Especial: A 150 años del nacimiento de Scholem Aleijem

Discepolín – Scholem Aleijem. Lejanos en el tiempo y el espacio, cercanos en el alma.

Sus obras lograron sortear las barreras de la cultura oficial, aún cuando fueron creadas para denunciarla e intentar modificar el statu quo. Sus talentos, podrían haber sido vendidos a muy buen precio, pero prefirieron entregarlo a las masas, incluso cuando ello los condenara a la pobreza, les cerrara puertas, y el reconocimiento de la academia. Salomón Yacov Rabinovich “Scholem Aleijem” y Enrique Santos Discepolo “Discepolín” fueron dos verdaderos subversivos a la industria cultural, que a través de su arte, buscaron despertar la conciencia de los oprimidos y excluidos sociales.

Por Julián Blejmar

Sus obras lograron sortear las barreras de la cultura oficial, aún cuando fueron creadas para denunciarla e intentar modificar el statu quo. Sus talentos, podrían haber sido vendidos a muy buen precio, pero prefirieron entregarlo a las masas, incluso cuando ello los condenara a la pobreza, les cerrara puertas, y el reconocimiento de la academia. Salomón Yacov Rabinovich “Scholem Aleijem” y Enrique Santos Discepolo “Discepolín” fueron dos verdaderos subversivos a la industria cultural, que a través de su arte, buscaron despertar la conciencia de los oprimidos y excluidos sociales. No les fue gratuito, pues la pobreza nunca dejó de amenazar sus vidas, pero jamás renegaron de su humilde condición, sino que, por el contrario, la utilizaron como inspiración para denunciar las profundas injusticias sociales. 

La mejor novela es la existencia

Corría 1859 y en Pereisaslav, una pequeña aldea ucraniana, una familia burguesa empobrecida veía llegar su primer hijo, Salomón Yacov Rabinovich, quien pocos años más tarde comenzaría a exhibir sus innatas dotes histriónicas, sin mostrar el menor interés por tomar clases de piano o aprender el francés para sumar a su idisch natal, todo lo que correspondía para un niño de su clase social.

Su mundo cambió radicalmente al cumplir los trece años, cuando su madre falleció y Rabinovich fue enviando a la casa de sus abuelos maternos, donde recibió un trato frío y distante, razón por la cual buscó aislarse a través de los estudios que cursaba en la escuela pública zarista, donde tuvo la posibilidad de aprender el idioma ruso y comenzar a leer las obras clásicas de la literatura rusa.

Sus conocimientos de ese idioma, le valieron un empleo en la hacienda de un acaudalado hacendado, Elimelej Loeiev, quien necesitaba ayuda para sus escritos comerciales en ruso. Allí, el aprendiz de escritor conoció profundamente la vida de los ricos, así como también la de los empleados que trabajaban hasta 16 horas por jornada. Fuertemente influenciado por las primeras ideas comunistas, Rabinovich comenzó a relegar horas de trabajo para Loeiev con el fin de alfabetizar a los hijos de los trabajadores de la hacienda, descubriendo así su vocación de maestro. No fue, sin embargo, esta actividad la que provocó su despido, sino el hecho de que, sin pertenecer a la aristocracia judía, conquistaría a la hija de Loeiev, Olga, quien pocos años más tarde se convertiría en su esposa.

Sin empleo ni residencia, tomó  la decisión de marcharse a la ciudad de Luben, otra pequeña aldea ucraniana, para ejercer como maestro de Torah de niños provenientes de familias de bajos recursos. Por ese entonces, comenzaría además a publicar sus primeras críticas sobre obras de arte en la revista hebrea «Hameilitz». Tres años después, debido a su negativa a la observancia religiosa, así como a la falta de respuesta por mejorar las condiciones de vida de los niños y a sus reclamos por crear escuelas antes que embellecer sinagogas, decidió renunciar a su cargo.

