Cuaderno de un psicoanalista

Durante las últimas semanas se distribuyó en librerías el último libro de ficciones de Ricardo Feierstein: “Cuaderno de un psicoanalista”, que lleva el  sello de  Ediciones B (filial Argentina del grupo zeta, de Barcelona). Novela “carnavalesca”- si nos atenemos a la definición del formalista ruso Mijail Batjin-, se desarrolla en dos niveles simultáneos.

Se reproduce uno de los textos del libro. 

En El primero, reproduce los sueños de un paciente no identificado del famoso Dr. X, tras cuya desaparición el cuaderno con las notas de profesional fue a parar- al donarse sus escritos- a las manos de un bibliotecario de barrio. En el segundo, que se desarrolla en la parte inferior de las páginas, este último discute, analiza o imagina sus propias interpretaciones de ese material onírico y, de hecho, construye otro relato.

Anticipo:

Volver a mi (antigua) casa

Estoy viajando en un colectivo porteño,hacia la esquina de Alberdi y Nostalgia, donde está el hogar de mi infancia. El lugar donde nací y viví hasta los treinta años. Mi patria. El vehículo avanza por una lateral a la calle  Mariano Acosta- al estilo de Membrillar o Lautaro, donde circulaban las líneas de transporte en esa época- y cruzaremos la avenida Nostalgia a unas cinco cuadras de mi
antiguo domicilio.
Cae el crepúsculo sobre Buenos Aires. El cielo está nublado y algo inestable, con ráfagas de un viento frío que anuncia el invierno por venir.
Me parece haber llegado a destino. Oprimo el timbre, el vehículo se detiene, bajo a la acera. Arrebujado en el saco, comienzo a caminar. Tengo cierto apuro por abrir esa querida puerta de calle e ingresar a mi lugar seguro, conocido y acogedor, cuyas paredes están pobladas de recuerdos de un tiempo feliz. En un momento, comienzo a trotar: así combatiré el frío de la noche que avanza y estaré más rápido allí.
El paisaje, imperceptiblemente, cambia. Hay menos casas de las que recuerdo, algunos terrenos baldíos, pasto mal cuidado en las veredas. Muy pocos transeúntes. No reconozco mi antigua calle, ni el vecindario, ni el dibujo de las veredas, aquellas que me jactaba de conocer de memoria y con las que ganaba siempre apuestas con mis amigos, avanzando con la mirada en el suelo y detallando los ocupantes de cada una de las viviendas cuyo borde atravesábamos, sólo a partir de los colores de sus baldosas, aprendidos durante años de intensas idas y vueltas juguetonas: “estamos en la peluquería, ahora es el café del portugués, aquí comienza la vidriera de la librería…”.
Quizás el barrio ha cambiado, hace mucho que no regreso a él. Apresuro la marcha, voy más rápido aún. Las nubes se están cerrando allí arriba y, si comienza a llover, todo será más desagradable, no estoy equipado para esas circunstancias.
Los alrededores de mi caminata son cada vez más descampados. Esto no coincide con mi amada avenida Nostalgia. Es ancha como aquella, sí, pero aquí hay calles de tierra que la cruzan, ahora las casas son realmente dispersas y muy humildes. “Me equivoqué de parada al bajar del colectivo”, pienso. En la ansiedad por refugiarme en ese domicilio del corazón, descendí antes del punto de llegada. Trato de tranquilizarme: “si sucedió así, significa que Nostalgia queda a mi izquierda. Sólo debo girar noventa grados hacia ese lado, en la primera esquina, y avanzar hasta encontrarla. No debo estar lejos…”.
Busco la chapa indicadora de las veredas que recorro y, a poco, encuentro una: “4400”. Caramba. He adelantado demasiado con mi trote veloz, la altura donde me dirijo es Nostalgia 3200. ¡Vaya carrera que he realizado! ¿Y ahora? Doblo a mi izquierda en la primera esquina, un angosto pasaje sin asfaltar cuyo trazado hace una diagonal, con un leve polvillo flotando sobre la tierra irregular. Levanto la vista hacia el final del camino y sólo avizoro un descampado. ¿Por aquí llegaré a mi antigua morada? Dudo.
Parece que, en este regreso a casa, me he perdido. Una señora mayor cruza a unos metros, pañuelo en la cabeza y bolsa de mercado colgando de su mano. Parece inofensiva. Me acerco a ella, con rapidez, para presentar mi duda. “No, joven- me contesta-, este pasaje se desvía para otro lado y no se cruza con Nostalgia. Desde aquí es complicado llegar dónde usted va, no hay un camino recto y puede perderse”. Desconfío un poco porque me ha llamado “joven”- es posible no esté bien de la vista-, pero lo cierto es que parece conocer esa zona.
– ¿Puedo llamar un taxi para que me lleve?
– Mire, es difícil. Este es un lugar muy alejado del centro y tiene mala fama. Por lo general,
los conductores tienen miedo de entrar aquí. Comienzo a angustiarme. ¿Qué voy a hacer
en este lugar, con la noche que avanza y amenaza lluvia, extraviado en un vecindario desolado
y desconocido?
– ¿Quizá pueda conseguirse un remise?- pregunto, con un suspiro de voz, mientras aldigo estos trazados de calles laberínticas donde resulta imposible orientarse- en que se ha convertido Buenos Aires, tan sencilla y rectilínea en su diseño fundacional.
Ella reflexiona un momento, antes de contestar.
– Puede ser. No estoy segura. Pero necesitamos un teléfono para llamarlo.
– ¿Dónde hay uno, por esta zona?
– El único teléfono del barrio es el del quiosco, allá en la otra cuadra. Vamos a ver si funciona…
Me interno por el pasaje de tierra en diagonal, hacia el interior del descampado. Está casi desierto: algunos arbustos, dos o tres ranchos antiguos y pequeños de techo inclinado y algo desvencijados. Los árboles oscurecen aún más el lugar con sus follajes. Sólo se advierten un par de personas a lo lejos, que caminan. Un perro delgado y pulguiento cruza delante de nosotros: camina muy despacio y bambolea la cabeza a uno y otro lado casi sin darse cuenta, como si estuviera borracho, o muy cansado. Sigo los pasos de la mujer, asustado y con frío. Pienso, entonces, en el tipo de problemas con los que uno puede involucrarse cuando sólo pretende llegar a su casa de infancia , torpe o apurado, confunde el lugar de descenso del transporte que lo acercó hasta allí. ¿Llegaré a destino?1.

1. Asociar con idea de “laberinto” como forma típica de pesadilla infantil: no poder llegar hasta la
madre, tema del niño perdido, abandonado. Término ambivalente, que de angustioso puede llegar a ser tranquilizador. Según el Diccionario 2008, simboliza el misterio de la vida. Para Brion, en el laberinto el viajero debe elegir constantemente su camino entre las numerosas opciones que se le presentan: el obstáculo es creado por nuestra elección, no por el destino. Esta referencia fue mencionada por el Dr.

Z. en sus programas televisivos, del que no me perdí ninguna emisión y de allí la apunté (no leí jamás al tal Brion ni quiero acaparar méritos que no me corresponden)

También, agrego, puede ser que el soñante carece de sentido de orientación o que, siendo niño, se perdió en la calle o en una plaza. A mí me pasó. (N. del C.).