Texto inédito sobre el Holocausto de Héctor Schmucler

Las palabras en disputa

Nueva Sión recuerda al gran intelectual recientemente fallecido Héctor Schmucler (Entre Ríos, 1931 - Córdoba, 2018), talentoso impulsor de los estudios de comunicación en la Argentina y uno de los fundadores y primer director de la legendaria revista "Los libros" (1969-1976), donde colaboraban José Aricó, Oscar Steimberg, Eliseo Verón, Beatriz Sarlo, Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, entre otros. En 1971 fundó en Santiago de Chile la revista Comunicación y Cultura, y durante su exilio en México editó la revista "Controversia" junto con Juan Carlos Portantiero, Nicolás Casullo y José María Aricó. Fue asimismo profesor titular de la primera cátedra de Comunicación Nacional en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, profesor emérito de la Universidad Nacional de Córdoba y director de su Centro de Estudios Avanzados, entre otras actividades académicas. Durante los últimos años, Schmucler reflexionó y disertó sobre el Holocausto y los delitos de lesa humanidad. A continuación, en ocasión del Día Internacional de Conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto, designado por la ONU el 27 de enero, fecha de la liberación de Auschwithz-Birkenau, ofrecemos una lúcida presentación inédita de Schmucler en el Primer Simposio Internacional “Crímenes de lesa Humanidad y Holocausto: historia, verdad y justicia. Una mirada desde América Latina”, convocado por la Lic. Saada Bentolila y el Dr. Leonardo Senkman, y realizado en la Universidad Nacional de San Luis en el año 2013. El panel que compartió con Hugo Vezetti abordaba el tema “Legado del autoritarismo y disputas de las memorias de genocidios”.
Por Héctor Schmucler

¿Qué interroga el título de este simposio? ¿Y sobre qué propone dialogar el tema de nuestro propio panel? ¿Existe realmente una “mirada latinoamericana” de conceptos como “historia, memoria, verdad y justicia” para considerar los delitos de lesa humanidad y el Holocausto”? Inesperadamente, me siento extrañado ante palabras que sin duda he usado con frecuencia y que ahora nos están exigiendo mirarlas cara a cara para que develen su sentido en el contexto en el que las estamos poniendo a prueba. Al fin y al cabo, ese es el papel de un simposio, el momento en que, según la tradición, los griegos se reunían a beber y a dialogar sobre palabras. Es cierto que, lejos del amable filosofar, nuestra época se caracteriza por disputas a veces banales y que sin embargo contienen, secretamente, la elección entre la vida y la muerte. La apuesta es enorme y vale la pena la querella de las palabras que nombran la memoria.

Porque se trata, creo, de la elección que la memoria realiza entre el infinito mundo recordable. Qué recordar, equivale especularmente a la decisión de qué olvidar. Estamos en deuda con la memoria cuando olvidamos que nunca dejamos de olvidar aunque hay sin duda algo más grave para la búsqueda de la verdad que atraviesa cualquier voluntad de memoria: simular el olvido o ignorar que existe más de una forma de recordar. Más aún: ciertas maneras del recordar que otorgan valor absoluto a determinada memoria, que la promueven como única posible, en su hueca repetición ignoran los tiempos y las circunstancias de lo que se evoca, lo rescatado se cristaliza, se vuelve una abstracción evanescente, empuja al olvido.

Permítaseme sugerir que la memoria, sin la cual la vida humana pierde toda consistencia, rigurosamente se despreocupa tanto de la verdad como de la justicia. Está antes y después de la verdad y la justicia. La memoria, rectamente, no tiene un para qué: ningún objetivo logrado la agota y sin embargo nos envuelve y condiciona nuestro pensar y nuestro actuar. Recordamos muchas veces sólo el recuerdo de otros, repetimos con frecuencia afirmaciones que de tanto reiterarse eluden cualquier crítica, pasan a ser “sentido común” y al condicionar los “horizontes de expectativas”, en el sentido de Reinhart Koselleck, reordenan el “espacio de experiencia”, nuestro pasado se redibuja, es otra nuestra vida en el presente. La cuestión es decisiva porque el presente es el único tiempo en que podemos vivir; certeza que, por obvia, suele escapar a nuestra conciencia y tan evidente como afirmar que la memoria siempre es memoria del pasado y que siempre se realiza en el presente.

