Un argentino piensa en Europa

Holiday in Liechtenstein

Nuestro cronista en Europa recorrió el Principado de Liechtenstein, y a propósito del célebre Castillo de Vaduz, que fuera retratado hace 80 años por la pluma magistral de Roberto Arlt, le escribió al autor de las Aguafuertes porteñas una carta imaginaria que le rinde homenaje.
Por Alejandro Ninin

Señor
Roberto Arlt
Diario El Mundo
Río de Janeiro 300, esq. Bogotá
Buenos Aires, Argentina

De mi mayor consideración, estimado Colega:
Guiado por un interés meramente periodístico o, quién sabe, por una pulsión de emulación a su persona, quise venir a verificar personalmente a Vaduz, Liechtenstein, el estado de la cuestión a la que Vd. se refiere en el artículo de su autoría publicado el pasado 12 de abril -de 1939- en la sección “Al margen del cable” del diario El Mundo, en cuya redacción Vd. se ilustra. Y eso así, a fin de poder verter mis conclusiones en este espacio amigo de Nueva Sion, que aunque no sea exactamente el diario El Mundo, podría llegar tener algún que otro punto en común.
Roberto, no se imagina usted con qué nivel de precisión, milimétrica –a la que solo se llega a través de la libre imaginación- describe Vd. en aquel suelto los recovecos más arcanos del Palacio de Vaduz, que en esta hora se yergue ante mis ojos. Comparando sus impresiones con las mías podría incluso decirse que usted –que jamás lo visitó, sino que lo reconstruyó para el lector porteño gracias a los cables informativos y a su imaginación, frondosa- hubiese estado aquí y que yo, que estoy parado frente a él, no lo hubiese visitado nunca. En efecto, mis ojos ven ahora el patio triangulado que usted menta, custodiado por un sucedáneo de aquel único soldado del Principado al que usted también hace mención. Si, aquel único soldado de Liechtenstein, Andreas Klieber, vetusto anciano rozando el centenario, con su casco de bronce, su bayoneta calada en mano, listo para enfrentarse a Alemania, contra la que el Principado estaba en guerra desde 1866 a causa de un capricho, y que en pleno siglo XXI vino a ser reemplazado en la caseta de seguridad por un aburrido vigilante de camisa, corbata y saco coronado por un espantoso escudo de una agencia de seguridad, y que cambió la bayoneta y el casco de Klieber por un monitor y un walkie talkie, sin dejar de observar con recelo de vigilante ni mis pasos triturando la artera escarcha matinal, ni los disparos furtivos de mi Canon que trata de encontrar, sin resultados, el castillo de cuento sobre el que usted nos ha instruido.
Aunque no parece posible tomarle fotos a la formas de la imaginación, sin convencerme, una y otra vez, yo busco aquel castillo de Vaduz, su Castillo de Vaduz, el suyo, enancado en la colina. Acaso una foto pueda capturar lo que yo no llego a ver y que usted vio tan claramente interpretando cables noticiosos. Porque en aquella ensoñación, se paseaba usted alegremente por el patio dando por sentado que se puede montar impunemente a las almenas cubiertas del verde terciopelo formado por el moho. La vida será sueño, Lanzallamas, pero los sueños, como dijo Calderón, son sueños, y en la más real de las realidades –que para mí no puede ser sino la mía como para cada ser humano-, ya pasados diecinueve años del comienzo del siglo veintiuno, hacer eso es imposible. Brindo de nuevo por usted en esta habitación, ya que sus sueños locos conocían mejor el castillo de Vaduz que la limitada realidad de realidades –yo estoy aquí, usted jamás estuvo aquí-, que es la de mi figura apostada contra el portón trasero.
Será descendiente del joven soberano que usted refiere, Franz Josef, a quien usted le vio destino de galán de Hollywood, la bobalicona que, nerviosa y habiendo advertido mi teleobjetivo apuntando a la ventana de una de las alas del castillo, la cerró compungida y con un gesto de desdén como diciendo: “¿Ya no puede una siquiera estar tranquila en su castillo?”. En todo caso, y calculando las generaciones, podría tratarse, aunque quién puede asegurarlo, de la nieta del sucesor del apuesto Franz Josef -quien no tiene pinta de galán de Hollywood, y ni siquiera de Bollywood-. Su rictus y su lenguaje corporal parecen estar calcados del resto de los monarcas europeos como si en realidad todos fuesen manifestaciones del mismo ser, producidos por una misma matriz en alguna factoría secreta. Y vista su insensibilidad, es altamente probable que así haya sido. En todo caso, a este príncipe yo lo veo más parecido a Juncker que a Bogart, más asimilable a un mediocre cagatintas de la Comisión Europea que a Cary Grant.
