Evocación de un día pre-pandemia en el Marais

La gesta del tefilín

De la nostalgia de los tiempos anteriores al COVID-19, surgió esta serie de evocaciones de una tarde que el autor de este artículo vivió en el barrio judío por excelencia de París, allá por la primavera septentrional de 2018.
Por Alejandro Ninin, desde Bruselas, Bélgica

“Qué lindo es sentarse en la puerta de un bar y ver al Marais, pasar y pasar”. Como yo lo vi hace exactamente un año, se me ocurre evocar en esta tarde sosa e indefinida, sentado en un sillón en alguna parte de Bruselas. En esta época incierta y en cierto modo absurda, el recuerdo del Gordo Schussheim, que se nos fue hace poco y con quien tanto yo me entreverase en inolvidables justas en el Face, por o contra el peronismo, me hace sentir bien. Yo siempre lo peleaba, frente a otros testigos virtuales: “Jorge, vos sabés el enorme respeto que te tengo, pero un judío no puede ser peronista, sino más vale bolche y de preferencia francmasón”. La respuesta al comentario provocador tardaba poco en llegar, primero en forma de un “Pero por qué no te vas a la…” y luego con un vendaval atroz de mandobles -que no carecían de fundamento, algunos de ellos sencillamente irrefutables- como por ejemplo los que hacían referencia a mi yrigoyenismo naftalinoso, a mi gorilismo caracterizado -aunque jamás macrista- y a mi comunismo de Veuve Cliquot…
El Gordo, sí, el que pelaba la guitarra en las escaleras del Di Tella para sacar conejos de la galera, creando poesía musicalizada para una “inmensa minoría” -su manera de definir “a los que estaban en “la pomada”-, era un tipo característico de una época -los ’60, los ’70, inclusive los ’80- en la cual reinaban la espontaneidad y la creación, en lugar de la ostentación y del aserto rayano en el disparate. Y adaptar sus versos, inmortales, es algo que salió de mí casi naturalmente en aquella ocasión. Una vez me contó que fue a París a sentarse por horas junto a la tumba de George Brassens, su role model, para que yo le diga “Jorge, la verdad es que vos eras mejor que Brassens, que era un franchute plomo” y él se indignase otra vez, según su costumbre y aun cuando elogiado. Es que para mí sinceramente era más. Probablemente porque me era más cercano, ya que sus defectos y sus virtudes en relación dialéctica, el Gordo era -es- nuestro.
Sí, fue lindo sentarse en la puerta de un bar, o de un café, como yo lo hice en el más judío de los barrios de París, el Marais. También es lindo recordar hoy aquellas épocas anteriores a la pandemia, aquella tarde despreocupada en la que el astro rey parecía deslizarse como una bola ardiente por las calles de París, esa vez liberada de la circulación de los autos, pero invadida por patinetas electrónicas, bicicletas dubitativas y por turistas ansiosos de conocer el otrora corazón judío de Europa Occidental.
Por aquello de que uno compara lo suyo con lo ajeno, se me ocurrió pensar en las diferencias entre Marais con Villa Crespo o con Once. Porque para mí, comparado con estos últimos, es como si el Marais fuese un decorado de esos que se usan en la televisión para ilustrar un paisaje, mientras que en Once o en Villa Crespo hay -supongo que todavía debe haber- una vida que, a pesar de todo, sigue palpitando. ¿Por qué así?, me preguntaba mientras apoyaba la ñata contra el vidrio de….-omitamos piadosamente el nombre-, una de las más reputadas confiterías de especialidades judías del lugar, ubicada en una esquina. Lo que vi en la vidriera no me pareció para nada auténtico: los knishes de queso parecían dumplings hechos por un chino. El pastrón estaba cortado de una forma rara; lucía como si hubiese sido hachado sin la menor contemplación. Las semishitas de girasol de los productos de panificación, arteramente escasas, estaban mal distribuidas. ¿Cómo no recordar la rotisería judía de Pampa entre Cabildo y Vuelta de Obligado, desaparecida hace décadas, y con ella todo el saber culinario que partió con ella?
