Capitalismo, teletrabajo y derechos laborales

En Argentina el teletrabajo es minoritario, aunque durante la pandemia ha ido creciendo por necesidad. En distintos sectores va ganando espacio, aunque los límites en esta modalidad parecieran poco marcados. El concilio entre el tiempo personal y laboral se esfuma. El avance del capitalismo sobre el ocio y la agenda de los derechos laborales en la era 3.0 son debates de la nueva normalidad
Por Federico Glustein

La pandemia del COVID 19 trajo aparejadas una importante cantidad de modificaciones a nuestra vida cotidiana. Pasamos de salir sin tapabocas a tener una variedad de gamas, colores y estampas. De encontrarnos con amigos, vecinos, familia,  la misma cara a las mismas personas -con las que convivimos- durante muchos días; porque al resto, se le ve solo una parte con suerte, los ojos. Llevar alcohol en gel para todos lados, o algún sanitizante. Utilizar más la tarjeta de débito o crédito por sobre el efectivo, una tarea que presenta mayor grado de dificultad para las personas mayores, muchas veces desacostumbradas a este tipo de operaciones.

Con todo esto, también cambió para muchos la forma de trabajar. La emergencia sanitaria y la virtual clausura de muchos espacios de trabajo que conlleva el aislamiento preventivo han proporcionado un terreno fértil para la expansión del teletrabajo. Esta modalidad laboral ya existía antes de la pandemia pero, en el contexto actual, llega a sectores en los que, en situaciones “normales”, tiene alcances acotados, como la docencia y la administración pública.

Sin embargo, con el teletrabajo pareciera que no llegaron abrochados los derechos laborales que traían aparejadas las mismas tareas, pero en el entorno físico de la oficina. Y se plantea una reconfiguración de las relaciones entre capital y trabajo en este capitalismo 3.0.  La Organización Internacional del Trabajo (OIT) lo define como una modalidad de trabajo a distancia, que incluye el desarrollo de la labor a domicilio, y que se efectúa con el auxilio de medios de telecomunicación y/o de una computadora o alguna máquina adaptada para tal fin. En nuestro país, era común en algunas empresas grandes y/o multinacionales el “home office” algún día a la semana y en el sector privado formal de servicios había más del 5% que ya contaba con esta posibilidad.

Sin embargo, la pandemia llevó a que más del 70% de las actividades del sector de servicios sean abordadas desde la casa de los trabajadores. Y nos dimos cuenta de que no existe un marco normativo específico para la regulación de las relaciones laborales bajo esta modalidad. En esa línea, sucesivos gobiernos existentes desde la masificación de las comunicaciones no han incluido el tema dentro de una agenda de prioridades, a sabiendas que, en un futuro no muy lejano, el trabajo desde los hogares, apoyados en herramientas tecnológicas simples, llegaría para quedarse y no pediría permiso.

El falso winwin del empresariado

Los argumentos en favor del teletrabajo son varios, y procuran convencer a propios y extraños de que la adopción cada vez más extendida de esta modalidad a nivel mundial implica una modernización de la cultura organizacional en las empresas, orientada a “maximizar los recursos, mejorar la producción, la retención de talento y conciliar la calidad de vida de los trabajadores con su empleo”. Además, permite ahorrar gastos en viáticos, almuerzos o cenas y estrés y tiempo, ese que perdemos diariamente cuando viajamos a desempeñar nuestras tareas. Es decir, todas las partes saldrían beneficiadas.

Sin embargo, no todo es un jardín de rosas. La mayoría de los trabajadores en casa no pueden delimitar la jornada laboral, incorporando horas extras a su actividad diaria. Diversas encuestas indican que la cantidad de tiempo sumado al trabajo es de casi dos horas extras. A veces por un intercambio monetario, que al principio parece ser útil, pero luego se traduce en la adquisición de insumos de oficina para poder pasar esas horas de más que requiere esta nueva forma de empleo. Por ejemplo, insumos tecnológicos, sillas o sillones, mesas o similares, artículos de librería o bienes no esenciales, como un horno para aceites esenciales, muy usados para la relajación. Si, trabajar en casa no es precisamente una sesión de reiki.

Para las trabajadoras mujeres, que mayormente toman a cargo las tareas de cuidado en el hogar, este problema resulta aún más acuciante, ya que en un mismo espacio físico se superponen las obligaciones domésticas y las laborales, aun cuando en una pareja heterosexual se encuentre al mismo tiempo y en el mismo espacio físico que el hombre.

Otro dilema que todavía no se ha resuelto -en favor del trabajador- es el pago de la infraestructura necesaria para el desarrollo de la tarea. Los servicios de telecomunicaciones estaban en los hogares previamente al teletrabajo; con lo cual, las empresas evitan pagar un servicio, al menos por un tiempo, y ese costo hundido se lo trasladan al empleado. Lo mismo sucede con la utilización del servicio eléctrico, donde todavía no se determinó si el gasto en transporte se compensa con el incremento de la factura de la luz.

