Netanyahu ya no ahuyenta a las «viejas elites»

Por Sergio Rotbart, desde Israel

Pocos días antes de las últimas elecciones el premier israelí, Benjamin "Bibi" Netanyahu, dijo en una entrevista televisiva que su gran error en 1996, cuando fue elegido para dirigir el Estado por primera vez, fue no haber formado un gobierno de unidad. El líder del partido Likud agregó que, trece años después, no estaba dispuesto a repetirlo. Tal vez aprendió la lección de que la lucha simbólica contra las llamadas "viejas elites" (los focos de poder hegemonizados por una mayorìa ashkenazí, laica y de orientación laborista o liberal) no siempre le confiere apoyo en las urnas, como ocurrió en el fracaso electoral de 1999 contra Ehud Barak, un fiel representante de la elite a la que Netanyahu atacó sin piedad en aquella campaña precomicial. Además, quizás el político israelí también llegó a la conclusión de que la retórica que   indiscriminadamente deslegitimiza a la "izquierda" tampoco lo ayudó a gobernar con el mínimo de estabilidad necesaria para terminar su mandato.

Si así es, es decir, si ciertamente Netanyahu hizo los deberes con la intención de aprobar el examen que le impone esta segunda cadencia, pues el resultado de tal esfuerzo es más que insuficiente. Apenas se reduce a la incorporación del Partido Laborista a su coalición gubernamental de derecha, tal vez la más extremista en la historia de Israel de acuerdo a la ideología de los partidos y dirigentes que la componen. Es cierto que el "nuevo Netanyahu" invirtió esfuerzos para sumar también a Kadima, el partido que mayor cantidad de votos cosechó en las elecciones. Pero la negativa de su líder, Tzipi Livni, a compartir el poder con la segunda fuerza electoral (el Likud) explica aparentemente la opción de haber confeccionado un gobierno con la derecha ultranacionalista y los partidos religiosos, en el que el laborismo, reducido a la menor representación parlamentaria de su historia, actuaría como un peso que debería contrarrestar el fiel de la balanza hacia el centro, deslizándolo hacia el "consenso nacional".

Días atrás el premier le llamó la atención a uno de sus ministros, el vicepremier Moshe Yaalon, luego de que éste afirmara que "las elites y Paz Ahora son un virus".  No fue la declaración más preocupante que profirió Yaalon en tal oportunidad, durante un encuentro con los seguidores del dirigente de extrema derecha Moshe Feiglin (también del partido de gobierno, el Likud). Por ejemplo, citó una sentencia que solía repetir cuando era Comandante en Jefe del ejército: "Cada vez que los políticos nos traen acá la paloma de la paz, nosotros como ejército tenemos que limpiar tras ella". Pero su "pecado", tal como fue percibido por Netanyahu, fue haber difamado a las "elites". Como si su supervivencia en el poder dependiera de la buena relación que mantiene con ellas y de la imagen que ellas propagan de él.

Según la periodista del diario Haaretz Lily Galili, la derrota de 1999 persigue al líder del Likud como una sombra que lo alerta y le dictamina constantemente qué no hacer: no atacar a la "izquierda" defensora del compromiso territorial con los palestinos, cuyos exponentes controlan aún buena parte de los medios, el sistema judicial y el poder económico. Pero Galili observa que ese reflejo condicionado responde a una visión anacrónica de la sociedad israelí. Es decir, Netanyahu sabe que su intento de esquivar a las "viejas elites" mediante la formación de una coalición de minorías sectoriales fue próspero sólo en 1996, y demostró ser erróneo en 1999. Pero no percibe que, en cambio, el bloque neoconservador al estilo de los republicanos norteamericanos, capaz de actuar como alternativa de poder ante la llamada izquierda, se ha constituido últimamente, a diez años de aquel fracaso electoral. Entonces, el error de "Bibi" consistió en haber sido un adelantado a su tiempo. En los últimos años, sin embargo, las condiciones han madurado: la nueva alianza neoconservadora (siempre siguiendo el planteo de la periodista israelí) está integrada por Benjamin Netanyahu, Ehud Barak (el líder del laborismo, que convirtió al legado de Yitzhak Rabin en una mera concepción militarista de la "seguridad nacional") y Avigdor Lieberman, el actual canciller y líder del partido Israel Beiteinu (que ha escalado posiciones mediante el racismo antiárabe). Y, aun así, el premier israelí sigue obsesionado por la rapidez con la que la "elite de izquierda" ha adoptado a la líder de la oposición, Tzipi Livni, como fidedigna líder del "campo de la paz", a pesar de que tanbien ella proviene del bando contrario, del movimiento revisionista, el tradicional pilar en el que se asienta el mito del Gran Israel.

