Encuentro de Jacqueline Gies, nieta de un genocida nazi, con la sobreviviente de la Shoá Sara Rus y su nieta Paula Scheinkopf en el Centro Ana Frank Argentina

Cita de generaciones en el ardor de la historia más cruel

Si existen voces poco escuchadas en todo el mundo, éstas son las de aquellos familiares de personas que fueron partícipes activos en la perpetuación de un genocidio. Miedo a posibles cuestionamientos o vergüenza son las emociones que a menudo transcurren en el interior de quienes cargan en su cuerpo y en su mente una historia terrible, insoportable, de las que no fueron ni partícipes, que ocurrieron -en la mayoría de los casos- cuando aún no habían nacido. El Centro Ana Frank generó un notable e inédito encuentro entre Jacqueline Gies, nieta de un genocida nazi, Sara Rus, sobreviviente del Holocausto y Madre de Plaza de Mayo, y su nieta Paula Scheinkopf. Los relatos, las miradas y los diálogos se dieron en un contexto de silencio y asombro de los presentes. Había una atmosfera de solemnidad, dolor, transcendencia. Con suspiros y una visible comprensión hacia alguien como Jacqueline, que se hace cargo de su pasado con mucha culpa y con el lógico miedo a los cuestionamientos de sobrevivientes de la Shoah o sus familiares. Durante la primera parte del encuentro, fue Jacqueline Gies quien relató en primera persona la historia de su abuelo Robert Gies, para luego involucrarse en sus sentimientos más profundos al respecto. Luego, Sara Rus contó cuando llegó por primera vez a un campo de concentración. Y por último, Paula Scheinkopf recuperó el sentir de una nieta de sobreviviente.
Por Darío Brenman y Gustavo Efron

La historia del abuelo, en palabras de la nieta
“Fue un abogado que nació en Colonia, Alemania, en el año 1902; y que en 1933, con el ascenso de Hitler al poder, se unió al NSDAP, el partido Nacional Socialista Obrero Alemán (Partido Nazi). Luego, en 1935, pasó a formar parte de la SS (Schutzstaffel, cuerpo de protección)”, comenzó el relato de Jacqueline sobre su abuelo Robert Gies. Y continuó: “En 1937 dejó el servicio estatal para trabajar en el Servicio de Seguridad, SD, cuyo director era Reinhard Heydrich. Primero trabajó en Frankfurt / Main, luego en Berlín. Para 1939 se mudó a Praga con su familia y fue nombrado asesor personal de Karl-Hermann Frank, quien en ese entonces era el destacado líder de las SS y la policía en Praga. Por lo tanto, todo el sistema de represión en Checoslovaquia estaba bajo su mando. Después del asesinato de Heydrich, en 1942, Karl-Hermann Frank fue ascendido a ministro de Estado y se convirtió en la persona más poderosa del protectorado. Como su confidente más cercano, mi abuelo fue nombrado Jefe de la Oficina del Ministro”.
En 1936 nació el padre de Jacqueline, también llamado Robert, quien regresó a Trier con su hermana y su madre. Los Gies se habían divorciado y Robert padre se casó por segunda vez en Praga.
“El terror contra judíos y checos fue de una gran dimensión a partir de la ocupación de Checoslovaquia, y luego del asesinato de Heydrich se incrementó notablemente”, explicó. La masacre más conocida fue la del pueblo de Lídice, que fue completamente destruido cuando los alemanes asumieron que los colaboradores de los asesinos de Heydrich estaban escondidos allí. Todos los residentes varones mayores de 16 años fueron fusilados y las mujeres fueron deportadas al campo de concentración de Ravensbrück. Los niños fueron separados de sus padres y en la mayoría de los casos asesinados. Algunos fueron entregados a familias alemanas para ser «reeducados”.
“Todas estas atrocidades estaban bajo la responsabilidad de mi abuelo –afirmó Jacqueline-. No sólo las autorizó y ordenó, sino que también las concibió. Miles de personas fueron condenadas a muerte, deportadas a campos de concentración, torturadas y asesinadas por sus acciones realizadas en Praga”.
Al final de la guerra, Robert Gies pudo escapar. “De ese modo, evitó la condena por sus crímenes, mientras que su superior Karl-Hermann Frank fue colgado en Praga. Su segunda esposa y su pequeña hija se quedaron en Praga. Su esposa fue acusada, pero directamente después del juicio fue expulsada de Checoslovaquia y se mudó a Colonia donde vivió con el marido de su hermana. Mi abuelo se escondió en un monasterio cercano bajo el falso nombre de Peter Corres”.
Al padre de Jacqueline, que sólo tenía 9 años al final de la guerra, su madre le hizo creer que su padre había muerto. La mujer vivió con sus hijos en la casa de sus padres en Trier y recibió una pensión porque su marido supuestamente muerto. Repentinamente, un sacerdote de Colonia le informó que su marido estaba vivo. Luego, Robert recuperó su verdadero nombre y administró un Centro Juvenil Caritas.
“Alrededor de 1952, mi padre finalmente obtiene la dirección de mi abuelo y organiza una reunión. Todas las preguntas de mi padre sobre las actividades en Praga durante la guerra fueron respondidas de manera evasiva o no respondidas en absoluto. Los parientes en Trier tampoco proporcionaron información. Sin embargo, mi padre leyó las noticias sobre los crímenes nazis, siguió las condenas iniciales y siguió haciendo preguntas”, sostuvo Jacqueline.
En 1959, se llevan a cabo las primeras investigaciones legales sobre las actividades de Robert Gies en Praga, así como también sus responsabilidades en Lídice. En ese momento, Robert trabajaba para una institución gubernamental.
Recién en 1963 es formalmente acusado por matar a ciudadanos checos. El estado de Checoslovaquia lo demanda en nombre de las asociaciones antifascistas VicGm’s. Un año después, la demanda termina en Dortmund con su absolución.
Gies nunca tuvo que pagar por sus crímenes. A pesar de las manifestaciones públicas frente de su oficina, no renunció sino que se retiró tempranamente. Murió en 1974 sin haber sido llevado ante la justicia.