Volvamos a la propuesta del seminario, que se asienta en la decisión de calificar ciertos delitos como injuriantes para la humanidad entera, delitos de lesa humanidad. Un legado de la post Segunda Guerra Mundial, cuando los triunfadores declaraban su voluntad de que determinadas prácticas criminales, aunque consolidadas en la historia, desaparecieran para siempre. Es sabido que los logros han sido precarios y que más limitado aún, ha sido el esfuerzo por reflexionar sobre las condiciones que hicieron posible los hechos que se condenan y que se pretenden evitar en el futuro. Igualmente importante, agreguemos, sería analizar las condiciones que hicieron posible que tales legislaciones pudieran establecerse, sustentadas en una determinada –y para nosotros irrenunciable- noción de humanidad, es decir, del mundo constituido por los seres humanos. Dos interrogantes proponen un duro camino al pensamiento: esta noción de humanidad, establecida por un circunstancial acuerdo de los vencedores en la guerra, ¿era la única factible? ¿La guerra sólo podía concluir con la derrota de Alemania?

Aunque resulte intranquilizante, el nazismo también pensaba en una humanidad, pero otra: en una especie de destino que marcaba la preeminencia de un ser humano que encontraba su perfección en un modelo racial y cuya vigencia exigía la superación de las lacras contenidas en individuos desviados de aquel camino de grandeza. En esta idea se asentaba lo que luego se llamaría genocidio. Es imprescindible evocar la condición primera para la condena a esta práctica que nos resulta abominable: la decisión de extirpar a determinados fragmentos de la humanidad por pertenecer a ese fragmento, y sólo por eso.

Es cierto que aquella definición primera fue ampliando su alcance y que a medida que extendía sus límites fue perdiendo significación e intensidad. Las palabras se vuelven vacilantes cuando sus fronteras semánticas se expanden hasta diluirse. El uso generalizado de la palabra genocidio para tipificar múltiples formas de asesinatos plurales, es sin duda un intento de condenar con la máxima severidad crímenes generalizados y condenados por nuestra actual percepción de la convivencia colectiva. Creo, sin embargo, que este uso desbordante arriesga empañar otras realidades que merecen distintas comprensiones aunque idénticos rechazos. La dramática historia de violencia en la Argentina de los 60 y 70, que culminó con la siniestra represión emprendida por la dictadura, aún admite polémica sobre si incluye la caracterización de genocidio.

El genocidio, esta eliminación del otro por lo que naturalmente es, prescinde, por ejemplo, de la idea de “enemigo” que, de manera lejana, acepta la pertenencia del otro como humano. Los judíos y los gitanos y los armenios víctimas de genocidios, sólo en un sentido ontológico eran enemigos de los genocidas. La definición de un enemigo, como forma de constituir la identidad propia, y el deseo de eliminarlo, no es menos grave pero se diferencia del genocidio. El enemigo se construye y puede desconstruirse: si el enemigo cambia de bando, puede dejar de ser enemigo. Los judíos, para el nazismo, eran irrecuperables, de acuerdo a los postulados del alemán Paul de Lagarde en su Judíos e indogermanos, publicado en 1887. Inspirado en las enseñanzas de Pasteur sobre los gérmenes patógenos como causantes de las infecciones humanas, Paul de Lagarde no sólo establece una analogía entre judíos y gérmenes peligrosos para la salud de los hombres sino que, también por analogía, sugiere un tratamiento: “No hay trato con la triquina y los bacilos. No se educa a la triquina y a los bacilos; se los extermina tan rápida y radicalmente como sea posible”.

