstaat” (El Estado de los Judíos). El resto, como se sabe, es historia.

A pesar de su proverbial temor a las masas, de su ideal de una política aristocrática y manejada “desde arriba”, de su lectura por momentos parcial y superficial de la Historia de las naciones, de su ciega fe en el progreso tecnológico, Herzl logró identificar el vacío más significativo del pueblo judío en la época moderna, el vacío de un poder que pudiera, en una era post mesiánica y secularizada, interpelar a las masas judías y actuar en su nombre. Esos meses, entre julio de 1895 y febrero de 1896, pueden acaso ser leídos como el momento revolucionario por excelencia del Sionismo Político, el momento en el que el sionismo será extraído del ámbito de las viejas fuerzas de gestión de los asuntos judíos y lanzado a la arena de la política moderna. Hasta ese momento, para resolver un “problema judío” (un progrom, el reclamo por algún derecho merecido o negado) se hablaba con Rotschild, con Hirsch, con Montefiori; los herederos del antiguo estatus de intermediarios cortesanos de la Europa Medieval.

Lo que Herzl delineó, al crear el movimiento sionista, fue una “calle judía”, un espacio público de acción política cuyos alcances superarían con creces sus propios objetivos iniciales. El sionismo de Herzl hace nacer la política judía, concebida cómo algo diferente de la competencia salvacionista entre grupos filantrópicos y la gestión técnica de los empleados de estos grupos en el manejo de “las cosas judías”. La política concebida como un espacio capaz de reflejar los antagonismos inherentes a toda sociedad moderna, que cristaliza e interpela a las plurales identidades colectivas de los judíos, y por tanto una herramienta constituyente y transformadora de la realidad.

De la calle judía al Estado judío
Esa calle judía vibró en la Buenos Aires, la Lodz o la Nueva York de principios del siglo XX, en los diarios en yidish o en hebreo y en las novelas de Sholem Aleijem, en las peleas entre los sionistas y el Bund, en la creación de Agudat Israel (hoy hace cien años), justamente para oponerse políticamente al sionismo desde una identidad colectiva, la ortodoxia, transformada en proyecto político.
Esa calle judía vibraba en Jerusalén y sobre todo en Jaffa, en Rishon LeTzion, en los kibutzim y moshavim, en las reuniones sindicales y políticas en los sótanos de Haifa o de la recién fundada Tel Aviv, en las que jóvenes revolucionarios creaban la matriz social de un Estado en camino.

Así nace el Estado de Israel como una sociedad fuertemente ideologizada, en la que las pasiones políticas marcaban la cadencia de la cristalización de las identidades colectivas. Acaso un resabio de esa pasión política, de esa sociedad movilizada en pos de utopías mutuamente excluyentes (por usar una feliz expresión de Amos Oz), permanece aún hoy en la fervorosa opción por lo contingente que expresa la mayoría de los israelíes, aun en forma pasiva, por ejemplo en la predilección por los programas de noticias de la TV. Hace décadas que el noticiero del horario central continúa siendo el líder imbatible del rating. Acaso pueda decirse que una sociedad en la que persiste un estado de inseguridad existencial, producto de las sempiternas amenazas externas, no podía ser de otra manera y esa tensión por lo político debería mantenerse naturalmente.

La Ilusión del Tercer Camino
Y sin embargo, desde hace tres décadas, un fantasma recorre la política israelí. Cada cierta cantidad de tiempo una parte de la sociedad israelí se hastía de los “partidos tradicionales” y de los antagonismos que expresan, y eligen adherir a quien les promete generar consenso: “una nueva política”, “una tercera vía”, “un camino central”, “una gestión sin políticos”. Así fue con DASH, el partido del ex general Igal Yadin en 1977, un partido que prometía una política “limpia”, cuya excelente elección contribuyó al primer ascenso del Likud al poder con Menajem Beguin.
Así fue con “La Tercera Vía”, un partido de ex-laboristas que se escindieron en los ´90 escandalizados con el sorprendente espíritu negociador que empezó a revelar el viejo y duro general Itzjak Rabin. Así fue con el “Partido de Centro” y más cercano en el tiempo, el Shinui de Tommy Lapid o el Partido de los Jubilados del ex agente del Mossad Rafi Eitan.
Así fue por sobre todas las cosas el Kadima de Ariel Sharon y Shimon Peres, de Jaim Ramon y Tzaji Hanegbi, la unión de los enemigos irreconciliables para construir “otra política”.
Y hoy es Yair Lapid, un periodista pintón y de buena labia que se presenta con su partido “Iesh Atid” (Hay Futuro) como el vocero de una clase media laica ahogada por los impuestos y la burocracia, y cansada de servir a un Estado que ignora sus reclamos.

¿El fin de la política?
¿Qué hay en común entre la predilección de los israelíes por una “coalición amplia” (como la actual) -a pesar de que las coaliciones amplias difícilmente se han demostrado como gobiernos efectivos en la historia israelí-, y el relativo éxito mediático y electoral de los partidos de “tercera vía”?
Ambos son expresiones de una ubicua nostalgia por el pasado judío pre-moderno y pre-sionista, por la imagen de una sociedad judía armónica y unificada en torno a un conjunto de prácticas religiosas. Que esa nostalgia no resista un análisis histórico serio no sería tan grave como el hecho de que una comunidad religiosa, real o imaginada, no puede constituir a largo plazo el fundamento de un Estado soberano habitado por identidades colectivas plurales.

Esta nostalgia pre-política expresa una realidad problemática para la democracia israelí. La predilección por una política de “consenso” por sobre una política que cristalice los antagonismos y que dé cuenta del carácter excluyente de proyectos diferentes de país, genera, como bien ha escrito Chantal Mouffe, dos fenómenos paralelos. Por un lado, naturaliza un orden político determinado (que siempre es contingente y nunca es “el orden inmutable de lo dado”), y hace que los ciudadanos pierdan el vínculo con las decisiones que se toman sobre ellos y a sus costas. De allí no hay más que un paso a solicitar “que se vayan todos”, abstenerse de votar o votar a partidos que de tan sectoriales terminan siendo una ingratamente sorpresiva bolsa de gatos (véase, nuevamente, el caso del Partido de los Jubilados en Israel).
Por el otro lado, al excluirse los antagonismos sociales del terreno de lo político, éstos encuentran sus canales de expresión por fuera de la política, en la violencia, la xenofobia, y las diferentes metodologías de pateada de tablero que se cuecen en los inquietantes suburbios cada vez más colindantes con el centro de la sociedad israelí.

Lo político en la calle
Escribo esta nota mientras se cumple un año de la protesta social que lanzó a la calle a un millón de israelíes a gritar que, ellos también, estaban indignados. Más allá de su relativa falta de “éxito” en la concreción de reivindicaciones específicas, que siguen esperando y aparentemente seguirán esperando frente un gobierno que hoy parece imbatible, por lo menos en los números, los jóvenes indignados consiguieron sacar de nuevo la política a la calle.
Consiguieron que miles de israelíes comenzaran a preguntarse qué se hizo con aquél Estado benefactor, y a cuestionarse la enorme disonancia entre el mentado crecimiento de la economía de la “start-up nation” por un lado y la reducción concreta de la capacidad económica de los israelíes de a pie.
Consiguieron, en definitiva, empezar a desarmar de a poco el edificio del consenso y volver a colocar en la calle el grito, la pasión, las armas de la crítica y la capacidad de proponer alternativas al orden existente. Frente a la realidad de una coalición hegemónica y al fantasma de la post política, esta proyección a futuro es una necesaria buena noticia.