La palabra de Sara, ante la mirada de Jacqueline
Sara Rus comentó su experiencia durante la invasión alemana a Polonia en 1939, mirando a los ojos a la valiente nieta de Robert Gies. “Con vallas de maderas y alambres de púas, sellaron una zona de fábricas para aislar a judíos y gitanos del resto de la civilización. El gueto de Lodz fue el hogar de la familia Rus durante cuatro años. Más de 165.000 judíos quedaron confinados en la segunda reclusión más grande de la ocupación nazi”, explicó Rus.
“Cuando me sacan del gueto, dejo prácticamente mi niñez. En ese momento tengo 15 años. Nos trasladan en trenes, primero a Auschwitz y luego a Birkenau. En este último, no sabíamos lo que estaba pasando. Nos bajaron de los vagones y en ese momento perdí a mi papá, pero no a mi mamá.
De acuerdo al relato de Sara, un nazi comenzó a separar las filas de izquierda y derecha con un rebenque. “A mí me envían a esta última, y veo que en ese descontrol pierdo a mi madre. A ella la llevaron a la fila izquierda. Me sentía abandonada y me: ‘Estoy sola. Perdí a mis dos padres, qué hago ahora’”. Y agregó: “Las mujeres estaban muy nerviosas. Yo me salí de la fila y un nazi me dijo: ‘Nena, cómo te atreves a salir de la fila’. Le contesté que no me importaba nada, que se habían llevado a mi madre y que tenía que ir a buscarla’. Yo me dije a mí misma: ‘Este alemán gordo con un rebenque me agarra y me mata’. Pero me mira y le impresionó que yo hablara alemán. Por eso, me dice: ‘¿Cómo es que vos hablas alemán?’. A lo que le respondo: ‘Porque teníamos clientes de esa nacionalidad en Polonia’”.
Me preguntó: ‘¿Cuál es tu madre?’, y le señalé que estaba en la otra fila. La pude sacar y la traje a mi lugar. Esta alegría es poco contarla. Luego de eso, veo que la fila de la izquierda desaparece y no sabíamos adónde se iba”.
El relato de la llegada de Sara al campo continúa con la revisación. “En un momento dado, una nazi nos indica que tenía que revisar nuestros cuerpos y que había que desnudarse. Yo en este momento tenia trenzas que prácticamente me cubrían el cuerpo. Empiezan a mirar a las mujeres, algunas se las llevan y desaparecen. Mientras que a mí me tienen a un costado. Leo en las paredes: ‘Un piojo, tu muerte’ y me dije ‘se acerca la mía’. Me dan una silla para sentarme, me levantan el pelo y no encuentran nada. Una alemana le dice a la otra: ‘Eso no puede ser, algo tenés que encontrar’. A lo que su compañera le responde: ‘No tiene nada, ¿qué hago?’”.
“Igualmente me cortaron el pelo muy corto, y a empujones me llevaron a un lugar lleno de vapor donde se ven mujeres desnudas peladas. Busco a mi mamá gritando su nombre. De repente, veo una mujer chiquita, pelada, sentada sola, y le pregunto: ‘¿No vio a mi mamá?’, y me dice: ‘Yo soy tu mamá, te estoy esperando’”.
Posteriormente, A Sara la llevaron a una barraca con el piso de cemento. “Éramos todas mujeres judías de diferentes nacionalidades que casi no nos entendíamos. En el medio había un capo, que era una persona religiosa que se transformó en una asesina. Nos dijo: ‘Pobre de ustedes si se escucha un murmullo’. Y de repente, se nos vinieron encima baldazos de aguas fría. Esos fueron mis primeros momentos en un campo de concentración”, detalló.