Con todo, estas experiencias fueron las que poco a poco harían emerger a Scholem Aleijem, el seudónimo con el que comenzó a firmar sus primeras obras. Creyendo que «El mejor libro es la vida y la mejor novela es la existencia», comenzó a escribir sus primeros textos, como “las elecciones”, de carácter autobiográfico y que incluía el poema “Los funcionarios judíos”, donde describía las exigencias de los burócratas del cementerio hacia el aguatero Mijel para enterrar a su padre. Este último, falto de dinero, ofrecía algunas pertenencias a cambio, pero la junta directiva del cementerio lo amenazaba con no realizar el entierro si no reunía la suma requerida.  
Poco tiempo después, comenzó a publicar poesías en el “Idishes Folksblatt” donde denunciaba la opresión y explotación de las clases bajas judías, y en 1894, con sólo 23 años, comenzaría a dar forma a su más recordad creación “Tevie el lechero”, de quien narró, en forma de comedia dramática, su vida en el shtetl (aldea) judía durante más de 20 años. En Tevie, Scholem buscaba representar al sufrido pero optimista judío trabajador, quien mientras miraba al cielo cantando “Dime creador de leones y ovejas, Tu que decretaste mi destino, ¿arruinaría algún plan divino, que yo fuera rico?”, veía asombrado el desvanecimiento de las viejas tradiciones, y la aparición de un nuevo mundo, representado en su alter ego, un profesor de Toráh quien, además de casarse con la hija de Tevie sin pedirle a este su mano, enseñaba a sus alumnos que “Después que Jacob trabajó por 7 años, Levin lo engañó y le dio a su hija más fea, forzándolo a trabajar otros 7 años para casarse con Raquel. Entonces, la Torah nos enseña a no creer en los patrones, esa es la moraleja de Jacob, bien interpretada”. 
A Tevie, le siguieron otros personajes con los que Scholem intentaba retratar las distintas clases sociales que poblaban las aldeas judías rusas, como el siempre creyente Motl Peisi dem Jazns, Menajem Mendl, un pequeño burgués que buscaba por todos los medios adaptarse al capitalismo, pero era siempre rechazado por el sistema, los corredores de bolsas y banqueros Fainkugl y Graiguer o el hacendado Kit Kitich, quienes no dudaban en hacer negocios antes que preservar sus valores.

Su crecimiento artístico, no lograba de todas formas alejarlo de las necesidades del pueblo, así como tampoco asegurarle un buen pasar económico. Durante el tiempo en que trabajó como redactor de informes sobre la situación de las aldeas propiedad del azucarero y banquero Brodsky, aprovecharía su labor para denunciar las paupérrimas condiciones de vida de los campesinos, así como la importancia de mejorar su cultura. Brodksy, que solo deseaba informes contables sobre las aldeas, comenzó a hostigar a Scholem hasta lograr su renuncia.  

