A propósito de liberaciones y holocaustos

Libertades propias y ajenas

Mientras en Francia se dio marcha atrás con el contrato basura propuesto para la inserción de los jóvenes en el mercado de trabajo, en Argentina -propuesta por la generación del ´80 como un espejo de Europa- se descubrieron talleres textiles que promueven un sistema de producción sostenido sobre el trabajo esclavo y clausuran, en menos de 24 horas, 64 centros de producción donde tenían -bajo este régimen medieval- a familias enteras de origen boliviano. La licenciada Beatriz Gurevich, cuando era directora del CES (Centro de Estudios Sociales de la DAIA), realizó un estudio que indicaba que las tres minorías más discriminadas que habitan el país, o vistas con mayor prejuicio, eran las comunidades boliviana, judía y los pueblos originarios (indios).

Por Guillermo Lipis

Todos estos datos de la realidad: la francesa, el mercado esclavo local (en la industria textil) y los prejuicios y discriminación de la sociedad argentina vuelven irremediablemente, ante la conmemoración de Pésaj que recuerda, en estos días, la comunidad judía, la que no está exenta de repensar (cada uno de sus integrantes) las formas de su involucramiento social.
No es casualidad que la DAIA se haya visto obligada a integrar un comité “para lograr la regularización de los talleres” (textiles) luego de la marcha en la que integrantes de la comunidad boliviana portaron un cartel en el que se leía “coreanos y judíos explotadores”, haciendo clara referencia a la pertenencia identitaria de los titulares del taller donde, trágicamente, fallecieron 6 personas de nacionalidad boliviana, 2 niños entre ellas.
Una vez más se han visto enfrentadas tres minorías por presuntos delitos cometidos sobre la base de la explotación y el prejuicio por los que, en todo caso, deberían ser inculpados los individuos y no las comunidades coreana, judía o boliviana misma, incurriendo en el peligroso campo de la generalización, o globalización, si se quiere, en el lenguaje de la política moderna.

Anticipatorio

“¿Qué clase de sociedad y qué tipo de hombre habremos de encontrar en el año 2000, suponiendo que la guerra nuclear no haya destruido a la raza humana antes de entonces? Si la gente supiera el curso probable que tomará la sociedad, gran parte de ella, por no decir la mayoría, se horrorizaría a tal grado que adoptaría las medidas adecuadas para que pudiera alterarse ese curso. Pero si la gente no se da cuenta de la dirección en que marcha, despertará cuando ya sea demasiado tarde y su destino se habrá sellado irrevocablemente… Un conservador como Disraeli y un socialista como Marx estaban prácticamente de acuerdo en cuanto al peligro que el hombre correría por el crecimiento incontrolable de la producción y el consumo. Ambos percibieron la forma en que el hombre se debilitaría al volverse esclavo de la máquina y a causa del constante aumento de la codicia… Parecería que algunas mentes notables de la centuria pasada (N. de la R.: por el siglo XIX) percibieron lo que ocurriría hoy o mañana; en cambio, nosotros, a quienes esto le está ocurriendo, permanecemos ciegos a fin de no perturbar nuestra diaria rutina…”
Este texto, tan esclarecedor como anticipatorio, fue escrito por Erich Fromm para su libro ‘La revolución de la esperanza’ en 1968.

No hay problemas nuevos de fondo como tampoco parece haber soluciones nuevas a la vista. Las dificultades se reciclan tomando la cara de los avances tecnológicos y ambiciones políticas que, en muchas ocasiones, no significan otra cosa que retrocesos en las libertades de los hombres y en su verdadera posibilidad de alcanzar la felicidad.

Las locuras de la humanidad

La historia está plagada de ejemplos que identifican a pueblos enteros víctimas de estas situaciones planteadas por Fromm. Millones de historias únicas e irrepetibles sometidas al designio de otros hombres y culturas que, asumiendo roles de privilegio (como el de decidir sobre la vida y la muerte de los semejantes) creyeron poder construir un mundo mejor haciendo desaparecer, literalmente, o exterminando (como en el maldito caso de la Shoá) a sus semejantes al ritmo de la máxima locura que la humanidad ha podido construir: el Holocausto de seis millones de judíos, la muerte de cincuenta millones de personas en la Segunda Guerra Mundial, el genocidio armenio, las cruentas matanzas en Ruanda, las hambrunas en Africa, el trabajo esclavo de las minorías, la humillación que provoca la pobreza, la prostitución infantil, la explotación del hombre a manos del hombre, las dictaduras, los atentados a la Embajada de Israel y la AMIA …

– ¿Somos libres de olvidarnos de estos dramas?

– ¿Somos libres de mirar en otra dirección?

– ¿Somos libres de avalar, con nuestro silencio, el dolor ajeno?

El pacto del Sinaí

Pésaj, la celebración de la libertad, paradójicamente, debería de comprometernos, a ‘esclavizarnos’ si se permite en este caso el término, en la lucha permanente por los más altos principios humanistas, inspiradores de la verdadera liberación.
El pacto del Sinaí -la recepción y el compromiso por el respeto de la Ley, una Ley a favor del desarrollo responsable de la humanidad -sin excepciones- sigue vigente más allá de formas y sistemas. Y cumplirlo es un imperativo social que debe reflejarse en cada uno de los hombres, única forma de ejercer una libertad colectiva plena y sin más holocaustos.

Jag Pésaj Sameaj.