Lenguaje inclusivo, una perspectiva judeo-argentina

La propuesta de repensar al idioma castellano en términos de “inclusividad” es parte de una disputa más amplia, la cual también promueve una mayor justicia social. Utilizar un lenguaje no sexista implica cuestionar las jerarquías que rigen las relaciones económicas de la sociedad y los estereotipos con los cuales nos manejamos. La pregunta que debemos hacernos es qué es lo que realmente molesta de esa demonizada y mal llamada “ideología de género”, y hasta qué punto esa supuesta ideología no es equiparable en alguna medida con la memoria del destierro judío de la lengua.
Por Diego Niemetz *

Desde hace un tiempo, asisto -a veces con estupor- al intenso debate que se genera en relación a la utilización del lenguaje inclusivo o no sexista. He podido observar intercambios en diferentes ámbitos, sin dejar de asombrarme por la virulencia que adquieren las intervenciones, especialmente las de los detractores de la propuesta. Esto es lógico, porque como suele suceder en otros órdenes, esos hablantes son los sostenedores (a conciencia o no) de un cierto statu-quo, al que sienten amenazado. En muchos casos he visto defensas apasionadas de las posiciones exhibidas por Real Academia y de la norma lingüística imperante por parte de personas que nunca estuvieron interesadas en cuestiones de este tipo, que incluso nunca se han detenido a analizar una gramática o a consultar un diccionario o, en fin, que no saben qué es la Real Academia o cuál es su función.
Muchas de estas apasionadas discusiones se han dado en espacios, casi siempre virtuales, de la comunidad judía, lo cual ha llamado mi atención por supuesto. A menudo, y esto es lo más significativo, los argumentos esgrimidos por los defensores de la corrección gramatical son demostraciones de intolerancia e, incluso, agravios y banalizaciones de experiencias colectivas del pasado.
Definitivamente, en mi opinión, lo que les molesta no es la modificación del sistema pronominal, por ejemplo, sino algo que va más allá. Un algo que está en la lengua, pero que no es la lengua en sí. Apelar a las normas de la Academia para negar la posibilidad de un cambio es una falacia. La lengua está hecha para cambiar: esta es una verdad que hasta el más conservador de los Académicos jamás negaría. Aunque puedan formularse hipótesis con cierto grado de seguridad, no hay forma de prever lo que pueda suceder con ella, con sus estructuras: desde ese lugar, la posibilidad de que haya un cambio estructural profundo por presión de los hablantes es parte de las dinámicas descriptas desde antiguo (de otro modo no hablaríamos castellano, francés o italiano, por ejemplo).
Asimismo, entre los argumentos más recurrentes, además de la famosa cuestión de lo gramatical, es posible encontrar un discurso que se refiere a lo “verdaderamente inclusivo”, que sería aprender lengua de señas, por ejemplo. No me detendré tampoco en señalar la obvia diferencia que hay entre aprender una lengua no verbal (la lengua de señas) y modificar la lengua que ya se habla y en la cual cientos de miles de hablantes proponen un cambio. Tampoco voy a adentrarme en la diferencia entre lengua y lenguaje (con el cual se ha decidido denominar a estas propuestas inclusivas).
Es evidente que el gran problema no es el cambio, sino el hecho de que la arista principal de la discusión tenga que ver con que la interpelación al uso cotidiano de la lengua venga vinculado con el reclamo de una minoría sexual. Tampoco voy a desandar la elusiva etiqueta de la “ideología de género” con la cual se pretende desvirtuar la naturaleza de la discusión y que, en definitiva, esconde la intolerancia al respecto.
Por eso, el objetivo de estas páginas no es proceder a un análisis exhaustivo sobre la pertinencia o no del lenguaje inclusivo, sino aportar una mirada desde otra perspectiva minoritaria. En efecto, lo que pretendo es encontrar puntos en común, una mirada convergente que, sin desatender las historias y las especificidades de cada minoría (y sin desconocer, por supuesto, que hay individuos en los cuales se superponen experiencias), permita observar los modos en que la lengua puede ser intervenida por los hablantes para convertirse en un lugar más diverso y más democrático.
Los judíos somos portadores de una experiencia multilingüe muy característica, surgida en gran parte de nuestro pasado de desarraigos forzosos. En otras palabras, la memoria de las persecuciones y de los éxodos está en la historia, en las tradiciones, pero también en la complejidad lingüística de la que solemos hacer una fortaleza: ¿podemos extraer de allí algunas ideas, algunos aprendizajes que permitan reencuadrar la discusión sobre el lenguaje inclusivo?
Adelanto, por lo tanto, mi opinión: en tanto judío argentino (en una de las tantas formulaciones que esta definición acepta), es decir, habitante de la lengua castellana por derecho de nacimiento, percibo una profunda afinidad entre la causa del lenguaje inclusivo y diferentes causas históricas que la judeidad ha tenido que sostener dentro del contexto lingüístico del castellano. Creo que revisar un par de ejemplos sobre los usos expulsivos y discriminatorios del castellano, podría permitir complejizar la discusión y encontrar argumentos válidos para interceder en el debate.