También, hay diversas investigaciones sobre salud laboral que advierten sobre los riesgos potenciales del teletrabajo para la salud física y mental. El sedentarismo y la alteración de los hábitos alimentarios poco saludables son fenómenos característicos de estas modalidades laborales. Por otro lado, existe una serie de riesgos psicosociales: la sensación de aislamiento y las dificultades para interactuar con pares y superiores pueden derivar en situaciones de estrés y ansiedad. A esto le podemos sumar el síndrome de la cabeza quemada, donde las personas no se pueden desconectar de su trabajo en ningún momento de su día, piensan permanentemente en él, se frustran, baja la autoestima, se agotan con mayor facilidad y se tornan agresivos, entre otros síntomas. Una persona que trabaja en su casa pasa a estar a disposición SIEMPRE.

El aumento de productividad derivado de una supuesta mejora en las condiciones laborales, por hallarse en su hogar, es apropiado en su totalidad por el empleador, sin la posibilidad de obtener rédito por ello. Y la presión por ser más productivo es mayor, y por sobre todas las cosas, impersonal, por lo que las formas de incentivo al trabajador suelen ser más coercitivas.

El control de la labor vuelve a ser de “estilo gendarme”: se recibe un lineamiento y luego, sin saber las razones de la “caja negra” del proceso, se exige un resultado que debe ser positivo y sino, “se aprietan las clavijas”. Lo mismo con el control de los tiempos, donde hay fichados virtuales, pero una vez seleccionado el botón de “finalizar tarea”, la petición por más trabajo continua.

Muy por el contrario, se acentúa la precarización laboral. La solidaridad entre pares en un entorno laboral se esfuma de a poco, dificultando los procesos de organización colectiva en defensa de los derechos laborales. Los cortes de servicio son tomados por los capitalistas como “problemas a resolver” pero sin abordar cuestiones de fondo, sino tapar baches, por lo que un paro laboral, como medida de fuerza, pareciera tener cada vez menos sentido, y a su vez, apoyo de externos.

Nos preguntamos si un accidente doméstico va para la ART, o si por trabajar en nuestro hogar no nos podemos enfermar, o tener exámenes, o incluso, tener un problema familiar. Si algún día recibiremos nuestro recibo de sueldo y si Recursos Humanos de la empresa escuchará nuestros problemas. Si lo meditamos unos minutos, la respuesta nos sorprenderá.

El capitalismo es resiliente

Una de las características que sigue asombrando a la mayoría de los intelectuales es el poder de resiliencia que posee el capitalismo. Miles han vaticinado que este iba a caer tarde o temprano, sin importar el modo. Sin embargo, pasan las crisis y este modo de producción sigue ahí, reproduciéndose, ampliándose y mutando.

La última gran crisis global -la del 2008- había traído problemas económicos severos y eso hacía pensar que el capitalismo iba a cambiar. Sin embargo, vemos como el mercado se ha concentrado más, es cada día más desigual, se incorporan más tecnologías, se reduce la cantidad de trabajadores, se flexibiliza más las condiciones laborales. Con esta crisis que trae aparejada la pandemia, las cosas no resultan ser distintas.

La mayoría de los países -desarrollados y menos- han mutado sus formas de trabajar en distintos sectores, sobre todo el de servicios, por el COVID. Y la cantidad de empleos perdidos en estos meses fue brutal. Posiblemente, nunca se vuelva a recuperar porque con la incorporación de tecnología hay puestos que se tornan obsoletos. Y si no hay gente con conciencia social en la conducción de las empresas, el empleado va patitas a la calle. Las burbujas de los espacios de “coworking” o las oficinas inteligentes podrían quedar rápidamente en el olvido como un paso más del sistema por hacerse eficiente: es más fácil tener a disposición a la mano de obra y más barato dejar de alquilar locaciones para desarrollar una tarea que se puede hacer desde casa. El sistema de “cama caliente” de la industria manchesteriana se reemplaza hoy día por el teléfono y la computadora caliente, que nunca se apagan y siempre están alerta.

Posiblemente para nuestro país el home office sea una pequeña anécdota del 2020 que podría ser realidad más tarde que temprano. La idiosincrasia del trabajo, junto a los derechos laborales, el poder gremial y hasta la organización empresarial, hacen que el salto propuesto demore más de lo esperado. Y ese día llegará. Hay quienes se sienten a gusto con esta modalidad, no es de esperar que todos hayan sufrido un incremento a su explotación laboral. Algunos verdaderamente han logrado sacar rédito de esto. Y no, no es incorrecto alertar sobre los posibles contubernios que tenga el teletrabajo para la centralidad del desarrollo de la vida en soledad de los humanos, es decir, el empleo. Porque, como ya hemos dicho, el capitalismo muta, se reconvierte y es difícil estar preparados.