A pesar de todo aquello, el local estaba completamente lleno -en tiempos de COVID me da un escalofrío pensar en ese hecho, que parece pertenecer definitivamente al pasado-. En efecto, la cola afuera del local ocupaba unos veinte metros y una vez adentro costaba mucho abrirse paso entre la gente. Desde que dejé Argentina nunca más comí un gelifte fish. Había tratado una vez en 2016 en Kazimierz, el legendario arrabal israelita de Cracovia, pero cuando le hube preguntado a la camarera por aquella delicia, deslizó una mirada tierna para explicarme que, si bien eso le traía recuerdos de sus abuelos, en este siglo XXI nadie en Cracovia sabría realmente cómo prepararlo bien. Es que la gastronomía es verdaderamente una cultura, y otra de las víctimas de la modernidad y de la comida fácil.
Como este lugar en el Marais contaba también con la posibilidad higiénica del take away, me animé a preguntarle si tenían gefilte fish -yo en la vidriera no lo había visto- para que me diga que no, mientras, otra vez, sus ojos parecían reflejar historias familiares lejanas que ya no podrían repetirse. Es que Europa, más que un gran cementerio de cuerpos masacrados, es un cementerio de recuerdos exterminados, de tronchadas sucesiones culturales. A lo largo de las generaciones, si bien las tradiciones se ven modificadas con el paso del tiempo, no son generalmente arrancadas de cuajo como en Europa en el decurso de solo siete años, los que se cuentan entre 1938 y 1945. Y cuando son trasplantadas a otra geografía, siendo el suelo distinto el fruto nunca podría ser el mismo, como se ve, dolorosamente, a cada paso en Israel. Porque la cultura judía de Europa fue como fue por ser la síntesis del suelo europeo y el judaísmo, de sus costumbres, de sus lenguas -sea el ídish o el ladino- y el resultado de un espacio de tiempo y de un lugar, sea Sefarad o sea Polín. Israel es otra cosa, ni mejor ni peor sino simplemente otra. Y a mi modesto juicio, Buenos Aires encarna un judaísmo que hoy por hoy, es mucho más europeo que el de Europa.

Negocios y reminiscencias del Marais
Pensaba yo mientras vagaba en esa concurrida Rue de Rosiers por qué razones lo más parecido a aquella cultura judeoeuropea de preguerra que aún existe en este mundo se encuentra en Buenos Aires. Y me respondía que la multiplicidad de orígenes de nuestra urbe, especialmente europeos, explica, al menos en parte, que las tradiciones, que las lenguas judeoeuropeas, que los rituales de aquel judaísmo del Viejo Continente se mantengan casi intactos en relación a Europa, ya que son seis millones de almas -y sus descendientes- los que están faltando aquí para que ello pudiese ser la continuidad de lo que fue. Mientras que, en la Tebas del Plata, esa transmisión de generación en generación se mantuvo, desde luego, con los cambios impuestos por el tiempo y el lugar, pero sin supresión alguna de los eslabones generacionales de la cadena cultural.
Aunque a fuerza de ser sinceros, nunca, ni antes ni después del Holocausto, le Marais produjo fenómenos culturales del calibre de un Jevel Katz -el Gardel judío, el inmortal juglar de Vilna (y de Villa Crespo)-, ni la literatura apasionada y costumbrista del gaucho judío y entrerriano Samuel Eichelbaum, menos aún una pasión deportivo-cultural como la que suscitó -y suscita- el Club Atlético Atlanta, el crédito de Villa Crespo y por extensión de la colectividad judía de Buenos Aires, una devoción que se transmite de generación en generación.
“Oh viejo club, que al resurgir sabrás mostrar de tu pujanza los valores/pues hoy espera la afición/que vuelva a brillar con viejos fulgores/tu fiel pabellón y lleno de honores/Puedas afrontar con fe el porvenir/Vamos viejo club/alza tu faz cubierta de esplendores/Vamos a luchar que el triunfo ideal, te va a coronar/Vamos que el sol del porvenir habrá de cubrir tu marcha triunfal…”
Por el contrario, la colectividad del Marais se fue asentando silenciosamente en una de las zonas rezagadas, casi insalubres, de París. Trató, en todo momento, de pasar desapercibida para el resto de la Ciudad Luz, fundiéndose en muchos casos en el anonimato, lo que, va de suyo, no logró impedir ataques racistas a lo largo de las décadas. La población agrupada en torno a la “Pletzel” (Es decir “placita”, por contraposición a la imponente Place de Vosges cercana), nunca llegó a ser un gueto desde el punto de vista formal, es decir, delimitado por muros. Aunque en 2020, acaso más que nunca antes, sabemos que hay fronteras abstractas, que, aun siendo invisibles al ojo humano, son más herméticas que las concretas. Era el caso del Marais, cuya población nunca se integró al resto de la de París.