1492
En tanto minoría diversa, la experiencia judía de la lengua española (y, en general, de cualquier lengua) es variada y compleja, y lógicamente tiene también una historia.
Fundamentalmente, lo que define a una nación es una cultura común (lengua, historia, geografía, etc.). La lengua es un territorio habitable y es claro que hay una relación muy estrecha entre las condiciones de habitabilidad de un espacio geográfico definido por límites espaciales (la nación moderna) y la existencia lingüística de quienes lo habitan (sus ciudadanos). Se nace en una coordenada geográfica (y eso implica tener una cierta nacionalidad) y, al mismo tiempo, se nace en una lengua (que, muy habitualmente, lleva el nombre del país). Es tan fuerte esa relación que, en términos generales, no se cuestiona: si una persona nace en Francia, por ejemplo, es obvio que debe hablar el francés. Se trata de una mirada nacionalista, estrecha, sesgada, que descarta de manera automática las realidades multilingües de la mayor parte de los países modernos.
No solemos preguntarnos, tampoco, cuál es el origen y la evolución gramatical de esa lengua ni, mucho menos, cómo llegó a ser la lengua oficial del espacio geográfico. El caso del dialecto florentino devenido en lengua nacional de Italia es un buen ejemplo, porque sucedió hace relativamente poco en un país de Europa y no en un rincón inhóspito del globo, pero no es ni único ni demasiado especial (incluso en el civilizado continente europeo). En mayor o menor medida, la consagración de una lengua oficial (y, hasta cierto punto, la de una religión oficial) es el triunfo de una empresa de dominación imperial de una región sobre otra (esas regiones pueden estar contenidas en los límites geográficos del futuro Estado nación o estar alejadas, ser “nuevos dominios”).
El caso específico de la materialización de la relación Nación Española-Territorio Ibérico-Lengua Castellana es una de las manifestaciones más fuertes que podamos imaginar e incluye, a su vez, una de las experiencias judías más significativas. 1492 es el año emblemático al respecto. El 2 de enero se produjo la caída de Granada, el último dominio árabe en la península, hecho que suele considerarse el final de la “Reconquista”, en otras palabas, el final de la guerra de la cristiandad en contra de la dominación mora, que había durado más de setecientos años. El 31 de marzo los Reyes Católicos firmaron el edicto de la Alhambra, que significó la expulsión de los judíos sefaradíes. El 18 de agosto, según consta en el pie de imprenta, Antonio de Nebrija publicó la primera gramática de la lengua castellana, en la cual declara, con una clarividencia envidiable, su intención de que sea utilizada como un instrumento de conquista del naciente imperio. Finalmente, el 12 de octubre, Colón descubrió América.
En otras palabras, en menos de un año Fernando e Isabel lograron unificar el territorio bajo su égida, expandir el dominio geográfico, imponer una religión (en detrimento de la coexistencia previa que, sin ánimo de idealizarla, había sido más o menos pacífica y a costa de la expulsión de dos grupos humanos que llevaban siglos cohabitando la península) y legitimar una lengua vulgar o romance por sobre las demás que se hablaban en el mismo territorio: un reino, una religión, una lengua.
La desterritorialización espacial causada por la expulsión no es, como se sabe, la única experiencia judía de este vertiginoso proceso. Ante la disyuntiva, muchos de ellos prefirieron sacrificar su judaísmo antes que abandonar lo que consideraban su patria. En algunos casos se convirtieron al cristianismo, en otros casos esa conversión fue, apenas, un simulacro para poder permanecer en sus hogares. Esto dio lugar al fenómeno del marranismo o cripto-judaísmo (la práctica del judaísmo en secreto). Es decir, que los judíos que decidieron no desterritorializarse geográficamente, de algún modo tuvieron que hacerlo lingüísticamente: frente a la imposibilidad de seguir autodefiniéndose como judíos, los nombres que podían utilizar eran siempre afrentosos, como cristianos nuevos y marranos.
Aunque no hay consenso, la hipótesis más fuerte sobre la etimología del término marrano (que es la que registra el diccionario de la RAE) cuenta toda la historia: provendría de una palabra árabe (aunque los hispanistas se esfuerzan por olvidarlo, las deudas del castellano con el árabe son inconmensurables) que significa genéricamente “prohibido” y que, por asociación, terminó designando un cerdo pequeño (de menos de un año de edad). Entonces, la lengua que antes había albergado a los judíos ahora, en un gesto de malicia doble, los llamaba igual que al animal prohibido (el cerdo), subrayando, al mismo tiempo, su juventud (es decir, enfatizando su reciente conversión).
Un aspecto interesante de este exilio es que los descendientes de aquellos que se convirtieron continuaron siendo “cristianos nuevos” por generaciones, mientras que el término marrano sigue registrándose en el diccionario con su uso despectivo todavía en la actualidad. En otras palabras, el exilio lingüístico perdura (incluso más que el exilio geográfico, que los parlamentarios españoles intentaron reparar en junio de 2015 al reconocer el derecho a la nacionalidad española a los descendientes de los judíos expulsados en 1492).
¿Cómo los judíos podemos habitar, entonces, el castellano? ¿somos bienvenidos? ¿quién nos rige esa experiencia? ¿tenemos derechos como para insistir en el destierro de algunos términos y la exclusión de ciertas acepciones registradas, por ejemplo, en el diccionario? ¿cómo podemos hacer para vivir en una lengua en la que nuestro propio nombre también es considerado sinónimo de avaricia y usura?

