"Juventud Anilevich: Identidad y Pertenencia. Argentina 1948-1980"

Asaltar los cielos

Eytan Kahn escribió un extenso volumen que describe y documenta las tres décadas de militancia de la juventud sionista-socialista en Argentina que modificaron profundamente el carácter de la comunidad judía del país, alteraron la relación de fuerzas generacionales al interior de la misma, edificaron la autodefensa judía y, sobre todo, transformaron carácter y sentimientos de quienes integraron esa aventura.
Por Ricardo Feierstein

Se adjudica al filósofo G. W. Hegel la mención al “Síndrome de los 80 años”, que puede definirse así: “80 años después de la revolución, el nieto no tiene la menor idea de que el abuelo protagonizó esa rebelión”.
No se entienden las opciones y/o decisiones coyunturales si no se las atraviesa en su preciso momento. El sociólogo francés Henri Lefebvre sostenía que resulta imposible vivir una experiencia que se supone trascendente y, al mismo tiempo, comprender la huella que la misma dejará en la historia. La verdad (o interpretación) de determinadas situaciones-límite no pueden ser cabalmente definidas desde sus protagonistas, sino por una mirada histórica posterior, con la suficiente perspectiva como para juzgarla.

Precisamente para cerrar esa grieta entre el recuerdo y el presente, Eytan Eduardo Kahn, que fue parte de la dirección del movimiento y vive en Israel desde 1970, escribió “Juventud Anilevich: Identidad y Pertenencia. Argentina 1948-1980”, un volumen que contiene 328 páginas, un centenar de fotos y un extenso Anexo virtual de documentación, que acaba de aparecer.
Resulta difícil calibrar la importancia de un documento tan único y significativo. Esta época de incertidumbre, cada día más veloz y con mayor cantidad de información (en su mayoría poco importante), no puede sino opacar acontecimientos ocurridos décadas atrás, que sólo permanecen en la transmisión como jirones cada vez más deshilachados de aquello que fue.
Y aquello fue. Muy importante. Esos años militantes de una juventud sionista-socialista en Argentina modificaron profundamente el carácter de la comunidad judía del país, alteraron la relación de fuerzas generacionales al interior de la misma, edificaron la autodefensa judía y, sobre todo, transformaron carácter y sentimientos de quienes integraron esa aventura.
El orden cronológico elegido por el autor y su capacidad de síntesis -moviéndose durante una década entre miles de papeles, testimonios y ediciones amarillentas de publicaciones y seminarios- permite visualizar, paso a paso, el derrotero de esta organización que prosiguió, con jóvenes entre 16 y 22 años, la labor educativa del movimiento Hashomer Hatzair, proponiendo una indisoluble vocación bifronte: ser argentinos y judíos. Identidad diversa y única que caracteriza las generaciones nativas. Intervenir en política argentina y comunitaria y, al mismo tiempo, enfocar la trayectoria hacia el renacimiento del Estado judío y la vida en una comuna socialista, el kibutz.
Era necesario no sólo asimilar una ideología, sino disponerse también a un cambio en cabeza, sentimientos y cuerpo. Reconstruir una manera de ser diferente al entorno capitalista que los rodeaba. Y esgrimir una posición combativa frente a la coyuntura a partir del nombre elegido: Mordejai Anilevich, comandante del levantamiento del gueto de Varsovia contra los nazis, era la guía que alumbraba el camino.

¿Cómo se cuenta la historia?
La Juventud Anilevich, entonces, es leída aquí en diversas claves: histórica, ideológica, utópica. Desde la creación de Israel en 1948, año en el que también aparece el periódico Nueva Sion -cuyo acompañamiento e historia también se reseñan- hasta los cruciales años 1961-1973 de mayor inserción en la comunidad y las fuertes polémicas entre 1973-1980, en el contexto de lucha de guerrillas y represión genocida locales.
La dificultad de transmitir el espíritu de aquellos años se complica cuando quienes los han vivido como actores son reemplazados por espectadores distantes o comentaristas tardíos, que tal vez puedan definir con mayor precisión histórica la verdadera (o supuesta) influencia que tuvo este tipo de movimientos. Hay dificultad de comunicar a otros una coyuntura que hoy parece idealista, utópica y hasta ingenua: recuperar el ethos, los rasgos y modos de comportamiento que definían la identidad en los años ’60 del siglo pasado.
Se trató, simplemente, de asaltar los cielos de la utopía. Una misión que parecía posible al grupo de jóvenes que intentó esa aventura.
Un integrante del grupo de argentinos llegados al kibutz, un año después de vivir allí, conversa en su imperfecto hebreo con un joven de origen iraquí, obrero asalariado de la ciudad cercana, que trabaja en la fábrica junto a él. El israelí no puede entender la presencia de un muchacho llegado desde el otro lado del mundo -¡que poseía un buen trabajo, heladera y televisor!- para establecerse en una comuna cercana a la frontera siria. Pregunta, con la típica franqueza de su país:
-¿Má pitóm bata hartza? (¿Por qué diablos viniste a Israel?).
El nuevo inmigrante contesta, rápido de reflejos:
-Anu banu hartza kedei libnot u lehitbanot (“Nosotros llegamos a Israel para construir y reconstruirnos”, letra de una canción del movimiento jalutziano).
Más allá de la soberbia característica -un argentino que pretende explicar el sionismo a un nativo del lugar que ya pasó allí dos guerras-, tal vez convenga recuperar el sentido de esa respuesta. Se trataba de un doble desafío personal: construir (un Estado Judío después de veinte siglos) y reconstruirse (como persona nueva, rompiendo el molde de la diáspora).