De nieta a nieta…
Paula Scheinkopf dijo estar muy acostumbrada a escuchar a su abuela, pero nunca en relación a un testimonio del otro lado de la historia. “Tengo que reconocer además que era algo que se me cruzaba mucho por la cabeza, de cómo llevan su vida las familias de los perpetradores. De cómo viven su culpa y vergüenza”, sostuvo.
“Pienso en la importancia del testimonio de Jacqueline donde a mí se me representa como un mundo homogéneo en el que impera el silencio, la obediencia y donde las voces críticas no tienen mucho lugar –comentó-. Por eso me parece muy importante su aporte, otra dimensión de la historia”.
Luego, Paula hizo una comparación entre los descendientes de los genocidas y los de las víctimas. “Los hijos y nietos no son culpables por lo que hicieron sus padres o abuelos, que es algo que aparece como una constante en sus relatos. Creo que ser nieta de sobreviviente es más fácil que ser nieta de una genocida. Ser nieto de sobreviviente es estar del lado de la víctima y siempre uno empatiza con esto. Me resultaría más difícil estar en el lugar de Jacqueline”, reconoció Paula. Y detalló: “Ser nieto de sobreviviente es llevar la continuidad de la historia de los relatos de mi abuela y pensar es seguir trasmitiendo su mensaje, mientras que en el caso de los nietos de perpetradores tienen que romper con un mandato, la falta de arrepentimiento, las preguntas que no llegan a ningún destinatario. Un lugar bastante difícil”.
En relación a las posibles coincidencias entre los familiares de las víctimas con las de los genocidas, Paula sostuvo que algo en comúnes la necesidad de hacer algo con el tema. “Estamos en una misma búsqueda como nietas y tiene que ver con qué aportes podemos hacer para la reparación frente a los dilemas que existen hoy en todos los lugares en el mundo. En definitiva, se nos presenta un horizonte de búsqueda. El desafío es de qué manera podemos transformar ese dolor y silencio, esa negación y vergüenza en actos y prácticas de concientización que permitan pensar siempre al otro lejos de los prejuicios”.
Finalmente, la nieta de Sara Rus expresó: “Pienso que hubo un momento, que fue el 24 de marzo de 2004, cuando fuimos a la ESMA. Ese día que se abrió el predio que para mí fue muy particular. Fue un momento en el que la historia de Shoá y de la dictadura me empezaron a movilizar. Tiene que ver con poner el cuerpo en una situación. Fue un momento que después de tantos años las Madres y las Abuelas comenzaron a ser escuchadas y ahí fui entendiendo que ese duelo postergado se hacía carne en la sociedad. También entendí que el testimonio necesita a alguien que los escuche para ser tomado en cuenta, para que tenga valor, que si no hay interlocutor no tiene ninguna importancia, por eso esta relación con Jacqueline me parece muy importante”.