En todas partes se cuecen habas
En España, sobre todo en Castilla, y en otros países de habla hispana el término “judía” se utiliza para designar a las arvejas y, con más precisión, a las habas. No está claro el origen de la designación. Hasta hace algún tiempo el diccionario de la Academia registraba un supuesto origen árabe del término, pero ya en sus últimas ediciones suprimió aquella hipótesis porque resultaba imposible de demostrar(1). Los catedráticos han optado por una opción más sobria: “quizás de judío”, puede leerse en la entrada correspondiente.
Esto quiere decir que, como en muchos otros casos, no es posible establecer con total certeza la proveniencia del término, aunque hay un testimonio muy particular y que tiene bastante aceptación como posible origen.
Según Sebastián de Covarruvias, autor del famoso Tesoro de la lengua castellana o española(2), es decir, del primer diccionario monolingüe de nuestra lengua (y el primero de su tipo en Europa, también), las “judías son arvejas o habillas, llamadas así porque saltan cuando las echan en agua hirviendo”(3). El ingenio, no exento de una buena dosis de humor negro, que ya se apreciaba en el uso del término marrano, reaparece en esta definición, en la que se alude al instrumento más habitual que aplicaba la Inquisición para castigar a los culpables del delito de “judaizar”: la hoguera.
En Argentina la palabra haba, sinónimo de judía, está poco difundida y me arriesgo a suponer que su uso más recurrente está en el refrán “en todas partes se cuecen habas”, que viene a significar que en todos lados hay problemas y secretos(4). Lo interesante es que si la hipótesis de Covarruvias es correcta, las habas que se cuecen, son equivalentes a las judías que saltan en el agua caliente. Es decir que la expresión podría aludir, a su vez, al origen más o menos “dudoso” de muchos hidalgos que pretendían pasar por cristianos viejos: un típico personaje satirizado en la literatura del Siglo de Oro, particularmente en el género picaresco. Como lo demuestra el soneto satírico “A una nariz” dedicado por Francisco de Quevedo a Luis de Góngora, aludir al origen judío, real o no, de una persona era uno los peores insultos que podían pronunciarse.
Y como lo personal es también político (y tiene una historia y, muchas veces, una arqueología de la lengua permite recuperar ese pasado), me parece interesante señalar que, si bien Covarruvias era cristiano viejo por parte de madre (lo cual le permitió escalar rápido y alto en su carrera clerical, en la que fue asesor del Santo Oficio), su padre era hijo de una conversa, es decir, era cristiano nuevo. Por lo tanto, en la familia del ilustre don Sebastián de Covarruvias, consultor del Santo Oficio, se cocían algunas habas que mucho le habrá interesado ocultar.
Por supuesto que con esto no pretendo buscarle la vuelta judaica a Covarruvias, sino demostrar hasta qué punto el exilio lingüístico es una violencia en contra de la propia identidad, el propio pasado, la propia familia. La pregunta inevitable (aunque no tan original desde Foucault en adelante) es: ¿cuántas otras violencias similares a esta esconde la lengua que usamos cada día?

