Shavuot 2020

La escena de la ley

“Como los caballeros medievales velaban las armas antes de la batalla, los judíos velamos los textos, permanecemos despiertos leyendo, comentando, analizando esa Ley que nos fue dada pero de la que debemos apropiarnos para que se mantenga viva y nos mantenga vivos”. La filósofa Diana Sperling reflexiona acerca de los significados de la festividad que celebra la entrega de la Torá.
Por Diana Sperling

En el cuento de Kafka «Ante la ley», un campesino llega a las puertas de la Ley y pide permiso para entrar. El guardián que cuida el portal, de aspecto terrible, no se lo otorga pero tampoco se lo niega terminantemente. Solo le dice: “Todavía no”. Pasan los días y los años, la espera se alarga y nunca parece llegar el momento que el campesino anhela. Por fin, a punto de morir y con su último suspiro, le pregunta al guardián: «¿Cómo, no entiendo: si todos quieren entrar a la Ley, por qué en todos estos años nadie llegó hasta aquí?» La respuesta del guardián -con la que finaliza el relato- es enigmática: «Es que esta puerta era solo para ti. Ahora me voy y la cierro».
Siete semanas atrás, una multitud heterogénea y desordenada parte con apuro de la tierra de las pirámides. Deja a sus espaldas la servidumbre, la crueldad del trabajo forzado, la imposibilidad de tener proyectos. Salen, esos hombres y mujeres con sus hijos y sus animales, guiados por un líder que les promete otra tierra: la de la libertad.
El tránsito por el desierto es áspero, por momentos insoportable. Surgen peleas, nostalgias por un pasado que se idealiza, reproches al conductor que los interna en una riesgosa aventura sin final feliz a la vista. Desasosiego, desconfianza, resquemores…
Transcurridos cincuenta arduos días no llegan a esa tierra de promisión sino a los pies de un monte, tan común como cualquier otro. Árido, gris, indiferente, a semejanza el páramo que lo rodea. La escena, entonces, ha cambiado. De la espectacularidad de Egipto -su campo fértil irrigado por el Nilo, sus efigies imponentes- a este paisaje sin belleza, sin ríos, sin monumentos. Arena y más arena, dunas que arrojan sombras movedizas. Allí también, como ante la partida -Pesaj-, deberán prepararse, observar indicaciones precisas. Órdenes, otra vez. Pero, ¿son estos mandatos iguales a los de la esclavitud? ¿Las conductas que se les imponen, semejan el dominio del Faraón? ¿O más bien implican un ordenamiento indispensable para inaugurar otro tipo de vida? ¿A qué se enfrentan, a qué se les convoca?
Los hebreos, como el campesino, están a las puertas de la Ley. Ese sitio es el escenario -«la escena vacía», diría el jurista Legendre, en que se desarrollará el acontecimiento fundante del pueblo judío: la entrega de la Torá (Ley, enseñanza). El monte humea, los relámpagos iluminan espasmódicamente el cielo y las dunas, los truenos resuenan como voz tronante en medio de la nada. En lugar del guardián, un cerco virtual: la prohibición de tocar el monte. La orden de mantener pureza ritual. Es cierto: no se entra a la Ley así como así. Todo sitio (y todo tiempo) consagrado requiere determinadas condiciones para volverse accesible. Porque ingresar allí implica peligro y responsabilidad: se juega, en ese núcleo, el máximo poder. Es necesario saber hacer con él, ser cuidadoso y medido, respetuoso y audaz al mismo tiempo. ¿Se abrirán las puertas para esta muchedumbre brutalizada por la esclavitud? ¿Se les franqueará el ingreso al corazón de lo santo?
La celebración de ese momento, Shavuot (semanas), da la clave. Lejos ya de la espectacularidad volcánica del Sinaí, otro cambio de escena: el clima es ahora calmo y concentrado. La noche que da paso a la festividad transcurre dedicada al estudio. Como los caballeros medievales velaban las armas antes de la batalla, los judíos velamos los textos, permanecemos despiertos leyendo, comentando, analizando esa Ley que nos fue dada pero de la que debemos apropiarnos para que se mantenga viva y nos mantenga vivos. El campesino de Kafka -hombre tosco, seguramente analfabeto- suponía que alguien debía autorizarlo a entrar a la Ley, sin advertir que -como dice el relato- la puerta estaba entreabierta. Sólo debía dar ese paso, ingresar al recinto y habitarlo. Comprender que la Ley no es un objeto cerrado y monolítico sino un don que nos convoca y nos obliga. Está allí para que entremos, con los debidos recaudos, y respondamos a su llamado -como Abraham que, ante la Voz que lo llama, dice «heme aquí»-. Porque el modo humano de acceder a la Ley es cumplir con el «imperativo de interpretar». La Ley no está encerrada en torres ni monasterios, detrás de muros infranqueables para nosotros. Está, por el contrario, «al alcance de nuestras manos y nuestros corazones». Estudiarla, incorporarla, conocerla, repensarla: he ahí la orden (y el orden) que nos hace libres. Ni la espera pasiva e impotente del personaje del cuento, ni el ataque arrasador a su gobierno. Si la Ley es un don, no basta con su entrega: es necesaria la recepción activa, eso que se verifica en Shavuot. Una suerte de bar-mitzva comunitario: así como el chico se hace adulto y se vuelve responsable por sus actos en el momento en que accede por primera vez a la lectura de la Torá, así un grupo humano alcanza su madurez y su estatuto de pueblo cuando se hace cargo, se compromete con la Ley.
De modo que sí, la promesa era válida: salimos de Egipto y llegamos al terreno fértil de la legalidad. Ya no estamos sometidos al arbitrio caprichoso de un amo sino que somos sujetos legales, lectores e intérpretes, actores de nuestros proyectos.
Leer es la vía que conduce a la libertad. Es ahí que se consuma la meta de la salida de Egipto. Un lector no es jamás esclavo.
Shavuot es también la fiesta de las primicias: momento en que se recogen y se ofrendan los primeros frutos de la cosecha. Porque hemos sembrado y cuidado nuestras semillas, porque el día y la noche, la lluvia y el sol han cumplido sus ciclos y los hemos respetado, podemos ahora disfrutar y celebrar. En ese orden, en esa legalidad, en esa lectura y en esa responsabilidad consiste la Revelación.