Los llamados genocidios económicos o genocidios ecológicos confunden: la destrucción de seres humanos o del medioambiente son consecuencia de sistemas económicos y de concepciones del mundo que sin duda merecen ser condenadas y combatidas. Pero el genocidio, rigurosamente, no es consecuencia de otro actuar sino la deliberada decisión de “limpiar” la tierra de determinados hombres. Hannah Arendt justificaba la condena a muerte de Adolf Eichmann en que su acción había sido consecuencia de su certeza de que algunos seres humanos, por su condición de tales, no tenían derecho a seguir viviendo junto a los otros. Por esa, y por esa única razón, argumentaba Hannah Arendt, Eichman no merecía habitar la misma tierra que el resto del mundo.

Habíamos señalado la relevancia que tiene ocuparse no sólo de los hechos que la memoria insiste en evocar, de los contextos socio-históricos que los rodearon, sino (y sustancialmente) a las condiciones que hicieron posible la realización de esos hechos. En el caso del Holocausto, tal vez no se le haya prestado toda la atención que merece al lugar de la ciencia en la creación de las condiciones que lo hicieron posible. Sería torpe buscar causalidades inmediatas, pero la ciencia, amparada en el halo que la consagra tan neutra como benefactora, ha contribuido y sigue contribuyendo a la construcción de una imagen penetrante de lo que es un ser humano y de su perfectibilidad posible. Ya en 1883 el inglés Francis Galton, precursor de la estadística moderna y primo de Charles Darwin, había incorporado el término “eugenesia” para designar una ciencia que postula el mejoramiento de la raza humana a través de una cuidadosa evaluación de las características más adecuadas de los individuos. Su primera sugerencia fue la regulación del matrimonio de acuerdo al patrimonio hereditario de los padres. Pocas convicciones se desplegaron con tanta velocidad, ni fueron compartidas por el mundo científico con tanta unanimidad como las postulaciones de la eugenesia. La aspiración a “construir” un ser humano con rasgos previamente caracterizados como superiores, penetró todos los espacios, en casi todos los países y nunca dejó de actuar, con otros nombres, hasta hoy mismo en que la llamada biotecnología se ha instalado en un lugar privilegiado de la ciencia contemporánea.

Pero un siglo antes de Galton, algunos estudios sobre el origen de las formas lingüísticas europeas habían contribuido a generar un piso científico en el cual se afirmaron con comodidad las postulaciones eugenésicas. William Jones, otro súbdito británico, fue el primero en señalar las afinidades estructurales entre el sánscrito, el griego y el latín y los antiguos gótico y céltico. Jones, abogado y juez en la Corte Suprema de Bengala, dejó abierto en 1786 un capítulo fundamental para la historia de la lengua: en adelante el indoeuropeo (también llamado indogermánico) apareció como el origen común de casi todos los idiomas que recortaron un orden civilizatorio autoconsiderado superior a cualquier otro. En 1805, el alemán Friedrich Schlegel llegó a afirmar que el hindú, “por su profundidad, su claridad, su suavidad y su espíritu filosófico”, es la lengua primitiva de la cual derivan todas las otras, y algunos años después el francés Georges Cuvier, creador de la anatomía comparada, fue más lejos y le otorgó a la descripción iniciada por William Jones un valor heurístico que superaba ampliamente el estricto estudio de las lenguas. Cuvier creyó que a partir de las “analogías de las lenguas” era posible dar un salto sustantivo en la descripción de las ramas principales de las razas. El llamado “racismo científico” multiplicó los estudios y, de clasificación en clasificación, se pudo establecer, por ejemplo, que los indígenas de África constituyeron “la más degradada de las razas humanas, cuya forma se asemeja a la de los animales y cuya inteligencia nunca es lo suficientemente grande como para llegar a establecer un gobierno regular”.