El único fenómeno sociocultural indiscutible del barrio, fue sin lugar a duda, la vieja librería de Wolf Speiser en el 34 de la Rue de Rosiers, aunque nunca llegó a ser, reconozcámoslo, un centro de ebullición cultural, universalista, del tipo de la Librería de Manuel Gleiser en Villa Crespo. Gleiser, que había comenzado vendiendo la lotería para terminar publicando en su sello editorial a un tal Borges, a un cual Lugones y a un tal Marechal. Lo de Speiser era en todo caso, el punto de encuentro por excelencia de la colectividad del Marais, ya que allí no solo se vendía todo tipo de libro religioso -siddourims, mahzorims- sino también Talits y otros objetos de culto. La casa, que es hoy un negocio de comidas rápidas entre las que destaca el falafel, no editaba sino una así llamada “guía de los perdidos”, que orientaba a quienes llegaban desde Europa Oriental a radicarse. Contenía información acerca de cuáles eran los primeros pasos a ser dados en la nueva urbe. El lugar era también una suerte de oficina de correo proveniente de y hacia toda Europa y oficiaba como quiosco de diarios, impresos en polaco, ruso o ucraniano.
Mis desilusiones gastronómicas continuaron aquella tarde cuando leía en ostentosos letreros ubicados en la puerta de restaurantes supuestamente especializados en comidas típicas, la oferta vendedora pero descolocada de un Kebab XXL. Pasé por la esquina de lo que fue alguna vez el Restaurante Goldenberg y entonces comprendí por qué en el Marais se vende kebab en vez de comida judía de la Europa Central. Eran las 13:15 del 9 de agosto de 1982 y cincuenta comensales se encontraban en sus mesas cuando un grupo de cinco personas irrumpió en el lugar tirando primero una granada, después ametrallando a todo el que pudo, lanzando otra granada para dejar el lugar y un saldo de seis muertos y veintidós heridos. Los responsables del atentado fueron juzgados en contumacia y condenados, pero jamás extraditados, de manera que el crimen permanece impune. Así se escribe la historia.
Sin saber mas qué hacer, ingresé la librería insignia del Marais, que lleva el mismo nombre del barrio. Estuve mirando una hermosa kipá color crema por un largo tiempo, para que la mujer que estaba detrás del mostrador me dijese “¿Si le gusta tanto, por qué no se la lleva?”, para que yo le haga caso. Pero como no me dio una bolsita, opté por ponérmela.

La energía del tefilín
Ya no fue salir de la librería y escuchar una voz que, insistente, me llamaba. Sucede que Jabad Lubavitch había instalado una suerte de stand en plena Rue de Rosiers, y yo instado por el ortodoxo que me había llamado, no pude sino acercarme. Su introito comenzó en un francés rudimentario -apenas peor que el mío-, pero sintiéndose más cómodo para explayarse en la lengua de Shakespeare, continuó hablándome en ese idioma, también con un muy marcado acento, muy parecido a algunos de los que matizaron mi infancia en Buenos Aires, aunque esta vez en inglés:
“¿Puso ya tefilín?”, me preguntó mirándome fijo con sus dos ojos marrones, filosos, que resaltaban como dos piedras de ámbar puro en su rostro de un blanco fluorescente.
-No, nunca.
-¿Madre judía?
-Señor… yo soy como Leopold Bloom.
-¿Abuelos todos?
-Escuche… por favor…
-¿Zurdo o diestro?
