“El cazador y el buen nazi”. Lo poético, lo dramático y lo pavoroso.

Una obra de teatro sorprendente sobre el encuentro entre los arquitectos Simón Wiesenthal y Albert Speer. El investigador de nazis y quien fuera ministro de Armamentos de Hitler dialogaron en la vida real en los años setenta y el dramaturgo Mario Diament rescata ese hecho histórico que Daniel Marcove lleva al escenario de la mano de dos grandes actores, Jean Pierre Noher y Ernesto Claudio
Por Laura Haimovichi

Mario Diament entrevistó tres veces al cazador de nazis Simón Wiesenthal antes de escribir la obra, que se está presentando en el teatro El Tinglado. No es la primera vez que el autor y el puestista trabajan juntos un proyecto en la escena. Hace unos años pudimos ver su labor conjunta en el mismo escenario con la pieza Tierra del fuego, protagonizada por Alejandra Darín. Aquella experiencia, inspirada en un hecho real, contaba la historia de una azafata israelí, víctima de un atentado en el que resultó herida y su mejor amiga muerta. Ambas dramaturgias coinciden en su propuesta de la necesidad de escuchar al otro, al diferente, para dialogar y comenzar a encontrar la paz.
Ahora, con funciones los lunes a las 20.30, la notable dupla actoral vitaliza en la ficción dramática el encuentro de dos personajes insoslayables de la historia del siglo veinte. Albert Speer, el arquitecto y ministro de armamentos de Hitler, visita en su oficina al famoso cazador de nazis Simón Wiesenthal, también arquitecto como su antagonista. El hecho es real y ocurrió en mayo de 1975. Como también sucedió que Diament entrevistó como periodista a Wiesenthal, de quien contó que era muy cholulo, muy histriónico, muy seductor y muy chistoso.
Durante la función a la que asistimos, especial para voluntarios de Limud, se crea una atmosfera especial. La expectativa y la tensión son grandes. Lo poético sobrevuela en la ficción dramática. También lo pavoroso. Los que estamos arriba y abajo del escenario somos sobrevivientes, dirán los actores, quienes son amigos desde los tiempos en que asistían como alumnos a las clases de Agustín Alezzo. De hecho, es tal el afecto mutuo y el que le dispensaron siempre a su maestro que ambos les pusieron Agustín a sus hijos como tributo al docente y director de teatro.
Primero dijo que no, por sus trabajos en Brasil y Bolivia, pero luego lo tentó leerla y que sintió “que la obra me la habían enviado mis abuelos que fueron asesinados en cámaras de gas en Auschwitz. Eran los padres de mi padre”, comparte Noher con el público luego de los aplausos.
El dialogo entre Speer y Wiesenthal no tiene desperdicio. La visita ha sido programada y cada uno escucha al otro sus puntos de vista, las responsabilidades, la negación y la complicidad, la culpa, la justicia. Esa conversación tiene lugar en una ambientación de época muy pertinente y con un vestuario acorde. Speer intenta eludir que tenía conocimiento de las cosas terribles que pasaron durante la Shoá, en sus intervenciones profesionaliza sus acciones pasadas, las neutraliza en su discurso para eludir el peso de sus acciones. Pero los comentarios del investigador alemán y judío lo van transformando, hasta admitir lo que no desea haber encarnado, de una manera que resulta compleja y al mismo tiempo, y aunque sea molesto, conmovedora.
Las resonancias de la charla son evidentes en este presente con los rebrotes antisemitas a nivel mundial y las heridas aun abiertas en nuestro país por la lentitud del poder judicial para resolver causas abiertas vinculadas con los campos de concentración y los exterminios locales de la dictadura.