Balance y transmisión
¿Cómo funciona nuestra memoria individual y colectiva sobre estos fragmentos de historias personales? ¿Cambiamos nuestra comunidad y el mundo? ¿Algo realmente se modificó?
Muchos compañeros quedaron viviendo en Israel, la mayoría de ellos en la ciudad. Otros se establecieron en distintos puntos del planeta, volvieron a la Argentina, se enorgullecen del proyecto o decidieron olvidarlo, lo que da lugar a diversas posiciones: olvido, renegación, congelamiento en el pasado, pecados de juventud, misión cumplida, exigencias desmedidas a adolescentes en un momento en que no podían decidir esos compromisos vitales…
Todo este panorama se presenta en la última parte del volumen, donde estas variantes se despliegan en testimonios personales de quienes participaron en las distintas etapas de la Juventud Anilevich.

Ricardo Feierstein junto con Leonardo Senkman y Bernardo Kliksberg durante la presentación del libro.

Ricardo Feierstein junto con Leonardo Senkman y Bernardo Kliksberg durante la presentación del libroEsta laboriosa documentación -escrita por sus protagonistas- se acerca bastante a una síntesis histórica plausible y nos reencuentra con un pasado lejano y cargado de nostalgia. Pero “la melancolía -escribió Sigfrid Kracauer-, como disposición interna, no sólo hace parecer atractivos los objetos elegíacos, sino que acarrea otra consecuencia, más importante: favorece el autodistanciamiento, una premisa de la comprensión crítica”.
Bajo este encuadre, quizá sea posible adherir hoy a las palabras de Albert Camus, al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1957, a los 44 años de edad:
“Cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía, sin embargo, sabe que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan revoluciones fracasadas, técnicas enloquecidas, dioses muertos, ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y la opresión-, esa generación ha debido, en sí mismo y alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y morir”.

El sueño de una época
“Transformar el mundo” (Marx) y “Cambiar la vida” (Rimbaud) fue la doble consigna de los estudiantes franceses en 1968. Nosotros la asumimos como guía de nuestro ambicioso experimento humano. Era a todo o nada. Ser como el Che Guevara, o un sacerdote, o un kibutznik. Unir palabra y acción. Trabajo físico y trabajo intelectual. Vivir cotidianamente en nuestro cuerpo y nuestra experiencia el “Hombre Nuevo”, eso que proponíamos como sociedad del futuro. Coherencia del alma, digamos.
Éramos los jalutzim, los “pioneros” que iban delante de los otros abriendo el camino. Pedíamos los lugares de mayor riesgo y los trabajos más duros, moldeábamos nuestro espíritu para ser ejemplo y bandera. Contábamos que la voz de mando de los oficiales del Ejército israelí, entre los cuales la “crema” pertenecía a los kibutzim, no era “¡Adelante!” cuando se atacaba una posición enemiga sino “¡Javerim, ajarai!” (“¡Compañeros, detrás de mí!”). Porque ellos avanzaban al frente de su grupo. Lo comparábamos con los ejércitos que nos rodeaban y, codeándonos, comprendíamos la diferencia.
Así fue nuestro sueño. Trabajar la tierra, superar la alienación del ciudadano contemporáneo y construir un “Hombre Nuevo” socialista, solidario y entregado, valiente y generoso, sacando lo mejor que cada uno tenía dentro de sí, ayudándonos entre todos. Hizo emerger el “ángel”, esas parcelas de creatividad que anidan, incluso, entre los más tímidos y simples.

Era una sensación de “paladar negro”, de pioneros y elegidos, de vanguardia de los otros, que atravesamos los que participamos, allí, de ese momento histórico. Nada de marginalidad ni umbrales, como en nuestra experiencia argentina. Queríamos ser puros y rebeldes, los mejores y los más sanos. ¿Acaso rozamos ese ideal? ¿Valió la pena o todo fue una ilu¬ión?
Una utopía loca en apariencia, que acompañó nuestra juventud. Como dice la Torá: “Los viejos sueñan sueños. Los jóvenes tienen visiones.” Así fue.
A otros este tipo de historias los deja indiferentes. Es incomunicable, no se puede transferir… Son los propios sueños: apasionantes, trascendentes y llenos de sutilezas para uno mismo. Lejanos, aburridos e insufribles para los demás.