No había terminado de contestar esa pregunta que ya me había abierto la manga izquierda de la camisa. Le pregunté si iba a doler, a lo que sacudió aparatosamente la cabeza. Cuando hubo terminado, yo en un primer momento me sentía como la mitad de una momia, enrollado -no en cinta blanca, sino negra-, pero perspicaz como creo que lo soy, no tardé en experimentar un efecto, que ni años de exótica meditación zen llegaron a proporcionarme. Era como si la energía de la cabeza -coronada por el Totafot que contiene la palabra- se uniese con el tronco y con el brazo, como si la una y la otra parte tomasen conciencia de su unidad física, aunque la unidad energética del cuerpo esté lejos de ser tan evidente.
Muchas imágenes surgieron en mi mente, fue como si el sol de mi existencia surgiese y se ocultase, una y otra vez, y aun a mis años debo confesar que el rito constituyo para mi toda una experiencia mística. Después aprendería que la colocación del tefilín es la materialización de la unidad entre el pensamiento (cabeza), el sentimiento (corazón) y la acción (el brazo), descripción que encajaba totalmente en lo que yo estaba sintiendo.
No experimentaba la menor urgencia en salir de ese estado, pero al cabo de un tiempo, el religioso me fue desenrollando, sin abandonar su gesto adusto y su mirada severa. Una vez concluido el ritual me preguntó de dónde venía y qué hacía, cosa que como pude le respondí. Lo veía como desconfiado, aprensivo. Pero en un momento de la conversación se me ocurrió decirle que una de las personas cuyas intervenciones televisivas yo había seguido asiduamente en la Argentina, no eran otras que las del rabino Tzvi Grünblatt. Y ciertísimo es que, a lo largo de mi vida argentina, no me perdía uno solo de sus programas sabatinos de Ventana al judaísmo en ATC.
A la sola pronunciación de ese nombre se produjo como una iluminación. Su gesto se transmutó por completo, adoptando un emocionado rictus de imposible descripción, estado de ánimo que alcanzó su zenit cuando me dijo “ese hombre es una persona sin igual”. “Sin igual somos un poco todos, me dije. Pero Grünblatt, es, sobre todo, un porteñazo de aquellos”.
Ya roto el hielo gracias al recuerdo del rabino argentino, el religioso se sintió con confianza para decirme: “Si usted no llegase a estar circuncidado, no pierda más el tiempo”, me dijo. Y puso en mis manos la tarjeta de un rabino del Marais, supuestamente un maestro en el varias veces milenario rito. Y presa aun de la emoción, se despidió de mi colmado de contento.
Por mi lado, yo me quedé absolutamente convencido de que nadie debería perder el tiempo para ponerse a practicar seriamente tefilín, sea o no sea ortodoxo. Corremos atrás de tal o cual gurú, de tal o cual teoría exótica y casi siempre la verdad está ahí, al lado nuestro. ¿Cómo conocer al otro sin conocerse a sí mismo? El occidente también existe. (¿Israel viene a ser el occidente, o el oriente?).
Yo había quedado un poco zumbado después de la gesta del tefilín e instintivamente, como queriendo bajar un cambio -las emociones fuertes me agotan- avancé hacia la Place de Vosges, un tesoro escondido de París, un lugar sublime y poco visitado por los turistas. Allí se encuentran algunas de las más fantásticas moradas de París, como el derpa que tiene -o tenía- Dominique Strauss-Kahn, expresidente del FMI, cuando estaba aún casado con Anne Sinclair, la otrora estrella noticiosa de la Télé francesa. La misma que es la nieta de Paul Rosenberg, el marchand de Picasso y de Matisse. Es esta la parte en la cual el barrio va llegando a su confín para comenzar a perder identidad.
El Marais fue el lugar en el cual los ideales de la Revolución francesa habían hecho ascender a los judíos a la dignidad de hombres libres e iguales a los demás ciudadanos de la República. Un estado de cosas que Napoleón preservó celosamente, lo que le valió que el zar Alejandro Iro. lo motejase de “anticristo y enemigo de Dios”. Los sucesivos regímenes que sucedieron al Ier. Imperio, en cambio, pasaron a “tolerar” -un verbo que encanta a los franceses de origen galo- el hecho judío. (En términos generales, uno tolera algo que le molesta. ¿Por qué el judaísmo, el cristianismo, o el islam debiesen ser “tolerados” en lugar de ser aceptados?). El mismo uso, insistente, del verbo “tolerar” implica que en Francia el hecho étnico-religioso incomoda. Y mucho.