 

Entrevista con Jacqueline Gies

-¿Qué sucedió con las investigaciones de tu padre sobre tu abuelo?
-Las dudas sobre si su padre fue un asesino y qué papel había desempeñado durante la era nazi crecían. Continuó su investigación, pero apenas puede encontrar información en la literatura contemporánea. Ningún libro sobre el tema contiene el nombre de Robert Gies.
-¿Por qué pensás que ocurrió ese manto de silencio?
-Durante la Guerra Fría solo un pequeño número de investigadores occidentales podían investigar los archivos del Bloque del Este. Las mutuas acusaciones gobernaban el clima político de la época. Alemania Occidental no estaba interesada en enjuiciar a criminales de guerra, que ahora se han reinsertado como ciudadanos honorables. Mi padre no se atrevió a investigar los archivos de Praga, ya que temía ser condenado como hijo de un criminal de guerra. Después de todo, tiene el mismo nombre. Incluso a mí, su hija, se me negó un viaje escolar a Praga en 1984: “Llevas su nombre. ¡Tengo miedo por ti!».
-¿Y cuándo aparecen las primeras pruebas escritas?
-Recién en 1997 leyó el nombre de su padre en un artículo del Berliner Zeitung. Dos historiadores habían escrito sobre su investigación de un año sobre los niños de Lídice. Los contactó y recibió más archivos sobre el tema. Por primera vez, encontró pruebas escritas sobre los crímenes que había cometido. Finalmente, recibió las respuestas a las preguntas que había tenido desde que era un adolescente: su padre fue responsable de la muerte de miles de personas.
-¿Y cuándo te acercas vos a esta investigación?, ¿Podríamos llamarla autobiográfica?
-Durante ese tiempo me acerqué mucho a mi padre. Frecuentemente debatíamos el tema y lo ayudé a investigarlo. De repente entendí por qué siempre tuve problemas con él desde mi primera infancia. Siempre fue inabordable. Finalmente entendí los fantasmas que lo habían atormentado durante tantos años. Desde entonces hemos colaborado en esta investigación. Encontré múltiples fotos de mi abuelo online. Y mientras se las mostraba a mi padre, los recuerdos desaparecidos iban resurgiendo. Él me habló sobre su quinto o sexto cumpleaños, donde tuvieron un cine completo sólo para ellos en Praga y vieron Blancanieves, de Walt Disney. Esa película fue prohibida durante el Tercer Reich. Ningún cine la mostraba. Pero a mi padre, como hijo de un miembro de alto rango de la NS, se le permitió verla.
-Y en lo personal: ¿cómo te afectaron estos recuerdos hasta hoy?
-En 2005 conduje hasta Praga por primera vez. Mi padre en ese momento todavía no quiso unirse al mi viaje. Su miedo a la venganza era demasiado grande, ¿o acaso los sentimientos de culpa lo torturan? Mi habitación de hotel daba al Palacio Czernin, la antigua oficina de mi abuelo. Fui al memorial del campo de concentración de Theresienstadt para buscar representaciones de mi abuelo y más evidencia de sus acciones criminales. En Praga, y especialmente en el monumento a los niños de Lídice, me invadieron sentimientos encontrados. ¿Puedo yo, la nieta de un asesino, estar aquí y rendir homenaje a las víctimas? ¿Tengo permitido pedir perdón en este lugar? ¿Puede haber absolución para los crímenes de mi abuelo? ¿Qué tienen que ver estos crímenes conmigo? En general, me siento avergonzada.
-Antes de este encuentro en Argentina con Sara Rus, ¿alguna vez relataste tu historia a algún sobreviviente de la Shoá?
-En 2012 visité el sitio conmemorativo de Ravensbrück. En el momento del 70 aniversario de la destrucción de Lídice, se presentó un memorial con un panel conmemorativo para las 196 mujeres deportadas. Los sobrevivientes y familiares de las víctimas participaron en la conmemoración. Fue cuando me pregunté si acaso tenía permitido ser parte de ese evento o si mi presencia como nieta del perpetrador perturbaba el duelo por las víctimas Estas preguntas me conmueven mientras asisto al evento con vergüenza. No me atreví a confiarle esto a nadie de allí. Solamente revelé mi nombre en el libro de visitas del sitio conmemorativo e intenté expresar mi profunda vergüenza. Y así, los crímenes de mi abuelo aún arrojan sombras significativas: con cada libro que leo sobre el Holocausto o con las interminables investigaciones en internet sobre el “Standartenführer Dr. Robert Gies”.
No puedo vengar estos crímenes. No puedo liberar a mi padre de los fantasmas que lo atormentaron. Pero puedo mantener viva la memoria y revelar la verdad sobre los crímenes cometidos por mi abuelo. Estos han estado encubiertos por demasiado tiempo y nunca han sido condenados.