Un intelectual talentoso y contradictorio

La reciente desaparición del escritor y crítico David Viñas - a los 83 años de edad, luego de breve internación- representa una enorme pérdida para el acervo cultural argentino y no ha suscitado la repercusión mediática que su vida y su obra merecían.

Por Ricardo Feierstein

Figura fundamental en el campo de la cultura de la segunda mitad del siglo XX, presidente de la FUBA durante su paso por las aulas universitarias, obtuvo el Premio Nacional de Literatura con su primera novela (“Dar la cara”, 1956) y revolucionó la manera de abordar las relaciones entre la historia y la producción intelectual con su ensayo inaugural en dos tomos: “Literatura argentina y realidad política” (1964). Desde esa época, sus obras escritas en ambos campos -la creación narrativa y la crítica-, sus actitudes políticas, sus polémicas permanentes y su presencia en los debates centrales del país lo convirtieron en un referente de peso. Entre sus obras se cuentan las novelas “Un dios cotidiano” (1957), “Los dueños de la tierra” (1958), “Los hombres de a caballo” (1967) y muchas otras, hasta “Prontuario” y “Tartabul” en los últimos años.

Se exilió durante la última dictadura -que secuestró y desapareció a sus dos hijos- y tuvo actitudes polémicas, que no empañaron su trayectoria, pero destacaron un aspecto creciente de su personalidad: multiplicar los puntos de fuga.

Así como su prosa periodística disparaba de manera sorpresiva hacia otros temas extraños y reveladores – como muestra de su inagotable formación-, tuvo actitudes contradictorias. Solicitó la Beca Guggenheim a Estados Unidos, pero la rechazó al serle otorgada. Fue uno de los primeros firmantes de la Carta Abierta de intelectuales que apoyaron la política kirchnerista frente al campo, pero al poco tiempo se despachó sin contemplaciones contra el Gobierno. Recuerdo haberlo invitado a participar en la antología “Cien años de literatura judeoargentina (1889-1989)”, que preparé para el primer siglo de la llegada de la inmigración judía organizada al país, y se excusó respetuosamente -a través de un conocido común- señalando que no se sentía identificado con ese tipo de caracterizaciones, ya que prefería hablar de escritores argentinos a secas. A los pocos años, en una colección que dirigió para una editorial del país, publicó una antología de relatos de escritoras… judeoargentinas. Ese era David, una figura querida y discutida por muchos, pero de impar estatura intelectual e inevitable para entender el acontecer de su tiempo.

Un aspecto poco conocido de su trayectoria ocurrió en el año 1957: el Instituto Judío de Cultura e Información le otorgó al entonces joven treintañero, junto al profesor Rodolfo Mondolfo, el “Premio Alberto Gerchunoff” de esa institución, “cuyo propósito es honrar la memoria del gran escritor judeoargentino y, al mismo tiempo, señalar a la consideración pública obras esencialmente afines con los ideales y normas de aquel compatriota ejemplar”, como señalara Samuel Tarnopolsky en nombre de la entidad. Para aquel entonces, egresado de la Facultad de Filosofía y Letras y profesor titular de Literatura Argentina en la Universidad del Litoral, Viñas era también codirector de la revista literaria “Contorno” (que sería fundamental en el debate cultural argentino) y la obra galardonada -la novela “Cayó sobre su rostro”– aparece, a juicio de los jurados,  “como beligerante frente al pasado argentino, hace el proceso de una clase social y se incorpora a un momento de nuestra literatura que puede llegar a ser importante y ya es significativo de capacidad novelística y vocación temática: desentrañar lo nacional. El Jurado eligió su obra después de varias votaciones.”

Viñas agradeció la distinción con un emocionado recuerdo de su abuelo materno, un inmigrante judío llegado hacia el Centenario, que volvía a su memoria en ese momento (ver aparte). Recuperaba de esa forma una parte de su identidad que, aunque no fuera explícita en la mayor parte de su obra (salvo quizás en la novela “En la Semana Trágica” y en varios reportajes donde se refirió con afecto a sus ancestros), siempre apareció ligada a su experiencia vital y nunca fue negada. Más aún: hijo de un importante juez patagónico y una muchacha judía, su padre insistió en hacerle cursar el Liceo Militar en su adolescencia, etapa en la que David Boris Viñas (tal su nombre completo, “Bérele” para su abuelo) debió enfrentar no pocos incidentes antisemitas por parte de sus compañeros de estudio, tal como solía relatar a algunos de sus alumnos.

Recorrido similar al de otros escritores argentinos con raíces judías como Pedro Orgambide (Gdansky por parte materna, cuya progenitora fue maestra en el Hogar Israelita Argentino de Niños y tuvo entre sus internos al conocido periodista argentino Gregorio Selser) o Humberto Costantini y su familia sefaradí judía italiana, ambos descubriendo sus raíces de manera impactante, cuando atravesaron la experiencia del exilio mexicano durante la dictadura militar argentina.