Reírse de angustia

Los finales del Siglo 19, encontrarían a la clase trabajadora rusa viviendo en la más completa de las pobrezas. Pero en el caso de los judíos, a las dificultades económicas habituales se les agregaban los frecuentes pogroms (razzias) del gobierno zarista, que buscaban en ellos el chivo expiatorio para la crisis económica por la que atravesaba Rusia. 
Siguiendo el ejemplo de sus admirados escritores Mendele Sforim y Linietzky, Scholem creía que la literatura debía poner en el centro el problema de la miseria de las masas judías pauperizadas, y estimular la lucha por la justicia social. 
Pero ello no quitaba que sus obras tuvieran, sin embargo, un marcado contenido satírico, lo cual le valió una rápida aceptación entre las masas judías, pero la oposición de varios escritores, como el poeta Iehalel, quien le reprochaba que “el pueblo se anega en un mar de lágrimas, y nosotros, los escritores, nos burlamos de él y hacemos bromas. No es tiempo para risas. No hay lugar para el humor en la literatura”. 
Scholem le respondía “¿Dice usted “llanto”? Esto agobia más el ánimo del pueblo… ¡lágrimas! ¡Estimulemos al pueblo, démosle ánimo a través de la risa…! No siempre ama quien derrama lágrimas, ni odia aquel que ríe. ¡Ahí está esto, disfrútelo! Y nosotros lo disfrutamos; nos reímos, pero nos reímos por no llorar, ¡nos reímos de angustia!” 
Al mismo tiempo, publicaba una serie de artículos bajo el título “la indigencia judía y la obra de nuestro mejores escritores populares” donde resaltaba el profundo humanismo en la obra de Méndele, Linetsky, Abramovich, Goldfaden y Dik, afirmando que la literatura debía tener como centro “Describir las clases bajas, traer el cuadro de los enfermos, los desposeídos, hambrientos, oprimidos, desolados, ofendidos, desdichados, narrar la miseria; de eso se ocupan a menudo los mejores escritores del mundo”, mientras arremetía contra la tradición de los dramaturgos y escritores populares como Shomer y Spector, quienes mostraban una inexistente belleza de la pobreza. Para Scholem, Shomer era un enemigo del crudo realismo, un populista alienante que adormecía a quienes sufrían miserias económicas, así como persecuciones políticas por parte del zarismo.  
Pero sus causas políticas no se agotarían allí, sino que se encargaría además de promover el idisch en la literatura, fundando la Biblioteca Popular Judía de autores en idisch, y publicando reglas de ortografía para este idioma. Esto era de vital importancia para Scholem, pues señalaba que “Hay para quien esforzarse; son millones de errabundos, de perseguidos, y repudiados, del pueblo: Es necesario tan sólo hablarles en su lenguaje, y no en el arcaico idioma hebraico que no comprende la gran mayoría del pueblo”. 
Asimismo, promovió investigaciones sobre la historia de la literatura idisch, y trabajo arduamente en la defensa de los escritores, intentando organizarlos para defenderse de editores y empresarios, promoviendo a los artistas jóvenes y desconocidos cuyo talento no tenía una repercusión adecuada con su llegada y sus ganancias, realizando colectas para escritores pobres y ancianos como Kalman Shulman o Morris Rosenfeld.

Todas estas acciones le valieron el rechazo de la burguesía judía, pero Scholem comenzó a acercarse a los escritores socialistas rusos, como Antón Chejov, Vladimir Korolenko, y Máximo Gorki, cuya causa era también la de despertar la conciencia de las masas. Scholem se encargó de traducir gran parte de las obras clásicas rusas al idisch, e incluso logró editar un libro cuyo fin era recaudar dinero para las victimas de un pogrom de Kiev, realizado por el zar en 1905, en el cual escribirían León Tolstoy, Korolenko, Chejov y Gorki.  
Todas estas acciones, le valieron una férrea censura por parte del zarismo, por lo que sin espacio para expresarse, sin ingresos, y con serios problemas de salud, comenzó un largo exilo por Italia, Alemania y Dinamarca, donde permaneció en internados y sanatorios, viviendo de las colectas que le organizaban sus colegas.

El comienzo de la Primera Guerra Mundial lo encontró en Alemania, donde, debido a su condición de ciudadano ruso, fue expulsado. Imposibilitado de regresar a su tierra natal debido a su condición judía, Scholem decidió emigrar finalmente a los Estados Unidos, país en el que ya había residido un año, cumpliendo su promesa de “nunca permitir hacer concesiones al gusto americano y declinar las leyes del arte”. Una vez llegado, volvió a dar batalla contra las obras de teatro judías, impregnadas por el shomerismo, así como contra la prensa amarilla, que si bien lo empleaba como crítico de arte, era según Scholem otro de los elementos que fomentaban el arte alienante y ocultaban la opresión de los trabajadores judíos por parte del capitalismo.  
Su avanzada enfermedad, y sus dificultades de adaptación, harían de esa estadía una de las más breves. En la mañana del 13 de Mayo de 1916, a la edad de 57 años, pidió a su esposa “llévame a casa… al cementerio de Kiev”. Unas horas más tarde, su corazón dejaba de latir.  

