Presencias de Isaac Bashevis Singer

“Las novelas de Bashevis Singer son frescos de momentos históricos. Sus personajes buscan respuestas, tal vez inexistentes, a las dudas que los carcomen”, dispara Abrasha Rotenberg en un recorrido personal por la literatura de este emblemático autor, uno de sus preferidos, a quien conoció en una disertación en Nueva York, donde quedó fascinado por su histrionismo y su humor. Bashevis “desveló en sus relatos lo que Adán y Eva descubrieron en el paraíso: que el sexo se practicaba incluso entre judíos y esa experiencia generaba placer pero también conflictos, pasiones, suicidios y hasta muerte. El autor no tenía que inventar nada: su vida amorosa y sus pasiones florecieron desde la adolescencia con una libertad sorprendente para un ámbito dominado por la personalidad ética de su padre, un rabino atado a las tradiciones judías más conservadoras.”, añade Abrasha con un dejo de provocación.
Por Abrasha Rotenberg *

En mi adolescencia, cuando ya había olvidado el ruso y dominaba el castellano y también el idish, recuerdo que los domingos mis tíos y mis padres se reunían para leer el único ejemplar de Di Idische Zaitung que compartíamos en la modesta casa familiar. Yo me solía sumar a la reunión porque comenzaban a interesarme los sucesos del mundo pero siempre llegaba un momento en el que mi madre buscaba alguna excusa para que me fuera. Mi tío Israel solía leer el diario en voz alta pero repentinamente reducía los decibeles para que mis primas y yo no lo escucháramos. Yo permanecía cerca porque a veces algunos comentarios pintorescos trascendían:
-Feee- era la onomatopeya descalificadora que iniciaba la crítica de mi tía – ¿cómo es posible que un autor judío escriba estas porquerías? Y yo traduzco “porquerías” por delicadeza porque la palabra original en idish era más contundente. Sin embargo, y a pesar de las críticas que suscitaba, seguían leyendo el relato hasta terminarlo.
En la literatura escrita en idish a fines del siglo XIX y a principios del siglo XX se retrataba la vida familiar, la pobreza, los conflictos religiosos, el acceso a la sociedad gentil, la asimilación, historias de matrimonios, de hijos y nietos, pero los hijos eran un regalo de Dios porque jamás se mencionaba o insinuaba la existencia previa de un encuentro sexual hasta que Isaac Bashevis Singer desveló en sus relatos lo que Adán y Eva descubrieron en el paraíso: que el sexo se practicaba incluso entre judíos y esa experiencia generaba placer pero también conflictos, pasiones, suicidios y hasta muerte. El autor no tenía que inventar nada: su vida amorosa y sus pasiones florecieron desde la adolescencia con una libertad sorprendente para un ámbito dominado por la personalidad ética de su padre, un rabino atado a las tradiciones judías más conservadoras.
La irrupción de ese tabú en las páginas literarias fue una verdadera revolución en las letras en idish y determinó que Bashevis Singer se transformara en un autor atípico e inclasificable por los territorios que abarcaba: podía pasear con la misma naturalidad ente las aulas de una ieshivá donde se buscaba a Dios entre las apergaminadas páginas de los libros sagrados o enfrentando a los demonios con los cuales convivía, o relatando las aventuras amorosas de sus personajes sin soslayar lo explícito, ya sea en el shtetl, en Varsovia o en hoteles de Nueva York. Desde principios del siglo XX se produjo un éxodo de escritores judíos desde la Europa Oriental hacia América. El primero fue el inmenso Sholem Aleijem, cuya temática describía la vida del shtetl, su tipicifidad comunitaria, sus personajes tiernos o ingenuos y su relación con el campesinado y los pueblerinos gentiles cercanos. Aunque en Nueva York terminó su novela Motl, el hijo de Jazán (una historia con la cual me sentí identificado), sus relatos sobre la vida de los inmigrantes judíos en América, por lo menos los que yo recuerdo, carecen de la gracia y el encanto de las historias y de los personajes europeos.
En contraste con la gran figura literaria que dominaba el paisaje de los judíos inmigrantes, me refiero a Sholem Ash, un novelista y autor teatral brillante que en sus obras reflejaba sus propios conflictos filosóficos y humanos, Bashevis Singer se paseaba tranquila y sucesivamente entre Varsovia y Nueva York sin inmutarse. Mientras Scholem Ash navegaba hacia una comprensión y un acercamiento al cristianismo con sus novelas El Nazareno (sobre Jesús) y María (sobre la virgen), escandalosas para sus lectores, Bashevis Singer siempre se mantuvo en un escenario auténticamente judío, donde los personajes también renunciaban al judaísmo intentando integrarse al mundo gentil, sin convertirse voluntariamente al cristianismo.
En mi memoria dos novelas ejemplifican el talento de Bashevis Singer para relatar aspectos sustanciales de las vivencias comunitarias e individuales en dos ciudades emblemáticas para el judaísmo contemporáneo: Varsovia y Nueva York. Me refiero a la novela La familia Muskat, que se desarrolla en Polonia y Sombras sobre el Hudson, en Estados Unidos. La familia Muskat, que podría compararse a un tomo ilustre de La Comedia Humana de Honorato de Balzac, es una crónica sobre los avatares de una familia judía que se inicia a principios del siglo XX y concluye en el año 1939, en el momento en que las tropas alemanas llegan a las puertas de Varsovia. El relato sobrepasa los límites de la familia Muskat porque incluye múltiples historias de su entorno donde se multiplican personajes ideológicamente enfrentados, sionistas, comunistas, bundistas, nacionalistas, jasidim incondicionales de su rabino, e iluministas deseosos de cultura y libertad, pero también poetas, escritores, idealistas ingenuos que conformaban una sociedad dinámica, floreciente, contradictoria y vital, un enjambre activo que, sin embargo, presentía su hecatombe.
La familia Muscat es una profunda incursión en el judaísmo varsoviano, la de una sociedad conflictiva donde los judíos se enfrentan tratando, por una parte, que no se rompan las cadenas de su milenaria tradición y, por otra parte, luchando para ingresar a la modernidad del siglo XX. Un enfrentamiento que Hitler resolvió eliminando a los contrincantes.
Uno de los notorios méritos literarios de Singer es la singularidad de sus personajes secundarios: cualquiera que aparece en sus páginas o en una sola frase, deja sus huellas y justifica su presencia.

