Pésaj:

¿Y yo qué hice? ¿Y yo qué hago?

En esta nota especial de Pésaj cedemos el espacio del habitual artículo editorial a un maravilloso y emotivo texto que sus autores (Carhles Papiernik y Diana Wang) denominaron “Hagadá de la Shoá”. Ninguna tragedia resultó como la de la Shoá (en términos de la dimensión del genocidio), y en particular pensada desde la paradoja de cómo puede pensarse o sentirse la libertad desde un campo de concentración o un gueto. Las muertes no fueron de números en los brazos, fueron de personas, de identidades, de historias, de esperanzas, de vidas en flor, de religiosos, de laicos, de judíos, de gitanos, de cristianos, de alemanes opositores, de quienes pensaban distinto o se presentaban diferentes. ¿Fueron libres quienes murieron en un campo, sintieron el oxígeno de la libertad a pesar de la opresión? ¿Cómo se reían, tuvieron tiempo para pensarlo o ejercutarla? ¿Hubo luz en aquellas largas noches negras?

Por Guillermo Lipis

“Morir no enorgullece a nadie, pero sostener la vida cuando todo a nuestro alrededor nos muestra su inutilidad, es un acto de heroísmo y eticidad”, afirman Papiernik y Wang.
¡Cuánta vigencia hay en esta frase! Basta tan sólo con mirar alrededor…
Que cada uno, en estas noches, se mire el ombligo, luego abrace fuerte a sus hijos y se pregunte como en las épocas de la dictadura ya en la Argentina, o los justos de aquella época terrible del maldito Holocausto nazi: ¿y yo qué hice? ¿y yo qué hago?
Las respuestas, tal vez, nos indiquen un futuro mejor.

Jag Pésaj Sameaj.

Hagadá de la Shoá

De Charles Papiernik (sobreviviente del Holocausto) y Diana Wang (hija de sobrevivientes)

(Los autores sugieren leer este texto en Pésaj, luego de la lectura de la Hagadá tradicional.)