Nada mas teatral que la vida

Solo 13 años antes, del otro lado del Océano, en un viejo conventillo de La Boca, el 27 de marzo de 1901 nacía Enrique, el segundo hijo de los Santos Discepolo un matrimonio napolitano que pocos años atrás había llegado a nuestro país para “hacer la América”. Con solo cinco años, Enrique debería enfrentar la muerte de su madre, para, cuatro más tarde, perder a su padre “Recuerdo que entre los útiles del colegio tenía un pequeño globo terráqueo. Lo cubrí con un paño negro y no volví a destaparlo. Me parecía que el mundo debía quedar así, para siempre vestido de luto” afirmaría luego. Sin tutela alguna, fue a vivir a casa de unos parientes ricos, donde experimentaría una sensación de soledad que tampoco podía eludir en el colegio de curas al que lo habían mandado. Al igual que Scholem, Discepolo estudiaría para ser maestro, pero abandonaría en segundo año, al observar que nada de lo que le ensañaban guardaba relación con sus inquietudes. 
Su paso por la escuela no sería de todas formas en vano, pues, frente a sus compañeros, Discepolo comenzaría a desarrollar sus dotes de monologuista y a nutrirse de una vasta cultura… en aquellos momentos en los que se hacía la rabona para dirigirse a una librería ubicada frente a su escuela, donde recibía en préstamo las últimas novedades a cambio del mate y los bollos que llevaba para convidar al librero.    

Su verdadera escuela, serían sin embargo los cafetines de Once. Allí en el Oberdam o el Centenario tomaría contacto con Rafael José de Rosa, Pedro Pico, Defilipis Novoa, Federico Martens, o Mario Folco, mientras se ganaba la vida realizando sus primeras actuaciones en teatro, con solo 16 años.  
Era la autentica bohemia de Murguer, sin tanta literatura, vivida y padecida en Buenos Aires. Muchas ideas y poca plata, muchos gritos, muchas discusiones y poca comida”.  
Pero junto con el nacimiento de su vocación artística, crecían también sus inquietudes sociales, siendo testigo de la Semana Roja en la que se asesinó a once anarquistas de FORA, y sintiéndose “poderosamente atraído” por los clásicos rusos, como Fedor Dostoievski, Leon Tolstoi, Antón Chejov, o Leonid Andreiev, quienes narraban la lucha del pueblo contra la opresión zarista. Su realidad y sus lecturas, le harían reflexionar que “no hay nada mas teatral, mas diverso, mas humano, mas complejo, y mas pintoresco, mas serio y mas cómico que la vida misma” 
Con sólo 18 años, Discepolo estrenaría su primer obra de teatro, “Los duendes”, escrita en colaboración con Mario Folco. Pero su obra, con ribetes dramáticos, pasaría desapercibida frente al gran público, que en ese momento acudía en masa a ver un sainete para ese entonces mercantilizado y de baja calidad, entre cuyos autores se contaban  José González Castillo, Alberto Weisbach, y Osvaldo Pacheco.

