Zoom

Publicamos el nuevo cuento -escrito en plena pandemia- de Eshkol Nevo, destacada figura de las letras israelíes, nacido en Jerusalén en 1971. Traducido por Tamara Rajczyk, con autorización del autor para su publicación exclusiva en Nueva Sion.
Por Eshkol Nevo – Traducción: Tamara Rajczyk

Después de todas las veces que me pareció verte (en el Dizengoff Center, en el tren, en la esquina de Arlozorov y Shlomo Hamelej, en el show de Amir Lev en Barby, en el show de Amir Lev en los bosques de Menashe, en Berlín -a pesar de ¿qué posibilidad había de que estuvieras en Berlín justo en ese fin de semana?-, en la manifestación contra la ley francesa, en la manifestación contra la ley de lealtad, en el recorrido familiar del río Dan, en el arrecife de los delfines, en el parque Yarkon del lado más cercano a Tel Aviv, en la playa Metzitzim, en el falafel de Oved), finalmente te vi en el zoom. En la semana de duelo por Janoj.
Se inscribieron cien personas en el evento. Lo que provocó que el programa dividiera automáticamente a los participantes en cuatro salas virtuales separadas. Pero, por alguna razón, se dio que estabas en la misma sala que yo. Nuestros cuadrados estaban bastante cerca. En ese tablero de ajedrez que parece la pantalla del zoom, nos separaba un movimiento de caballo. Eso era todo. Pero te llevó un rato captar que estaba junto a ti. Cuando te diste cuenta, me saludaste. Con la mano cercana al pecho. Moderadamente. De cualquier modo, estábamos en el medio de la semana de duelo por alguien que ambos queríamos y justo en ese momento una persona leía un poema melancólico de Nathan Yonatan. Como respuesta, junté mis palmas en una especie de agradecimiento hindú (a pesar de que después pensé: ¿agradecimiento? ¿Por qué, exactamente? ¿Por haber provocado que me enamorara de ti y entonces te asustaste y me rompiste el corazón y después del otoño me hiciste unirme a ti nuevamente y entonces otra vez te asustaste y me destrozaste?). Traté de impregnarme de ti todo lo posible.
Te afeitaste. Quise creer que se debía a la hipotética posibilidad de que nos encontráramos. Por otro lado, tu cabello estaba ralo. Como si hiciera tiempo que no te lo lavabas. Tenías algo de acné en la cara. Y el ángulo de la cámara resaltaba tu nariz rota y, en líneas generales, no te favorecía.
De cualquier modo, me parecías lindo. Y me pregunté cómo me verías. Me alegré por haberme cambiado a último momento la camiseta del pijama por una blusa normal. Y lamenté no haberme maquillado.
El anfitrión se dirigía cada vez a otra persona. Al parecer, quienes deseaban hablar se habían anotado previamente.
Algunos empleados contaron sobre la entrevista de trabajo convertida en una conversación íntima. Algunos amigos narraron cómo Janoj los apoyó cuando estuvieron en problemas. Después de separaciones. Después de perder a alguno de los padres. Después de perder a algún hijo. Una mujer relató, con voz acongojada, cómo le dejaba cada mañana junto a la puerta un café con una medialuna, mientras duró su tratamiento de quimioterapia.
Cada vez que alguien terminaba de hablar, te miraba y me parecía que tú me mirabas.
Por detrás de ti se veía un cielo azul con nubes algodonosas. Al principio pensé que habías salido al jardín de la casa de ustedes en Timrat, pero me di cuenta de que las nubes no se movían y comprendí que habías puesto uno de esos fondos de pantalla que te ofrece el zoom.
Traté de imaginar qué pasaría si pidieses espontáneamente la palabra. Y contaras, por ejemplo, cómo Janoj nos había presentado. Estábamos sentados en la cafetería “Puaa”, cada uno con su notebook, en diferentes mesas, cuando él entró y dijo: “¿Ustedes dos se conocen?”. Y se sentó con nosotros durante un rato, hasta que nos arreglamos solos.
O podrías relatar cómo una vez, en el departamento de él en la calle Margoza, tú y yo. Fue después de la muerte de tu madre. Él nos dejó las llaves.
No pediste la palabra. Yo tampoco.
Lentamente nos alejamos. Así es en el zoom. Cada vez que alguien sale o ingresa, se cambia el orden de los cuadrados. Todavía estábamos en la misma habitación, pera ya nos separaban muchas personas.
Si hubiera tenido tu número de teléfono, te hubiera escrito algo. Digamos: “¡Qué hijo de puta este virus! ¡Ni siquiera es posible enlutarse como es debido!”. O: “Me resulta muy duro escuchar hablar de Janoj en tiempo pasado”. O solamente: “Triste”.
Pero te había borrado de mis contactos después de la última vuelta y unos meses atrás te bloqueé para no recibir más tus mensajes confusos, que me alteraban cada vez de nuevo y me llevaban a pensar que toda mi vida era una gran equivocación.
Antes de terminar, alguien cantó la canción “Elul en Ein Kerem”. No morir ahora, no morir ahora.
Lagrimeé un poco. No estoy segura si por la razón correcta.
Entonces, el anfitrión agradeció a los participantes, deseó a todos salud y recordó que el proyecto head-start para salvar el negocio de Janoj comenzaría la semana entrante.
Ambos clicamos en el mismo segundo la X en el extremo de la pantalla. Apareció la opción “salir de la reunión”. Cliqué “sí”.