El judío errante y el metaverso

Todo en las múltiples historias que se entrelazan en estas líneas remite a aquel interrogante primordial que funda la teología y, en cierta medida también, la exégesis judía: la pregunta por el nombre. El apelativo, la nomenclatura de lo que es, la tentativa de la que el mismo Dios escapa en el relato bíblico: la de designar el ser, porque éste no puede ser abarcado por ella, porque toda designación deviene en fosilización. Esto podría insinuar que el arte del cambio del nombre es un fenómeno eminentemente judío, una búsqueda por transgredir la ontología clásica, un acto de desacato ante lo prestablecido.
Por Jordán Raber *

Durante largos años su hermano había ahorrado incansablemente para enviarle un pasaje a América (en ídish el nombre del continente sonaba más enigmático aún que en cualquier otra lengua). Con su pinta de judío remendón y sus pertrechos al hombro, Leizer se subió al barco y enrumbó hacia nuevos horizontes. Unos meses y varias náuseas después, se apeó del navío en una fastuosa Nueva York que despertaba en él reminiscencias bíblicas: se sentía como el profeta Jonás arrojado del vientre de la ballena a las fauces de la sacrílega Nínive. A su hermano, ataviado a la usanza de los paganos, apenas si lo reconoció. El ritmo frenético de la ciudad lo desconcertaba y su bullicio le recordaba el fragor de los cañones en el frente ruso. Había logrado escapar de allí gracias a un comandante con aficiones lúdicas una mañana en la que un nuevo cargamento de vodka llegó al improvisado campamento. El jerarca le propuso entonces un duelo: si lograba evadir sus disparos mientras cabalgaba la mula de aquél, le sería granjeada su libertad. La vida del cabo hacía meses oscilaba entre una muerte poco menos que segura a manos del enemigo en el campo de batalla y el padecimiento de alguna de las enfermedades que proliferaban en los hacinados barrancones, de modo que pensó que no tenía nada que perder. Para su fortuna, la bebida que había arribado a la base era de tan desdeñable calidad que los tragos matinales ya se le habían subido a la cabeza a su superior cuando él trepó al lomo del animal, por lo que no tuvo mayores dificultades en escabullirse entre las ráfagas de pólvora que silbaban en sus flancos.

Los múltiples nombres del judío

Todo esto pasó a ser parte de un pasado cada vez más remoto, puesto que su adaptación al nuevo país fue, lo que se dice, ejemplar. Una vez instalado en la promisoria tierra, su hermano lo apadrinó para que ingresara junto a él al negocio de las telas. Al poco tiempo ya había aprendido el oficio y además se le daba bien el inglés, de manera tal que el ídish pronto pasaría a la categoría de reliquia para ser exhibido junto a viejos trastos rituales que se agolpaban en una de las vitrinas de su flamante hogar neoyorquino. Se sentía un hombre del todo distinto a aquel que arribó de Europa: era, en efecto, un hombre distinto. A la usanza de sus correligionarios llegados del Viejo Continente, él también decidió cambiar su nombre. Así, un buen día el bueno de Leizer, con su antiguo porte magro y encorvado, se transubstanció en un tal Louis de pelo engominado, zapatos de charol y mirada altiva.
Qué fue de su vida luego, lo ignoro. A decir verdad, su destino fue múltiple e incierto, pues su historia encarna la de miles de judíos emigrados al Nuevo Mundo en la primera mitad del siglo XX. Lo cierto es que unas décadas después, no muy lejos del enclave del que era oriundo nuestro personaje, otro judío malhadado (¿será este sino trágico parte inherente de la naturaleza de esta casta?) también cambiaría su nombre para siempre. Se llamaba Isaac Goldman y era mi abuelo. Cuando estalló la Segunda Guerra tuvo que hallar una nueva identidad para camuflarse entre los gentiles. Decidió entonces bautizarse a sí Sigmund Golatzek. La elección no fue azarosa, desde luego. En ella se revela el patrón que el escritor franco-tunecino Albert Memmi describe con gran lucidez en su libro La liberación del judío. Según el magrebí, no importa cuánto el judío pretenda ocultar o desentenderse de su abolengo por medio de la alteración de su nombre, el nuevo alias siempre tenderá a preservar un vínculo formal (o en algunos casos conceptual) con el anterior. Esto se lograba gracias a ciertas técnicas vastamente difundidas entonces. Por ejemplo, en ocasiones la primera letra o partícula del seudónimo original se repetía en la nueva y flamante nomenclatura del metamorfoseado. Otra alternativa consistía en modificar el orden de los fonemas del apelativo heredado para obtener un producto del todo diferente en apariencia a aquél (nótese que el uso de anagramas es un ardid ampliamente difundido en la lengua hebrea clásica). En el caso de mi abuelo, ambas técnicas fueron empleadas a fin de modificar su identidad primigenia sin cortar del todo el cordón umbilical que lo unía a ella.