Discepolo, para quien “en el arte, lo cómico por lo cómico nunca van muy lejos. Eso lo saben bien los humoristas que siempre se quedan más allá de la raya popular. Y es que al pueblo no le gustan los chistosos profesionales. Los tolera y hasta los festeja, pero se cansa pronto de ellos”, buscaba recrear el sainete, confiriéndoles aires dramáticos. Así, inspirado en el italiano Luigi Pirandello, y en las charlas con su círculo de artistas amigos, crearía el grotesco criollo, género que luego se le adjudicaría a su hermano, Armando, quien firmaría las primeras obras teatrales del mismo, como Mateo, El organito, o Stéfano, aún cuando muchos afirman que Discepolo fue su verdadero creador.  
Poco tiempo después, a los 23 años, escribiría su primero tango, “Bizcochito” que formaba parte del sainete La Porota de José A. Saldías, estrenado en 1925. Luego, llegarían sus más grandes éxitos, “Que vachachche, Yira Yira, Malevaje, Chorra”, por medio de los cuales buscaría plasmar sus conceptos sobre el hombre moderno, que en sus palabras se traducía como «hay un hambre que es tan grande como la del pan y es la de la injusticia, la de la incomprensión. Y la producen las grandes ciudades donde uno lucha, solo, entre millones de hombres indiferentes al dolor que uno grita y ellos no oyen. Londres y Nueva York grises, Buenos Aires gris, todas deben ser iguales. Y no por crueldad preconcebida, sino porque en el fárrago ruidoso de su destino gigante, los hombres de las grandes ciudades no pueden detenerse para atender las lágrimas de un desengaño. Las ciudades grandes no tienen tiempo para mirar el cielo… » 
Ya en pareja con Ana Luciano Divis (Tania), a quien conoció mientras cantaba su tango  “Esta noche me emborracho” en el cabaret Follies Bergere de Cerrito al 300, y afirmando que “Buenos Aires es una hermosa ciudad… para salir de gira”, se embarcó para ofrecer un raid de conciertos en Europa, en donde quedó asombrado de la repercusión que sus tangos tenían en ciudades tan lejanas. 
El regreso reafirmaría su afecto por Argentina “nosotros debemos ser mejores cada día pero ya así como estamos le podemos correr a cualquiera. Hablo de pueblos. No de minorías selectas. Hablo de pueblos. De masas, de muchedumbres. Hablo de causas. Las habrá iguales, mejores no.”. 
Pero al entrar nuevamente en contacto con la gente, volvería a experimentar “la tristeza infinita de vivir en la tierra que lo ofrece todo, para que los más no tengan nada… esa injusticia que aúlla por la calle de los pobres, y que termina por agitar la razón del que es honrado”. Sintiendo la necesidad de intervenir más allá de sus palabras, en 1944, comienza una intensa actividad gremial desde la Sociedad Argentina de Autores, Intérpretes y Compositores (SADAIC), en la cual llegó a ser vicepresidente. Ese año, enfrentó una comisión encabezada por monseñor Gustavo Franceschi, quien logró que se modifiquen muchas letras para hacerlas más “refinadas”. Así como Scholem promovía el idisch como idioma popular, junto a Homero Manzi y Alberto Vacarezza, Discepolo, defendería rotundamente el lunfardo afirmando que los pueblos son siempre anteriores a las academias. Los pueblos claman, gritan, y ríen sin moldes”. Por esos días, asistió al Concejo Deliberante con el objetivo de defender este argot y las letras de tango originales. Allí los recibiría el Secretario de Trabajo y Previsión, un militar de sonrisa ancha y dotes de conversador: Juan Domingo Perón. El encuentro, sería el preludio de una intensa amistad entre Perón y Discepolo, que crecería al ritmo del cambio que experimentaría el país pocos años más tarde. 