Así, el indoeuropeo no sólo se ofrecía como lo más avanzado de la expresión lingüística sino que sus hablantes fueron considerados como los más perfectos individuos de la especie humana. Pero de entre todos los pueblos indoeuropeos habría habido uno, el ario -grandes dolicocéfalos rubios que en la Antigüedad habitaban el norte de la India-, que representaba el elemento puro y superior de la raza blanca. El mito encontraba carnadura en los argumentos de la “ciencia” lingüística. Por una parte “descubría” lo que ya era verdad míticamente difundida y, por otra, establecía el terreno adecuado para nuevas habladurías en el que alguna parte la ciencia pretendía haber confirmado como verdad. El ario había tomado las formas en las que se retrataban aquellos que se veían como modelos a sí mismos: rubio, ojos azules, alto y de piel blanca. Los argumentos se acumulaban en la búsqueda de los orígenes europeos. El germano-inglés Max Muller, destacado estudioso del sánscrito, fue decisivo en la instalación de la idea del ario como ejemplo de la perfección humana: fueron célebres sus conferencias en el Royal Institute de Londres entre 1859 y 1861. Tras ellas, lo “ario” mantendría su prestigio casi indiscutido durante un siglo. En realidad el “descubrimiento” de lo ario venía a llenar una expectativa de explicación largamente elaborada por el pensamiento europeo. Tal vez por eso, porque era científicamente “esperado”, de nada sirvió que el propio Muller se retractara apenas diez años después y que hacia el final de su vida (murió en el año 1900) insistiera en afirmar que el término raza aria era tan poco científico como el de gramática dolicocéfala.

Con todo, el racismo pareció adquirir todo su esplendor con las ideas expuestas por el conde Joseph Arthur de Gobineau, que entre 1853 y1855 publicó su famoso Ensayo sobre la desigualdad de las razas. Razonablemente, toda la crítica al racismo se ensañó en adelante contra las ideas del noble francés leído desde Wagner hasta Adolf Hitler, mientras la “ciencia” que lo respaldaba se refugiaba en la asepsia de los estudios eruditos. El francés André Pichot, en su excelente estudio La race pure, publicado en el año 2000, analiza cuidadosamente cómo el presupuesto de la nobleza y la neutralidad científica ha eclipsado, en la historiografía sociopolítica, el lugar de los científicos en la elaboración de “climas de época” que hicieron posible muchos crímenes políticos. En un tiempo muy próximo a las publicaciones de Gobineau, por ejemplo, el alemán Ernst Haekel se consagraba como una de las glorias de la biología. En la huella de Charles Darwin, Haekel otorgó solidez a la argumentación racista en su Historia de la creación de los seres organizados según las leyes naturales, en la que propone una clasificación jerárquica de las razas humanas de acuerdo a su lugar en la evolución: desde los negros, considerados próximos al mono, hasta la forma más evolucionada de la raza, los indo-germanos, entre los que se cuentan los alemanes, los anglosajones y los escandinavos.
Gobineau ya contaba con el respaldo de las estadísticas, detrás de la ciencia de los números, cuando destacó el lugar sobresaliente de los blancos por sus incomparables capacidades intelectuales, por la belleza del cuerpo y porque “son los únicos que conocen el honor”. Majestuosamente, el conde francés se sintió habilitado a afirmar que “los pueblos que no tienen sangre blanca se acercan a la belleza sin alcanzarla”. La posibilidad de que una buena parte del mundo no se estremeciera ante la idea de eliminar poblaciones humanas enteras, algo nos debería decir, al menos, sobre nuestra ignorancia del mal.

La búsqueda de respuestas a cómo fueron posibles los crímenes de lesa humanidad, seguramente no cancelará la continuidad de esta mancha negra con que nos abruman a lo largo de la historia. Sí, seguramente, puede abrir senderos a través de los cuales vislumbremos nuestras propias responsabilidades en la permanencia de un mundo donde esos crímenes son posibles. Algunos consideramos que la historia no se repite, contra algunas creencias que sostienen lo contrario. En todo caso, se repite con nuevas ropas, con astucias distintas. La consigna de recordar para no repetir tal vez debería trocarse en otra que insista en cambiar las condiciones que hacen posible que las cosas ocurran. Estamos en el espacio de la ética que impone interrogantes acuciantes sobre cómo vivimos cada día.