Recordamos hoy también lo que nos sucedió en la Shoá. La Shoá fue el asesinato planificado y organizado de 6 millones de judíos en el seno de casi 50 millones de muertos ocurrida durante la Segunda Guerra Mundial en Europa entre septiembre de 1939 y mayo de 1945.
Un tercio de los judíos vivos en el mundo fuimos masacrados, un millón y medio de nuestros niños, nuestras madres, nuestros padres, nuestros hermanos. En Polonia, Hungría, Rumania, Francia, Bélgica, Checoslovaquia, Austria, Alemania, Holanda, Grecia, Italia, Lituania, Bielorrusia, en ciudades, en pueblos, en aldeas, fuimos arreados, engañados, torturados, hambreados, humillados, avergonzados y sometidos a cuanta indignidad fuera posible. Sea que viviéramos como judíos o no, sea que fuéramos religiosos o no, fuimos los objetivos privilegiados de la máquina de destrucción emprendida por los nazis en una guerra contra nosotros, liderados por Hitler con la complicidad abierta o inconsciente de gente común de todo el mundo que no levantó su voz en oposición y que muchas veces intervino activamente en nuestro asesinato. Implementó contra nosotros un plan de exterminio con el propósito de crear lo que en su imaginación llamaban la raza superior.
Fuimos el primer grupo étnico designado, después seguirían en su plan maestro, lo que llamaban las razas inferiores, las siguientes víctimas (gitanos, negros, amarillos, marrones). Erigidos en dioses, pretendían crear un ser humano y una sociedad perfectos, o sea, arios. Ideas falsas, mentiras y prejuicios disfrazados de verdades científicas, fueron la fuerza ideológica que llevó a cientos de miles de personas a ser sus cómplices en este delirio asesino. Recordemos sus instrumentos: el hacinamiento en guetos, el hambre, la insalubridad, los fusilamientos en masa, los crueles experimentos médicos, las humillaciones y el control de nuestras necesidades corporales, la industrialización de nuestra muerte en las cámaras de gas y nuestra posterior cremación en los hornos. La creación de los campos de exterminio, esa industria cuyo producto era la muerte, es una de sus obras supremas: en Treblinka solamente, cada día, recibían a 3.000 de nosotros, nos mataban, clasificaban nuestras pertenencias, nos sacaban las muelas y otros valores que podían haber quedado en nuestros cuerpos, nos quemaban y dejaban el campo ordenado para recibir a los nuevos 3.000 del día siguiente. Recordemos los guetos como el de Varsovia, de Lodz, de Vilna, de Cracovia entre otros cientos, y los Campos de Exterminio de Auschwitz-Birkenau, Maidanek, Treblinka, Chelmno, Bergen Belsen y tantos otros Campos de Concentración y Trabajo y Mixtos. Los Menguele, los Eichmann y otros asesinos se convirtieron en dueños de nuestras vidas y de nuestras muertes ante el silencio de los líderes internacionales, especialmente los de las grandes religiones.
Sin posibilidad de anticipar lo que nos sucedía, sin entrenamiento ni ideología militar, pobres, pacíficos, trabajadores, no teníamos ninguna posibilidad de defendernos. Cada uno de nosotros luchó como pudo. Hubo levantamientos armados en Auschwitz, en Treblinka, en Sobibor, en los guetos de Vilna, de Bialistok, de Varsovia. En este último durante casi tres semanas, luchamos contra el ejército alemán con el mismo heroísmo de nuestros hermanos Macabeos, con la misma fuerza, con la misma desesperación. Empezamos el primer día de Pésaj y sin armas, sin alimentos, sin esperanzas, cobramos caras nuestras muertes.
Aún cuando la lucha era imposible, luchamos. Hicimos lo que pudimos, resistimos con todas nuestras fuerzas y de todas las formas posibles: en los guetos manteníamos escuelas clandestinas, conferencias, conciertos, debates, coros, decenas de publicaciones, un sistema de ayuda social y comunitaria, comedores populares, enfermería y medicina social, grupos de trabajo y de cuidado de niños; en los campos tratábamos de mantener alta la moral y fuimos capaces de conductas de solidaridad que siguen siendo ejemplares dado el grado de inhumanidad al que nos pretendían someter.
Los judíos nos hemos comportado con dignidad a pesar de la aceitada maquinaria nazi que nos pretendía deshumanizar para hacer más fácil para ellos nuestro asesinato: casi no hubo suicidios entre nosotros y emprendimos las luchas que fueron posibles, salvando gente, escondiendo, alimentando, curando, consolando desde la clandestinidad, actuamos con heroísmos cotidianos sosteniendo la vida y resistiendo a las fuerzas de la muerte, huimos cuando pudimos a Rusia y nos escondimos en bosques, casas, graneros, cambiamos de identidad, fuimos ayudados algunas veces por personas no judías, pocas es cierto, pero debemos recordarlas por su valentía, intervinimos en actos de sabotaje y debemos rendir un homenaje especial a nuestros niños, los pequeños contrabandistas que sostenían la vida en los guetos entrando alimentos primero y armas después. Morir no enorgullece a nadie, pero sostener la vida cuando todo a nuestro alrededor nos muestra su inutilidad, es un acto de heroísmo y eticidad. Recordemos esta noche los nombres de quienes lucharon, de quienes dejaron sus testimonios, de quienes mantuvieron en alto nuestra dignidad contra los intentos de demolerla así como los nombres de cada uno de los familiares y familiares de familiares que hemos perdido.
Los nazis fueron vencidos en 1945. Sobrevino, así, nuestra “liberación” después de un tiempo de infierno infinito. Una vez libres aprendimos que nunca nos libraremos del dolor de lo perdido y del recuerdo del horror. Con cada uno de nuestros seis millones de muertos se ha ido una parte nuestra. La Europa judía ya no existe, la cultura generada en su seno fue destruida junto con las cinco mil pequeñas y grandes comunidades judías. El alto valor que le adjudicamos a la vida humana impidió que recurriéramos a actos de venganza colectiva. Los que quedamos vivos, tuvimos la suerte de ver el nacimiento del Estado de Israel, un lugar en el que nuestro derecho a vivir no precisa ser declarado pero que debe ser defendido. Recordemos hoy tanto a los asesinados como a los que sobrevivieron, a sus hijos y nietos, porque todos somos descendientes de la Shoá.
Nos comprometemos a mantener viva su memoria para las futuras generaciones.