En la III República, surgida como consecuencia de la débâcle francesa ante Prusia, el ejercicio de la ciudadanía por parte de los franceses de origen judío llego a su esplendor. Después de la invasión nazi y la constitución del llamado “Estado francés” -el régimen títere de Vichy-, la promulgación de leyes raciales llevó primero a un paroxismo antisemita, naturalmente seguido de la deportación y el exterminio de miles de personas.
¡Cuántos fantasmas en el Marais! ¡Cuántas vidas truncas después de la tempestad! La placa que tengo frente a mí, acaso demasiado modesta en relación a la horrible tragedia que evoca, colocada justo en el número 10 de la Rue des Hospitaliers reza “260 chicos judíos de esta escuela, deportados hacia Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, fueron exterminados en los campos nazis. ¡No lo olvide!” No, no lo olvido. Jamás. Pero no puedo sino preguntarme hasta qué punto la sociedad francesa del siglo XXI tendrá presente aquella hecatombe. Y me pongo a pensar en la estigmatización que se sigue haciendo en gran parte de Europa de las minorías religiosas y raciales, que en muchos puntos llega al hostigamiento liso y llano. Y me pregunto si esto no podrá ser la antesala de algún otro futuro trágico. Llama la atención que, en el análisis histórico, nunca se haya puesto en cuestión el rol de las clases dominantes europeas en el Holocausto, el que sin duda propiciaron, financiaron y del cual se beneficiaron de mil maneras. Como lo define el académico Michael Bazyler “El Holocausto fue al mismo tiempo la más grande masacre y el más grande robo de la historia; entre 230.000 y 320.000 millones de dólares -al cambio de 2005- fueron hurtados de los judíos en Europa”. Toda una acumulación originaria y al mismo tiempo, la liquidación de cualquier competencia enojosa.
A estos fines, pensaba yo al amparo de las recovas de la Place des Vosges, sería un buen comienzo determinar claramente el destino de esos capitales robados. Porque aun siendo muy curioso, nunca encontré un trabajo que establezca seriamente el estado de la cuestión de este problema crucial de nuestra historia. Hasta que este análisis no se realice y se difunda ampliamente, el mundo seguirá colgándole -con justicia- adjetivos calificativos al perverso genocida de Branau Am Inn, a sus secuaces, o bien tirando abajo estatuas de individuos con pasado esclavista. Pero sin penetrar en las aguas turbulentas de las razones profundas, permaneciendo en una confortable zona de declamaciones inocuas, de trágicas imágenes vistas cien mil veces y de lugares comunes. Porque un solo hombre, o un puñado de hombres, aun si fuesen miles y miles, por perversos y asesinos que fuesen, no hacen la historia, ya que la historia es eminentemente social. Y es de clase. Manos duras que matan. Manos frías que mandan matar. Las unas ordenan, las otras obedecen sin cuestionar.
Ya más repuesto, medité acerca de todo lo que había vivido, mientras un grupo de Gauloises -esto es, francesas étnicamente originarias de la Galia- parloteaban acerca del curioso hecho de que una de ellas había recibido una larga carta manuscrita por su madre y que también le había respondido. La evocación de aquella práctica perdida en la noche de los tiempos no pudo sino emocionarme nuevamente. Como siempre hay una miríada de historias de amor en cada ser -el amor es el secreto, la sortija, la zanahoria adelante del burro para que las almas puedan continuar su camino en este mundo- al ponerme de pie, el sol impactó en mi figura voluminosa. Y proyectó una sombra que podría ser la sombra de mí mismo en otra época o acaso en un momento que jamás fue. O podría ser la sombra de otro, o hasta -seguramente- una parte escindida de mi yo. Y hasta incluso es posible que esa sombra ame a una hija de esta tierra, el Marais, que quiera saber de ella. Perdida en el fondo del océano, hermosa estatua viviente de una Diosa de la Grecia antigua, que encuentra su escondite en algunas otras sombras. Creo recordar que el cuerpo que arrastra mi alma se fue para un lado, la Gare du Nord -destino Bruselas- aunque la sombra, el espectro que siente, la silueta desgarbada que espera por aquella que aquí pasa sus días, se quedó en este lugar donde aún, a duras penas, siguen palpitando los recuerdos.