Elecciones 2019

Se vestirá de fiesta con su mejor color

Una primera aproximación al escrutinio de los comicios israelíes nos puede remitir a las acaloradas discusiones, barriales o escolares, de nuestra infancia: la defensa discursiva -a rajatabla- de River Plate o de Atlanta se sustentaban en una adhesión puramente afectiva, exenta de racionalizaciones futbolísticas.
Por Moshé Rozén, desde Nir Itzjak, Israel

El presidente de Israel, Reuven Rivlin, afirmó hace unos años que el país estaba social y culturalmente configurado por colectivos sociales –algunos los definen como colectivos tribales- determinados por corrientes educativas: judías y árabes, laicas y religiosas ortodoxas; coincido con su relato y digo: desde niños, muchos israelíes tienden, entonces, a adherir al mandato escolar, a una identificación familiar y emotiva con los marcos culturales –en definitiva, políticos- próximos a su entorno social inicial.
Obviamente, el «clima de la época» impreso por Netanyahu con la «Ley de la Nacionalidad», su compromiso con la aspiración de anexión definitiva de los territorios ocupados en 1967, etc., contribuye a acentuar la fracturación sectorial.
Es más: el primer ministro, acosado por acusaciones de clientelismo y soborno, cohecho y malversación de fondos, se identifica a sí mismo como víctima de las «élites dominantes». O sea, él, Netanyahu, sería el gobernante formal, pero el poder real lo ejercen sus «perseguidores», la prensa y los jueces, la izquierda y la oposición.

En su campaña electoral, el Likud se centró en atacar al «partido de los generales», la recientemente constituida lista «Kajol Lavan» (Azul y Blanco).
El enfrentamiento electoral estuvo matizado por el discurso autoritario de la coalición gobernante, una violenta modalidad que –lejos de producir rechazo masivo- se asienta en el espíritu de intolerancia y discriminación que anida en gruesas capas ciudadanas, que visualizan el concepto «izquierda» como sinónimo de «traición a la patria».
El triunfo del Likud y el premier Netanyahu –por ahora desafiado por un probable empate con Azul y Blanco, el partido de Gantz – reitera una constante de anteriores confrontaciones: identidades étnicas y religiosas, parámetros simbólicos y emocionales, similares a la adhesión a un cuadro deportivo, se impusieron, coronando la alianza entre la derecha nacionalista y el bloque ortodoxo, desplazando a las márgenes al núcleo fundacional del Estado de Israel –el sionismo laborista – y asentando, posiblemente, una estructuración bipartidaria similar a los perfiles norteamericanos de republicanos –abiertamente simpatizados por Netanyahu- y demócratas –cercanos a la perspectiva centrista-liberal de Gantz-.

En este momento, a las 6 de la mañana del 10 de abril de 2019, el recuento de votos indica: 35 bancas para el Likud y 35 para Kajol Laván.
Meretz, superando la agresiva campaña «izquierda=traidores», logró 4 escaños en un espectro parlamentario signado, nuevamente, por tendencias extremadamente polarizadas.
La periferia ortodoxa, satélite de la derecha nacionalista, promete fidelidad al Likud y aseguraría así la continuidad de la actual coalición y el bloqueo del avance opositor.
Ambos contrincantes, Netanyahu y Gantz, ya salieron a la conquista de socios que faciliten su acceso al próximo poder, con un despliegue de promesas, como un canto gardeliano: cuando apoyes a mi gobierno recibirás ministerios y presupuestos… El día que me quieras, la rosa que engalana se vestirá de fiesta con su mejor color…