Una reflexión sobre la justicia de/en la lengua
De todo lo anterior, me gustaría deducir una conclusión, en absoluto objetiva y para nada original: la lucha por la visualización del lenguaje en términos de “inclusividad” no es solamente la causa caprichosa de una minoría sexual radicalizada, como se la ha tratado de presentar, sino que es una lucha que promueve la justicia social en términos generales. En esta perspectiva, repensar el lenguaje es, también (o primero, o sobre todo), repensar las relaciones económicas de la sociedad, las jerarquías que las rigen y los estereotipos con los cuales nos manejamos.
El ejemplo del lenguaje inclusivo, en tanto reivindicación de una minoría, es un caso para pensar en la necesidad de entender la intersección de los dos paradigmas filosóficos que tradicionalmente se denominan “políticas de redistribución” y “políticas de reconocimiento”, en una perspectiva muy similar a la desarrollada por Nancy Fraser(5). Por ejemplo, hay un evidente sentido económico subyacente en los reclamos de reconocimiento de las minorías sexuales. Sin embargo, este sentido obvio de la cuestión, no es el único ni el más importante.
Las memorias del pasado, que incluye la de los esfuerzos por habitar la lengua de manera más justa, debería servir para delinear una ética general. Es decir, la necesidad de repensar las relaciones lingüísticas en términos de justicia social y de identidad no atañen, exclusivamente, a las minorías que encabezan de manera visible la lucha por su difusión o su institucionalización. El judaísmo argentino, por ejemplo, en tanto minoría, debería ver en sus luchas reivindicatorias una causa común con las de las minorías sexuales, fundamentalmente lo que atañe a la habitabilidad del castellano.
El lenguaje inclusivo pone de relieve las zonas de exclusión reificadas en la práctica cotidiana de la comunicación y, en ese sentido, amplía los horizontes perceptivos y, fundamentalmente, empáticos de los hablantes. No basta, tampoco, el optimismo simplón, según el cual la hipotética institucionalización del lenguaje inclusivo funcionaría como la clausura de una lucha entera: por el contrario, debería hacernos ver la necesidad permanente de estar atentos a lo que hacemos con la lengua (aunque soy un tanto escéptico sobre nuestra capacidad para el inconformismo) y, por supuesto, a lo que la lengua ha hecho con nosotros.
Si, como dije antes, no hay una causa estrictamente lingüística para negar su utilización, la conclusión es que las razones son estrictamente ideológicas: la pregunta que debemos hacernos no es si existe o no, sino qué es lo que realmente molesta de esa demonizada y mal llamada “ideología de género” y, hasta qué punto esa supuesta ideología no es equiparable en alguna medida con la memoria del destierro judío de la lengua. En ese abanico, el de la experiencia que confluye (y no en el de la competencia o en el de la descalificación), debería pensarse el lenguaje inclusivo desde una mirada judeo-argentina.

1) Un hilo al respecto, con muy buena documentación, puede consultarse en https://cvc.cervantes.es/foros/leer_asunto1.asp?vCodigo=20996#:~:text=La%20etimolog%C3%ADa%20de%20la%20palabra,%C3%A1rabe%20yudiya%2C%20’alubia‘.
2) La obra fue publicada en 1611 y, con algo de paciencia, se puede consultar aquí: http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/del-origen-y-principio-de-la-lengua-castellana-o-romance-que-oy-se-vsa-en-espana-compuesto-por-el–0/html/00918410-82b2-11df-acc7-002185ce6064.html
3) Los folios correspondientes son el 69r y el 69v.
4) Hay una referencia a esta posible conexión en el hilo que cité más arriba.
5) “La justicia social en la era de la política de identidad: redistribución, reconocimiento y participación”. En: Revista de Trabajo, año 4, Número 6: Buenos Aires, Agosto – Diciembre 2008, pp. 83-99.

* Doctor en Letras. Investigador del Conicet. Director de la Cátedra Libre de Cultura Judía de la UNCuyo.