Una semblanza de la figura de Alfonsina Storni

Pasos firmes

¿Qué son esas marcas? ¿Qué pies dejan esas huellas? ¿Cuánto tiempo durarán esas pisadas en la arena?
Por Damián Stiglitz

Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame.
Ponme una lámpara a la cabecera;
una constelación; la que te guste;
todas son buenas; bájala un poquito.
Ah, un encargo: si él llama nuevamente por teléfono,
le dices que no insista, que he salido.
“Me voy a dormir”, A. S. M.

Bajo la escollera, el mar permanece calmo y silencioso. Pequeñas y efímeras olas interrumpen por segundos la continua armonía de un océano que ni el viento, lánguido y fugaz, ni la débil garúa logran perturbar.
Sobre la arena húmeda, cinco pequeños círculos quedan dibujados, uno al lado del otro y en tamaño ascendente. Debajo de ellos y en dirección vertical, un alargado y angosto surco los complementa. Apenas treinta centímetros más adelante, una figura idéntica queda trazada en la arena.
¿Qué son esas marcas?
Son huellas. Huellas de pies. Son pisadas firmes: el surco que dejan es profundo. Volvemos a verlas ochenta centímetros más adelante. Y, nuevamente, se repiten otros ochenta centímetros allende. Y así hasta la orilla del mar, donde el agua salada las amenaza con avanzar y pronto desfigurar.
¿Qué pies dejan esas huellas?
Son los pies de una mujer.
Esos pies han trazado, como ligeras pinceladas sobre un lienzo, cinco o seis pares de pisadas en la costa.
¿Cuánto tiempo durarán esas pisadas sobre la arena?
Desdibujadas por el agua, se borrarán definitivamente con el crecer de la marea.

Y entonces, se vislumbran los pies de esa mujer.
Sus pies desnudos.
Esos pies son, sencillamente, hermosos. Son arqueados y suaves; largos y estrechos. Sus plantas no tienen asperezas ni imperfecciones. El talón es liso y redondeado. Las uñas, sin estar decoradas, están perfectamente cuidadas. Brillan, como cuarzos, con el sol que sale en esa madrugada primaveral de octubre de 1938, en la playa La Perla.


¿De quién son esos pies?
Son los pies de una mujer,
que con su andar,
se pierden también,
entre la espuma y el agua de mar.

Ahora descubrimos, a través de un camisón, sus muslos.
Blancos, fuertes y marcados de tanto caminar,
junto a otras mujeres, a la par.

Pero enseguida el agua también
cubre los muslos de esa mujer.

Y su cadera.
Y su cintura.
Y sus manos, suaves y blancas, apoyadas sobre la cintura.
Y su espalda.

Porque ella avanza, hacia adelante, erguida y firme,
dejando atrás una larga estela, que la persigue.

Ahora se ven sus hombros, que sobresalen del camisón:
hombros blancos, aunque tostados por el sol.
Pero, seguidamente, los hombros de esa mujer
ahora desaparecen también.

A ella nada la detiene. Ni siquiera la bravura de las olas ni la pujanza de la marea.
Ahora solo se ve su cabeza,
o más bien, su corta y dorada cabellera.
que pronto también,
va a desaparecer.

Solo queda la estela que deja el cuerpo sumergido.
Hasta que la estela se extingue también.

Y luego, durante varios segundos, se ven llegar
cúmulos de burbujas, desde la profundidad del mar.
Esas burbujas que ascienden se llevan
penas y angustias verdaderas.
Se llevan dolores.
Se llevan tristezas.
Se llevan llantos y lágrimas.
Esas burbujas se elevan, como un alma cuando se desprende del cuerpo.

Y, entonces, solo se ve la superficie del mar.
¿Qué pasará debajo de esa superficie? ¿A dónde habrán ido a parar aquellos pies preciosos que minutos antes dibujaban su autorretrato en la arena mientras avanzaban, firmes, hacia el mar? ¿Dónde estarán aquellas manos suaves y blancas que, durante décadas, escribieron estrofas, versos y rimas? ¿Y dónde esos muslos fortalecidos de tanto andar en incansables luchas por la igualdad? ¿Dónde estará ese cuerpo enfermo que decidió adelantarse y desafiar a un destino que acaso era inevitable y fatal?
En fin, ¿dónde estará esa mujer, nacida en Suiza, radicada en Argentina, y admirada a ambos lados de ese océano que ahora la recibe y le da su escondite final?
Ya no hay rastros de huellas. Ni de estelas. Ni de burbujas. El mar permanece calmo y sereno. Pequeñas y efímeras olas interrumpen la continua armonía del océano que ni el viento ni la débil garúa logran perturbar, en esa madrugada de octubre de 1938, en La Perla, en la villa balnearia de Mar del Plata.