¿Todo para uno o todos para uno?

Por Alberto Mazor


 

 

 

La recesión económica en Israel se prolonga. Los datos de crecimiento del último cuatrimestre demuestran que por segundo año consecutivo el mercado se ha contraído.
El informe, dado a conocer por la Oficina Central de Estadísticas, certifica una reducción del PIB del 3,6% entre enero y abril, lo que causó gran malestar a pesar de que el Banco de Israel ya había previsto hace dos meses una bajada considerable.
Este porcentaje se suma al -0,5% del último trimestre de 2008, y confirma sin lugar a dudas lo que todas las previsiones advertían.
Las exportaciones se redujeron en el primer trimestre en 14,4%, con una preocupante previsión del 46,3% en proyección anual.
Igualmente ocurre con las importaciones, que han sufrido un descenso del 21,8% en los tres primeros meses, pero de 62,7% en proyección anual.
El consumo per cápita también se ha reducido de forma considerable (6%), de la misma forma que los ingresos del sector empresarial, que cayeron en 4,2%.
La recesión en Israel es producto, según el documento, de las consecuencias locales de la crisis global en el último medio año y viene alimentada por una reducción en la demanda de bienes israelíes desde otros mercados. Pero también de la prolongada inestabilidad política, que determina cambios gubernamentales a corto plazo y una falta de continuidad en la planificación económica del Estado.
El siglo XX ha quedado ya atrás, pero en Israel aún no hemos aprendido a vivir en el XXI, o al menos a pensarlo de un modo apropiado. No debería ser tan difícil como parece, dado que la idea básica que dominó la economía y la política en el siglo pasado ha desaparecido.
Lo que teníamos desde la creación del Estado era un modo de pensar en términos de dos modelos opuestos mutuamente excluyentes: capitalismo o socialismo.
Hemos vivido dos intentos prácticos de realizar ambos sistemas en su forma pura: por una parte, la economía de planificación estatal, centralizada; por otra, la economía capitalista de libre mercado exenta de toda restricción y control.
La primera se vino abajo en la década de los ’80; la segunda se está descomponiendo ante nuestros ojos en la mayor crisis del capitalismo global desde la década de 1930.
En algunos aspectos, ésta es una crisis de mayor envergadura que aquélla, en la medida en que la globalización de la economía no estaba entonces tan desarrollada como hoy y no afectó a la economía estatal planificada.
Todavía no conocemos la gravedad y la duración de la actual, pero sin duda
marcará el final de la clase de capitalismo de libre mercado que se impuso en el mundo y sus gobiernos en una época que dio inicio con Margaret Thatcher y Ronald Reagan, verdaderos gurús del actual primer ministro, Binyamín Netanyahu.
Esta crisis se caracteriza por la impotencia que amenaza tanto a los que creen en un capitalismo de mercado, puro y desestatalizado, una especie de anarquismo burgués, como a los que creen en un socialismo planificado incontaminado por la búsqueda de beneficios. Ambos están en quiebra.
Al parecer, el presente así como el futuro, pertenece a las economías mixtas en las que lo público y lo privado estén mútuamente vinculados de una u otra manera. ¿Pero cómo? Este es el problema que se nos plantea hoy día.
Nadie piensa seriamente en regresar a los sistemas socialistas de los años ’50 del siglo pasado, no sólo por sus deficiencias políticas sino también por la creciente indolencia e ineficiencia de su modelo económico, aunque ello no debería llevarnos a subestimar muchos de sus logros sociales y educativos.

Por otra parte, hasta que el mercado libre global implosionó el año pasado, incluso los partidos israelíes socialdemócratas y moderados de izquierda se habían comprometido cada vez más con el éxito del capitalismo de libre mercado.

Desde la caída de la Unión Soviética hasta hoy no se recuerda ningún partido o líder que denunciase el capitalismo como algo inaceptable. Todo lo contrario; en sus políticas económicas, tanto Barak como Sharón, Olmert y muy especialmente Netanyahu, podrían calificarse sin ninguna exageración como Thatchers con pantalones, fundamentalistas del mercado libre global.
Israel desregularizó sus mercados, vendió sus industrias nacionales al mejor postor, y apostó todo su dinero a su conversión en un centro más de servicios financieros, y con ello en un paraíso de blanqueadores de dinero multimillonarios.
Así, el impacto actual de la crisis mundial sobre nuestra economía va a ser probablemente más complicado de lo que se pronosticaba y tornará la recuperación más difícil.
Es posible afirmar que todo esto es ya agua pasada. Que somos libres de regresar a la economía mixta, y que la vieja caja de herramientas está ahí a nuestra disposición – incluso la estatalización –, así que todo lo que tenemos que hacer es utilizar equilibradamente aquellos instrumentos que nunca debieron dejarse de usar.
Sin embargo, esta idea sugiere que sabemos qué hacer con dichas herramientas. Pero no es así.                                                                                                                        Por una parte, no sabemos cómo superar la actual crisis. No hay nadie, ni el gobierno, ni el banco central, ni las instituciones financieras mundiales, que lo sepa: todos ellos son como un ciego que intenta salir del laberinto dando golpes en las paredes con todo tipo de bastones en la esperanza de encontrar el sendero.
Por otra parte, subestimamos el persistente grado de adición del Gobierno y los responsables de la política económica a los exabruptos del libre mercado, que tanto placer les han proporcionado durante las últimas décadas.

¿Acaso se han librado del supuesto básico de que la empresa privada orientada al beneficio es siempre el medio mejor y más eficaz de hacer las cosas? ¿O de que la organización y la contabilidad empresariales deberían ser los modelos incluso de la función pública, la educación y la investigación? ¿O de que el creciente abismo entre los multimillonarios y el resto de la población no es tan importante, después de todo, siempre y cuando todos los demás – excepto una minoría cada vez mayor de pobres – estén un poquito mejor? ¿O de que lo que necesita Israel, en cualquier caso, es un máximo de crecimiento económico y de competitividad comercial?
Ellos aún no han superado todo eso.
Sin embargo, una política progresista requiere algo más que una ruptura algo mayor con los supuestos modelos económicos y morales de los últimos 30 años. Es necesario un regreso a la convicción de que el crecimiento económico y la abundancia que comporta son un medio, no un fin. El fin son los efectos que tienen sobre nuestras vidas, nuestras posibilidades vitales y las expectativas de la gran mayoría de los ciudadanos que sirven largos años en el ejército, pagan impuestos y trabajan para mantenerse.

La prueba de una política progresista no es privada sino pública, no sólo importa el aumento del ingreso y del consumo de los particulares sino la ampliación de las oportunidades y las capacidades de todos por medio de la acción colectiva. Pero ello significa – o debería significar – tomar iniciativas públicas no sólo basadas en la búsqueda de beneficios, siquiera fuera para redistribuir la acumulación privada. Tomar decisiones públicas dirigidas a conseguir amplias mejoras sociales colectivas con las que todos saldríamos ganando.
Esta es la base de una política progresista, no la maximización del crecimiento económico y el ingreso personal.
En ningún ámbito será esto más importante que en la lucha contra los mayores problemas a que nos enfrentaremos en el presente siglo: nuestra seguridad nacional, la crisis del medio ambiente, la falta de agua y el proceso de desertización por el que pasa nuestra región. Sea cual sea el logotipo ideológico que adoptemos, significará un desplazamiento de gran alcance, del mercado libre hacia la acción pública.
Teniendo en cuenta la gravedad de la crisis económica actual, debería ser un desplazamiento rápido. El tiempo no está a nuestro favor.