La onomástica y el metaverso

El viejo Goldman murió hace casi dos décadas (¿o quizás más?). Logró sobrevivir el drama de la Shoá y hasta alcanzó cierta longevidad y prosperidad en Argentina. Sin embargo, de su identidad dual jamás pudo desprenderse por completo. Siempre vivió desgajado entre Isaac y Sigmund: para algunos fue el primero y para otros siguió siendo el segundo. Asumo que esto último también puede afirmarse acerca de Louis (o de Leizer) en el Norte y sus múltiples vidas. Sea como fuera, en estos momentos otro judío, quizás descendiente de este último en alguna de sus innumerables encarnaciones, se aboca allí al arte de la onomástica nuevamente.
Verán: en los últimos días la empresa del magnate norteamericano Mark Zuckerberg transmutó su nombre de Facebook a Meta. Según algunos medios, el propósito detrás de esta movida es el de consagrar todos los esfuerzos de la mega-corporación digital a la creación de un nuevo y vasto cosmos virtual: el metaverso (neologismo que resulta de la copulación del prefijo «meta» y del término «universo»). La idea, que antes hubiese alimentado el fuelle de la industria cinematográfica, resulta hoy estremecedoramente verosímil. Si esto fuera cierto, la intención es que nosotros o, en su defecto, nuestros hijos e hijas, vivamos literalmente enchufados a una realidad paralela en la que asumamos la forma de lo que algunos llaman “avatar”, es decir, una mera proyección del ser en el vertiginoso mundo de la red. ¿Será que esta nueva dimensión de la existencia se valdrá de la hiperbolización de los sentidos y de las sensaciones, de modo que la experiencia del mundo-de-más-acá pierda ya todo atractivo ante esta tentativa de un más allá computarizado? ¿Será que la flamante Meta se pretende un sucedáneo de la épica Matrix?
En efecto, hasta el menos avispado de los lectores notará que la similitud entre el nombre de la empresa de Zuckerberg y el de la película de los Wachowski (¿serán ellos también vástagos de nuestro Louis?) resulta tan manifiesta como la que hay entre las dos identidades de mi abuelo. “Meta” y “Matrix” son términos connatos, hermanos que han sellado su afinidad, casi carnal, en sus bodas de sangre. Las consonantes, la sonoridad, la morfología: todo en el primero remite inequívocamente al segundo. Su proximidad dista de ser casual; el método responde a los mismos criterios formales que describe Memmi, a la misma lógica con la que Isaac Goldman se transubstanció en Sigmund Golatzek. Al igual que aquellos que resuelta o inadvertidamente dejaban en sus nuevos seudónimos el rastro de su judeidad residual, Zuckerberg y sus cófrades nos proveen, al rebautizar su compañía, un indicio de su presunta intencionalidad.

El judío errante

Como ven, todo se remite nuevamente a aquel interrogante primordial que funda la teología y, en cierta medida también, la exégesis judía: la pregunta por el nombre. El apelativo, la nomenclatura de lo que es, la tentativa de la que el mismo Dios escapa en el relato bíblico, la de designar el ser, porque éste no puede ser abarcado por ella, porque toda designación deviene en fosilización. Esto podría insinuar que el arte del cambio del nombre es un fenómeno eminentemente judío, una búsqueda por transgredir la ontología clásica, un acto de desacato ante lo prestablecido.
Volvamos al caso de mi abuelo para ilustrar esto: su metamorfosis no fue tanto motivada por un impulso de supervivencia como por un ánimo de picardía. La astucia consistía en ataviarse con la ropa del enemigo, en pavonearse entre sus multitudes sin ser desenmascarado. Sigmund (¡¿se les viene a la mente un nombre más típicamente bávaro que aquél!?) bailaba con la novia delante de las narices del novio sin que éste se diera cuenta. Aquel arrojo le permitió calzarse los atuendos de partisano, hacer volar trenes completos por los aires y desbaratar entregas de cargamento armamentístico nazi sin más que un poco de ingenio y algunos explosivos improvisados (si la historicidad de esta memoria es cierta o si se trata de una elaboración altisonante, en la que se entremezclan relatos oídos durante mi infancia y las imágenes que emergen de mi reciente lectura de Si no ahora, ¿cuándo?, resulta simplemente anecdótico, pues el protagonista de la novela de Primo Levi y mi abuelo bien podrían haber sido la misma persona).
Mi abuelo pertenecía a una generación de idealistas para quienes ser judío implicaba sostener la paradoja de lo universal y lo particular, en la que la antigua fe mesiánica de sus ancestros asumía la forma de una utopía que, a su vez, se revelaba bajo la imagen escatológica de una redención colectiva. Zuckerberg, por el contrario, uno de los mayores innovadores de la industria tecnológica, jamás podrá ser considerado un soñador. En palabras de Erick Fromm, el rótulo más halagador que le cabría es el del “optimista resignado”. Podrá cambiar las formas, los nombres, pero jamás osará torcer el rumbo de la historia. Su destino se hace carne con el derrotero prestablecido por el falso Dios del Progreso, de quien se proclama siervo y heraldo (también en la Antigüedad los judíos tuvimos profetas y, junto a ellos, falsos profetas). Como tal, no busca transformar la realidad del hombre sino profundizar los valores transitorios a los que les rinde culto la sociedad: el vértigo, la inmediatez y la novedad. Bajo el influjo de lo que Buber llama la “pan-técnica” construirá su “meta-verso”: un mundo donde la utopía se torne utilitaria; en el que se perfeccionen las técnicas de mercantilización de la vida humana, en el que la existencia se reduzca a una sórdida suma de píxeles. Para entonces yo ya estaré listo para detonar trenes otra vez y habré cambiado mi nombre para siempre. El método lo he perfeccionado a lo largo de mis múltiples vidas de judío errante.

* Rabino