Escribe para Nueva Sion el rabino Jordán Raber, de la Sinagoga 1870 de Lima, Perú

Baños de sangre: el agua, el mito y el mercado

“El agua ya no será un elemento vital para nuestra existencia sino un dígito atroz que devendrá, en última instancia, en mera mercancía”, señala el rabino Raber. Las sociedades contemporáneas continúan empeñándose en re-escribir la historia del devenir de las cosas en clave teológico-mitológica. Pero, a diferencia de las crónicas antiguas, la fuerza que avasalla el vigor incontenible de los mares esta vez no está representada por el dios-creador sino por una nueva entidad que detenta en los anales de la civilización moderna una ubicuidad equivalente a la de aquél: se trata, en nuestro caso, del dios-mercado.
Por Jordán Raber, desde Lima, Perú

Recuerdo el comienzo de Historia de Mayta, una de las novelas menos conocidas de Mario Vargas Llosa. Una buena amiga nos la obsequió a mi pareja y a mí antes de nuestro traslado definitivo a la grisácea y polvorienta Lima, envuelta día y noche en aquella neblina perenne que cubre con su manto de seda los cielos de una ciudad que aún rezuma, como el agua, la sangre de la Conquista. La primera escena del libro describe a su protagonista contemplando el suntuoso mar de la capital peruana mientras repara en las abismales diferencias entre la magnificencia de aquél y la precariedad de su fisonomía urbana. Al igual que el joven Mayta, a menudo me encuentro sumido en cavilaciones de la misma índole cuando salgo a observar el océano inhóspito que contornea la urbe y que dibuja el infinito en su horizonte plomizo, perdiéndose en lontananza en un cielo metálico que pareciera fundirse con él en una suerte de abrazo diáfano capaz de evocar las visiones extáticas de los antiguos místicos hebreos.

Era una tarde de verano limeña que –para sorpresa de todos— se atrevió a trocar el gris monocorde del firmamento por un rojo encarnizado que sellaba un pacto de sangre con el océano. Testigo de aquel espectáculo inusual, me hallaba sumergido –menos apesadumbrado que enfadado— en la marea irrefrenable de los pensamientos que suscitaba en mí una noticia aciaga que había leído días atrás: al parecer, aquellas aguas ingobernables –inusitadamente sanguinolentas— se tornarían de ahora en más en una lúgubre cifra sometida al imperio de las corrientes especulativas de Wall Street. Así es: sus vehementes olas habrían de cotizar –ya lo estaban haciendo— en la Bolsa de Valores.

Como una brisa fresca en medio de un verano tórrido, la vocecita de mi hija –que en aquel momento exudaba una tierna mezcla de curiosidad y asombro— me arrancó del ensimismamiento. La impetuosa letanía del oleaje contrastó con la dulzura de su serena mirada cuando, sin rodeos, me interpeló: «Papi, ¿cómo se hace el mar?». Su pregunta, intempestiva, me desconcertó: “la admiración por el misterio de la existencia –aquella condición sine qua non del homo-religiosus de la que hablan los místicos modernos— se halla intacta en la inocente mirada de una niña”, pensé. Después de todo, su pregunta –trasuntada en el lenguaje del pensamiento religioso-filosófico— se remonta al problema fundamental de la creación o del devenir del cosmos.

Lo que haya atinado a responder en aquel momento carece, a los efectos de este artículo, de relevancia, máxime cuando mi interlocutora ya tenía preparado todo un arsenal de explicaciones posibles que, ciertamente, no diferían mucho de las crónicas fabulosas del Génesis. En su porte, en la vívida excitación que irradiaba el timbre de su voz, pude adentrarme nuevamente en los torrentes de los antiguos mitos cosmogónicos, observar frente a mí el caos antediluviano de materias revueltas que precedió al acto de creación primordial. Ante mis ojos, las aguas de la ciudad iban asumiendo –en su naturaleza amorfa e inaprehensible que Bauman tildaría de proteica— el rostro impávido de la temible diosa Tiamat, patrona de los mares en las composiciones épicas de la antigua Mesopotamia: aquel engendro divino de dimensiones inconmensurables pugnaba por cernirse, con sus tentáculos marinos, sobre el orbe entero. Mientras tanto, el dios-demiurgo, blandiendo como sola arma su palabra inefable, pretendía someter la furia tempestuosa de aquel océano endiablado.

De aquellos relatos fantásticos –vertidos como el agua que es tinta e hipóstasis de sentido al mismo tiempo— nos separan unos cuantos milenios. Sin embargo, las sociedades contemporáneas continúan empeñándose en re-escribir la historia del devenir de las cosas en clave teológico-mitológica. Pero, a diferencia de las crónicas antiguas, la fuerza que avasalla el vigor incontenible de los mares esta vez no está representada por el dios-creador sino por una nueva entidad que detenta en los anales de la civilización moderna una ubicuidad equivalente a la de aquél: se trata, en nuestro caso, del dios-mercado. En este sentido, la fábula occidental de la existencia presenta un giro teológico y, fundamentalmente, una discontinuidad ontológica respecto de la narrativa de los mitos fundacionales: ya no será la impertérrita diosa Tiamat quien amenace con engullir el globo con sus dientes espumosos sino que es ahora el paradigma del mercado quien pretende extender su égida sobre todo lo que nos circunda.

Podría decirse que una lógica tal entraña un intento de cosificación total de la realidad: así –sostienen Adorno y sus contertulianos—, el mundo se torna en algo susceptible de ser objetivado y, brutalmente, mercantilizado. De tal suerte, la cotización del agua en el Mercado de Capitales se erige como un acontecimiento capaz de transformar su quididad, es decir, la entidad que ella cobra ante nuestros ojos, de manera radical: ya no se trata de un elemento vital para nuestra existencia sino de un dígito atroz que devendrá, en última instancia, en mera mercancía. De a poco seremos testigos de cómo esta sustancia se con-vierte en agua-no-agua, o sea, en agua-cosa.

¿Será éste, acaso, el último escalafón del camino hacia la alienación total del ser humano, entendida como una desvinculación irremediable del orden de lo natural, hacia el emplazamiento de nuestra existencia en el plano de los meros objetos? Mientras aguardamos la respuesta a esta interrogante, habrá que bregar por que las nuevas corrientes mercantilistas no nos arrastren al estado de caos y confusión primordial del Génesis. Habrá que hallar nuevamente la cándida inocencia que nos devuelva la capacidad de asombro ante el misterio de la existencia. Tal vez de ese modo logremos exhumar, de en medio de las sórdidas profundidades del olvido, a la temible diosa Tiamat, presta a arrasar con su marea borrascosa las efigies del ídolo, del dios-no-dios, que pretende atraparla con las redes vacuas de su modernidad líquida. Quizás sea ésta la última de las esperanzas para quienes ya nos sabemos, inexorablemente, ahogados en ella.