Ese profundo miedo a la reacción de las elites tradicionales es el que explica, también, el giro pragmático que ha realizado Netanyahu, si bien hasta ahora sólo en el plano discursivo, al declarar su disposición a aceptar la creación de un "estado palestino desmilitarizado". O sea que, pese a la insistencia de los medios en el asunto, no se trata exclusivamente de una maniobra tendiente a neutralizar por un tiempo la presión ejercida por el gobierno norteamericano a favor de la solución de "dos Estados para dos pueblos". El dirigente israelí ha adoptado esa fórmula también guiado por su sentido de la supervivencia en la inestable arena política interna. Y, ciertamente, los medios no lo critican como lo hacían, de manera despiadada, durante su primera cadencia. En lugar de Netanyahu, los blancos de los ataques son el canciller, Avigdor Lieberman; el vicepremier, Moshe Yaalon; y la dirigencia de los colonos asentados en Cisjordania.

Los dardos contra el primer ministro, en cambio, vienen incrementándose en la medida en que más se aproxima el momento en que su giro retórico a favor de una solución negociada con los palestinos, tal como lo exigen los Estados Unidos, debe traducirse en algún compromiso concreto, como el "congelamiento" de la colonización judía en Cisjordania (Jerusalén oriental quedaría fuera de cualquier negociación). Pero quienes los lanzan son los dirigentes de los colonos y sus representantes en el partido de gobierno y en las fuerzas de extrema derecha. Su destinatario debería recordar muy bien que fueron ellos quienes causaron la caída de su primer gobierno, al presentar en el Parlamento un voto de desconfianza por los compromisos contraídos en la cumbre de Wye Plantation, en la que se acordó una retirada adicional del ejército israelí del territorio palestino de Cisjordania.

La farsa que tiene lugar en estos días en torno al tira y afloje entre los gobiernos israelí y norteamericano por la suspensión temporaria de los futuros planes de vivienda (no los ya iniciados, que siguen en pie) en las partes de Cisjordania más alejadas de la "línea verde" (no en los grandes bloques de colonización judía) es un claro indicio de la debilidad de ambas partes: Barack Obama no puede imponerle a Netanyahu algo similar a lo que el gobierno republicano de George Bush (padre) intentó imponerle a Yitzhak Shamir a principios de la década de los noventa del siglo pasado, con la diferencia de que el presidente republicano amenazó con suspender temporalmente parte de la ayuda económica a Israel, colaborando de esta manera a provocar la caída de Shamir y el recambio de la dirigencia por una más pragmática (encabezada por Yitzhak Rabin). El actual mandatario israelí, por su parte, se ganó la simpatía de las "viejas elites" pero teme dar un paso arriesgado que sea mal visto por los defensores intransigentes del Gran Israel, los mismos que lo derribaron diez años atrás.

Claro que, en la década de los ´90 el imperio norteamericano reafirmaba su posición de potencia hegemónica gracias a la conquista económica de los mercados emergentes tras el final de la guerra fría, mientras que hoy no sabe cómo salir del pantano iraquí y profundiza la conquista militar de Afganistán, aunque la supremacía de la "globalización" se está trasladado al Lejano Oriente y Wall Street aún no se ha recuperado completamente de la peor crisis que ha soportado desde 1929. Paralelamente, en la parte israelí la elite económica no emite gritos de euforia imaginando las posibilidades que se abrirían gracias a la "paz de los mercados", como lo hizo en los tiempos en que estaban vigentes los acuerdos de Oslo. Además, la elite militar no postula que ha llegado la hora de volver a probar la solución política del conflicto, como en tiempos de Yitzhak Rabin, quien estaba convencido de que la separación territorial era la única manera de garantizar la mayoría demográfica judía dentro del Estado de Israel.

Desde el fracaso de la cumbre de Camp David del año 2000 y la irrupción de la segunda Intifada, las ganancias de la guerra parecen ser más redituables que los dividendos de la paz. De otra manera, no se explica cómo el gobierno de Israel le teme a un grupo de fundamentalistas (judíos, no islámicos) cuya representación parlamentaria es tan pequeña comparada con la mayoría encarnada en el "consenso nacional".