Aunque, desde luego, eso no agota ni explica las múltiples facetas de estas personalidades fuertemente integradas a la sociedad argentina, incorporarlos al acervo histórico de la comunidad es, simplemente, un acto de justicia.

 * Periodista y escritor

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                                                   RECUERDO DEL ZEIDE

                                                                                                 Por DAVID VIÑAS *

 Instituto Judío Argentino de Cultura, Premio Alberto Gerchunoff, Alberto Gerchunoff, Los gauchos judíos… Todo eso, sobre todo los dos valores culturales implícitos, me recuerdan a una persona: a un viejito que usaba un rancho negro, de unos que ya no se ven, salvo en las plazas, en los atardeceres; un viejo que llevaba bastón de caña con un clavo en la punta destinado a pinchar pedazos de diarios viejos y leerlos al pasar, un viejo de un pantalón fantasía arrugado en las rodillas que me tomaba de la mano y me llevaba a caminar por Plaza Irlanda. Tenía una piel áspera, cuarteada, como la de las patas de gallina. Más adelante, con el andar del tiempo, nos sentábamos en el borde de un lago en el parque Lezica o contemplábamos a los fotógrafos que no trabajaban y discutían sobre la guerra del Chaco: Villa Montes y Estigarribia. El viejo se quitaba el rancho negro y cambiaba cuidadosamente la hoja de diario que ponía debajo del filete de cuero, me ataba los cordones de los zapatos, contemplaba las nubes, se quejaba un poco de algo que había olvidado a medias o le daba cuerda a un reloj gordo. Echaba aliento, desplegaba el pañuelo y pulía las sucesivas tapas de su reloj. El zeide.

Siempre repetía que no lo habían dejado entrar a los Estados Unidos porque tenía conjuntivitis y recordaba la aduana de algún puerto ruidoso. Él se había embarcado con destino a los Estados Unidos, pero la conjuntivitis. Aquella aduana, los gritos, su conjuntivitis. Había optado por la República Argentina. El zeide. Usaba un rancho negro de esos que ya no se ven. Lo enterraron una mañana en un cementerio que queda sobre uno de los bordes de Buenos Aires. El zeide. Un viejito judío que había tenido conjuntivitis y que llegó a Buenos Aires alrededor del Centenario. Tenía una mirada de asombro, como de desconcierto. Simplemente quería acordarme de él con motivo de Gerchunoff y del Instituto Judío Argentino. El zeide. Era mi abuelo y hablaba muy poco. Me decía “Bérele”.

Después, este asunto de los premios. Ya me resulta algo abrumador. Sobre todo tener que compartirlo con Rodolfo Mondolfo, gran exegeta del marxismo. Sólo se me ocurre pedir un largo tiempo para justificarlo de algún modo: medio siglo es exactamente la diferencia que existe entre mi compañero de premio y yo. No exigiré que se me abra un crédito de medio siglo, no, sería demasiado y ustedes dirán que la fianza es larga, pero sí solicitaré algún tiempo por delante para ratificarme realmente, hacerme acreedor a esta extraña suerte de camaradería.

Y por último, una pretensión personal: aprovechar esta oportunidad para, de alguna manera, hacerme portavoz de mi generación. Somos una evidente e indiscutible camada de hombres y mujeres que nació alrededor de 1930, que pasó su infancia bajo una década que fue llamada infame y que a lo largo de otra -absurda, ambigua, equívoca- se formó y tomó posiciones. Tenemos pocas cosas claras, pero creo que, en forma definitiva, creemos que nuestra faena se está dando aquí y se debe dar aquí, y no por un estrecho nacionalismo geográfico, sino por un dramático sentido de nuestra comunidad. Aquí porque será la única forma de lograr un estilo propio, una auténtica expresión y- es obvio- alguna posible trascendencia. Y el aquí ni nos complace ni nos justifica ni nos salva por su solo enunciado o su sola posesión. Entendemos que nuestra tarea negará por igual cualquier optimismo bonachón como cualquier pesimismo o fatalismo quejumbrosos. Creemos en el trabajo como la única posibilidad de cambio de lo que nos ha sido dado, como única manera de interpretar nuestro contorno. De interpretarlo y de cambiarlo, claro está. Queremos crear y ansiamos la crítica paralela, constante, sin complacencias ni terrorismos, ya lo hemos dicho. Acción y reflexión son los dos términos de nuestro proyecto. De la misma manera que jamás hemos pretendido negar el pasado, sino entenderlo y superarlo, rescatando lo que fuera válido y utilizable para emplearlo, incluso, de apoyadura. Jamás jugamos a los niños traviesos que se dedican a destrozar. Eso era gratuito y artificial. Mucho más coherente era interpretar lo que ya estaba hecho con un lúcido sentido dialéctico, de más y menos, de negación y aprobación, de eliminación y de asimilación. (…) Pretendemos vivir la vida como una aventura, con arrojo, no como piezas mansas de un escalafón. (…)

 

* Palabras al recibir el Premio Alberto Gerchunoff, 1957.