Nueva York es el escenario de Sombras sobre el Hudson y la mayoría de sus actores son originarios de Varsovia o de algún pueblito judeo-polaco cercano, supervivientes del holocausto. Seres quebrados, conflictivos, neuróticos y culposos de haber sobrevivido mientras sus padres, hijos o hermanos eran conducidos a las cámaras de gas. Las novelas de Bashevis Singer son frescos de momentos históricos. Sus personajes buscan respuestas, tal vez inexistentes, a las dudas que los carcomen: ¿cómo enfrentar los problemas del nuevo ámbito con las cargas de tragedias no resueltas importadas desde un pasado trágico? ¿Vale la pena continuar la odisea de un pueblo devastado, de una religión de un dios ausente en el momento en que se lo necesitaba, o renunciar a su identidad mediante las muchas alternativas que una sociedad moderna ofrecía u optar por emigrar a Israel y construir un nuevo prototipo judío? ¿Cómo recuperar la dicha perdida en la guerra, acomodarse a la nueva vida, sobrevivir a la memoria, aceptar su propio éxito económico dentro de la sociedad americana, agotar toda capacidad de amor y superar la culpa? Estos son los conflictos básicos de personajes extremos, de historias dolorosas y profundamente contradictorias donde, y es el gran mérito de Singer, el humor nunca falta y los absurdos de la conducta humana siempre se destacan.
En los años 80, en un viaje a Nueva York, me invitaron a una presentación de Bashevis Singer, que iba a disertar sobre su obra en una sala teatral. Era un salón inmenso repleto de un público adicto al que agregué mi presencia. Mi admirado autor se expresaba en un inglés entendible para mi conocimiento básico porque, además, estaba mechado con muchas expresiones en idish. A los pocos minutos quedé fascinado por su histrionismo y su humor. Era un gran actor que se robaba el escenario hasta que llegó el turno de las preguntas y se produjo una actuación insuperable, donde el uso de la ironía y la réplica ingeniosa fulminaba las intervenciones insidiosas, que abundaban. Allí podía haberse plasmado la famosa respuesta a aquel curioso que le preguntó si no comía carne de pollo (Singer era vegetariano) para preservar su salud.
– No es que no coma pollo para preservar mi salud, lo hago para preservar la salud de los pollos– respondió sonriendo.
Solo por aquel encuentro con Bashevis Singer valió la pena viajar a Nueva York.
Ahora estoy en la sierra madrileña, en la casa familiar cargada de remembranzas de momentos vividos intensamente en los que traigo, solo para pasar el rato, recuerdos dispersos de la obra de un autor que disfruté en idish y en magníficas versiones al castellano para compartirlos con ustedes, tal como espontáneamente me vienen a la memoria. Un divertimento, nada más que eso.

* Economista, empresario, escritor y periodista. Cofundador de Periódico Nueva Sion, la revista Primera Plana y el diario La Opinión. Autor de los libros La Amenaza, Ultima Carta en Moscú y La Opinión Amordazada, entre otros.