Esta falta de “physique du rôle” de los ahora prohombres europeos, sean monarcas, presidentes o burócratas, no puede sino recordarme una anécdota personal acaecida solo unos meses atrás. Me encontraba yo absurdamente en una playa de estacionamiento en alguna parte de Europa occidental, no vale la pena decir cuál. Una enorme furgoneta, diríase de reparto, bloqueaba mi acceso a un edificio al cual yo debía perentoriamente entrar. El hombre, sentado al volante, obeso, desaliñado, sin afeitar, impertérrito en su enfermiza lividez, no daba signo alguno de querer mover su santa milonguita y franquearme el paso, acaso narcotizado, absorto en una larga perorata telefónica. Le hice ampulosos gestos con mis manos para que me dejase pasar. Los ignoró una y otra vez. Como yo continuase, aceleró furioso su desvencijada furgoneta. Libre mi acceso y cuando me aprestaba a ingresar por fin al edificio, un lugareño me refiere, con el rostro sudoroso y el gesto compungido: “Ese hombre es el heredero del trono del país”, acaso tratando de hacerme sentir en falta, para que yo me le ría en la cara por la broma que no era. Porque después averigüé que sí, que efectivamente, el hombre del furgón tenia –o mejor dicho había tenido- destino de rey. Y me volví a reír, solo, pero ahora a carcajada suelta en el pasillo, ya que en este tiempo de antifaz ni siquiera los reyes se comportan como reyes, los presidentes –como Emmanuel Macron- ya no son ni parecen presidentes como aquellos, los maestros ya no son maestros, los médicos tampoco ya son tales. Nadie puede estar a la altura de lo que dice ser, especialmente en esta Europa posmoderna.
Sin embargo, y volviendo al nevado principado, estimado Roberto, aquel Franz Josef, al que usted condecora de galán, fue, dicen, el padre del Liechtenstein “moderno”, el que hizo del país –así reza el “relato”- “un oasis de paz y de estabilidad gracias a la instauración de ‘condiciones fiscales ventajosas’ para las empresas”. O para ponerlo de otro modo, dialécticamente, creó un oasis de paz y de estabilidad para las 37.810 personas que habitan Liechtenstein a expensas de la de millones de trabajadores de otros países, algunas de cuyas empresas evaden el impuesto donde generan sus ganancias para radicarlas en los horizontes de este bello principado.
A pasitos de aquí, aquel módico héroe de La Paternal, nuestro gordo Cyterszpiller fundó Maradona producciones, su primera sociedad off shore para evadir impuestos no solo en Argentina sino en el mundo entero. “Vale diez palos verdes, se llama Maradona”. Y el gordo Cyterszpiller se c…a la… a la Argentina, o pera decirlo de otro modo, fundó una sociedad aquí en Vaduz. Muchos años faltaban para que saltase a la eternidad del suicidio desde el Faena de Puerto Madero –volar, volar, volar, volar como es Jorge volar al más allá- y antes de su partida, ya Cyterszpiller había figurado, y en calidad de precursor, en el negocio-escándalo rápidamente acallado, no solo en la Argentina sino en todo el mundo, porque, como dijimos, el show debe seguir, denominado Football Leaks. A decir verdad, el muchachón de La Paternal no fue sino un profeta y su tierra prometida fue el Principado de Liechtenstein, lavadero de dinero hecho país. Sin embargo, Roberto, como usted sabe, el analista analiza, no es ni cura ni rabino ni un imán. No juzga ni condena. Solo se limita a exponer. Por eso ni alabo ni censuro ese tipo de conductas mientras rija en el mundo un orden de cosas que determina las acciones de los hombres en ese sentido. Hasta que este modus vivendi no sea reemplazado por otro, todo tipo de sentencia moral acerca de lo que debería o debiese ser resulta ser superflua, como por ejemplo lo veremos en una crónica que barrunto y que prometo acerca de Dudi Graiver. Esos sí que fueron verdaderos reyes del reino de este mundo, aunque hayan caído de lo alto. Porque en este y en aquel, aquí y ahora las reglas son –eran- éstas, aunque el diagnostico, así lo creemos, mismo errado, no es ocioso ya que nos permite seguir abrigando la esperanza de cambiar. ¿Para mejor?
Los descendientes de los ochenta gandulazos que integraban la fuerza toda del ejército de Liechenstein, aficionados a hacer saltar, como usted dice, a las pastoras sobre sus rodillas, y de los cuales Klieber era el último sobreviviente, seguramente hoy son banqueros y harán saltar secretarias. O acaso hasta sean magistrados de tribunales europeos, como Carlo Renzoni, nativo de Vaduz, y juez único –en muchos casos, la justicia europea instruye procesos y jueces como este que dictan sentencias a través de tribunales en calidad de monomagistrado sin la presencia de aunque fuese un remedo de ministerio público-. Detrás de un café dicta sentencias deliberadas consigo mismo, en nombre de una Corte Europea de los Derechos Humanos que persiste en negar derechos esenciales a sus ciudadanos. Es su manera de hacer saltar pastoras sobre sus rodillas. Porque, como en aquellos ‘30 del siglo pasado, que fueron los suyos Roberto, el show debe seguir. Y acaso, la providencia no lo permita, terminar en otra hecatombe como entonces.