Pienso y digo lo que pienso

Las políticas implantadas por el peronismo eran miradas con recelo y desconfianza desde la clase media y, especialmente, el círculo artístico, pero Discepolo creía ver en la creciente movilización de los trabajadores el final de un camino de exclusión e injusticias. 
Así, el tibio apoyo que le brindó al peronismo en un primer momento, mutó luego en un compromiso que le costaría su carrera, afectos, y finalmente, su propia vida. 
Su primera acción concreta, fue la de crear una asociación de artistas que respaldaran y difundieran la obra de gobierno. Las negativas de Orestes Caviglia, Francisco Petrone, Arturo García Buhr, lo hicieron desistir de su proyecto, pero a mediados de 1951, un llamado de Raúl Alejandro Apold, el poderoso subsecretario de prensa del peronismo, fue la ocasión para que Discepolo expresara su adhesión al nuevo gobierno. Y es que aún cuando no estaba convencido de participar en un programa propagandístico, Discepolo sentía la obligación de contribuir, desde donde pudiese, a la causa peronista. Pocos meses más tarde, daría inicio a su programa radial “Pienso y digo lo que pienso”, en el cual, luego de modificar con su pluma los grises y panfletarios guiones que le enviaban desde la subsecretaria, comenzaría a irritar a los intelectuales desde un espacio donde el peronismo no había logrado hacer pie: la palabra. “Te pasaste la vida tomando mate cocido, pero ahora me planteas un problema de estado porque no hay te. Claro, ahora la flota es tuya, los teléfonos son tuyos, los ferrocarriles son tuyos, el gas es tuyo… pero  ¡no hay te!”. Lejos de amedrentarlo, la intolerancia con la que sus colegas y su círculo de amistades recibieron sus comentarios, forzó a Discepolo a redoblar su apuesta. De esta forma, dio vida a Mordisquito, un acérrimo antiperonista al que le respondería cada vez con mayor vehemencia, hasta la última emisión del programa, el 10 de noviembre de 1951, un día antes de las elecciones que concluyeron con un triunfo arrollador de la fórmula Perón – Quijano: “Yo no lo inventé a Perón. -respondía Discepolo- Los trajo, en su defensa, un pueblo a quien vos y los tuyos habían enterrado de un largo camino de miseria. (…) Nacieron de vos, por vos y para vos (…) los trajo la ausencia total de leyes sociales que estuvieran en consonancia con la época. Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena, porque pedía un mínimo respeto a su dignidad de hombres y un salario que les permitiera salvar a los suyos del hambre. En un país milagroso de rico, arriba y abajo del suelo, la gente muerta de hambre. (…) ¡Y todo vendido! ¡Y todo entregado! (…) No, si la memoria fastidia. Pero yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón. Los trajo la injusticia que manejaba el país. Mirá, si vos hubieras estado en la Semana Trágica como yo y como tantos, en Cochabamba y Barcala, y hubieras visto morir primero a aquellos cinco, luego a cientos, y hubieras visto masacrar judíos por una gloriosa institución que nos llenó de vergüenza, no hubieras formado nunca más parte de ese partido que integrás por amor propio y quizá por ignorancia de tantos hechos delictuosos que son los que empezaron a preparar la llegada de Perón y Eva Perón. (…) La nuestra es una historia de civismo llena de desilusiones. Una curiosa adoración, la que vos sentís por los pajarotes. El pajarón tiene presencia, tiene historia larga, la que casi siempre empieza con un tatarabuelo que era pirata. Salvate de los pajarones. El fracaso -por no decir la infamia- de los pajarones fue lo que trajo como una defensa a Perón y Eva Perón. Pero no fui yo quien los inventó. A Perón lo trajo el fraude, la injusticia y el dolor de un pueblo que ahogaba de harina blanca y una vez tuvo que inventar un pan radical de harina negra para no morirse de hambre. Tampoco te lo acordabas. ¡Ay, Mordisquito, que desmemoriado te vuelve el amor propio! (…) ¡A mi ya no me la podés contar, Mordisquito! Hasta otra vez, sí. Hasta otra vez.» 
Perón afirmó que el programa radial fue clave para su reelección, y desde le gobierno buscaron realizarle todo tipo de obsequios, los cuales Discepolo se encargo, uno a uno, de rechazar: no estaba movido por las recompensas, sino por la convicción.  
Pero el costo fue demasiado alto. Los mordisquitos, se encargaron de silbarlo en los lugares públicos, de retirarle la mano frente a su saludo, o de comprar todas las entradas de sus espectáculos para dejarle las salas vacías. No pudo soportarlo, y meses más tarde, con sólo cincuenta años, se despedía del mundo.   
En la otra punta de América, un viejo testamento guardado en un cajón de Nueva York rezaba «Donde sea que muera, no se me sepulte entre aristócratas o ricos, sino justamente entre judíos sencillos, obreros, el auténtico pueblo, de tal manera que la lápida que luego habrá de colocarse sobre mi tumba embellezca a mi alrededor las tumbas modestas, y éstas, a su vez adornen mi lápida, tal como el pueblo humilde embelleció a su escritor», y en una lápida del Har Carmel de Brooklin aun puede leerse «Un modesto judío yace aquí. Escribió en la jerga idish de las mujeres y para el pueblo humilde. Fue un escritor, humorista; en sus menesteres, rió de todo en esta vida, no perdonó ningún pecado. El mundo, al fin, ganó la partida y él sólo fue un desventurado. Y cuando el público lector lo festejaba y se reía, él sollozaba en un rincón. Dios solamente lo sabía«. 

Fuentes: 
Finkel, Uri,
 Scholem Aleijem, su vida y su obra, Editorial Icuf, Buenos Aires, 1960 
Galasso, Norberto,
 Escritos inéditos de Enrique Santos Discépolo. Ediciones del pensamiento nacional. Buenos Aires, 1988 
Galasso, Norberto, Discépolo y su época. Ediciones Ayacucho. Buenos Aires, 1973 
Los capos del tango, Canal 7, 2002

Seminario de Cultural Popular y Cultura Masiva, Material Teórico, Cátedra Alabarces, UBA