Desde la colina del Castillo de Vaduz se puede divisar la aburrida geografía de Liechtenstein, separada de Suiza por un río, aunque unida por dos cosas más importantes: la misma moneda y la misma vocación de país-banco. Como podes ver, Jorobadito, tus cuarenta y dos años no te permitieron vivir algunas mutaciones. “Vive y verás”, aunque sea cierto que aun no habiendo vivido tanto, tú has visto con los ojos del corazón, lo que los ojos de la razón nos muestran en este crudo hoy.
La ciudad de Vaduz no es gran cosa, Lanzallamas, y ha hecho usted bien en no referirse a ella, sino antes bien, circunscribirse a la descripción platónico-imaginaria del castillo y a la vida y obra de sus habitantes. Porque una modesta peatonal atiborrada de negocios de espejitos de colores, de chucherías más o menos caras a ser compradas exclusivamente por los chinos, se abre paso en el minúsculo microcentro del lugar. Como sucede en Luxemburgo, las compañías que están radicadas en Liechtenstein no tienen necesidad no solo de tener oficinas en el lugar, sino ni tan siquiera de fijar una pobre placa en alguna puerta. La radicación no es física, consiste nada más que en señalar una dirección, un aguantadero virtual que pueda ser consignado oportunamente. Levantaron un trono de madera y de cartón en cuyo asiento yace una corona de plastico para que los turistas se sienten y se saquen fotos.

Me siento, me saco una foto y sin ser yo mismo gran cosa, hasta me veo más galán de Hollywood –o de Bollywood- que el príncipe verdadero que hoy impera en estos lares. Siento un pinchazo de hambre. Me siento en uno de los dos cafés de Vaduz. Suplico: “Una porción de torta de chocolate por favor”. “Le advierto, me dice quien me atiende con cara de novicia sumisa, que todos nuestros productos son veganos”. Frente al hecho consumado, pago los francos suizos que me pide, que no son pocos, le doy un sorbo al cappuccino insípido, incoloro e inodoro y le pego un tarascón a la torta de cartón para que se me claven los dientes superiores en una suerte de goma espuma. El neoliberalismo nos hace obedientes: reciclen la basura –así después nosotros no tenemos que pagarle a alguien para lo haga y podamos reutilizar a bajo costo los residuos de los alimentos que pagaron ustedes-; coman vegano, así podemos encajarles todo tipo de ingredientes otrora invendibles y encima a altos precios; utilicen monopatines eléctricos, así con la excusa de la contaminación nos ahorramos invertir en crear transporte público ecológico; etcétera. Pero cuando Obama o Trump dan un portazo y se niegan a firmar el protocolo de Kyoto o lo decidido en la COP21, los medios mainstream nos dicen “están en su derecho, son un país soberano”. No, Arlt, pienso no le hubiese gustado esa desolada ciudad de Vaduz que no tenía nada que ver con usted. Bueno, ni conmigo. Casi siempre viajar es una experiencia decepcionante que no puede asemejarse a la de un buen sueño, ya que en los sueños las cosas siempre son como uno quiere. Y esta nota nunca hubiese podido llegar a ser como la suya porque la mía esta nutrida de realidad y no de sueños, de certitudes y no de hipótesis, aunque desde luego hay una pregunta sin respuesta, probablemente el único elemento en común, que subyace en su nota y también en la mía. ¿Cuál será el sentido de la vida de la gente que habita en estos lares?
Cordialmente, su seguro servidor.
Ninin