Opinión:

Juan Pablo II y los “hermanos mayores”

En los últimos cuarenta años, las relaciones judeo-católicas han tomado un giro alentador. Falta mucho para acabar con los prejuicios, pero la situación nos permite ser optimistas.

Por Mario Cohen

Ubiquémonos por un momento en una solemne sala del Vaticano. Allí el papa Juan Pablo II recibe a una de las más altas autoridades religiosas del judaísmo, el gran rabino del Estado de Israel, Meir Lau. La formal entrevista se lleva a cabo en fraternal marco y queda espacio para el relato anecdótico. Entonces el religioso judío narra al Sumo Pontífice un hecho acaecido hace largas décadas en una ciudad europea. Le cuenta que, luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, una señora católica se dirigió al párroco de su pueblo, para hacerle una consulta. Ella tenía a su cuidado, desde los días de la guerra, a un pequeño, judío. Los padres de éste, desaparecidos en el trágico infierno de la masacre nazi, habían previsto para él un futuro en la tierra de Israel. La señora se encontraba ante una encrucijada y pedía al sacerdote católico un consejo. El párroco tuvo una pronta y comprensiva respuesta: “Se debe respetar la voluntad de los padres”.
El citado niño judío fue enviado al entonces naciente Estado de Israel, donde se criaría y educaría.
La anécdota resultaba muy interesante para Karol Wojtyla. Y pasó a ser más conmovedora aún cuando el gran rabino le aclaró la identidad de aquellas personas: “Usted, Eminencia, era ese párroco católico. Y ese niño huérfano … era yo”. Los protagonistas de este diálogo han vuelto a encontrarse, ahora en Jerusalén y en la sede del Gran Rabinato, y seguramente recordaron la anécdota.

Juan el Bueno

Las relaciones judeo-católicas han tomado en los últimos cuarenta años un giro muy alentador, que nace con el papado de Juan XXIII, conocido por todos como Juan el Bueno. La convocatoria del Concilio Vaticano II fue uno de los hechos centrales que marcaron un rumbo de apertura de la Iglesia y señalaron el camino de las relaciones ecuménicas. Hasta tal punto, que muchos autores que estudian las relaciones entre hombres y grupos han indicado que el principio de equidad en los estilos de comportamiento, que consiste en escuchar el punto de vista de los demás y darles de ese modo el respeto y la participación necesarias para el diálogo, ha tenido su más alto exponente en Juan XXIII.
En Nostra aetate (el documento concluido por el Concilio Vaticano II en 1965), la Iglesia Católica inicia el camino de reconciliación con el judaísmo. Este documento exonera a todos los judíos (de la época y de las precedentes) de supuesta culpabilidad colectiva por la muerte de Jesucristo.
Pero es el papa Juan Pablo II el que se ha convertido en el artífice de la convivencia entre las dos más antiguas religiones monoteístas. No sólo condenó una y mil veces el antijudaísmo (al igual que cualquier otra expresión discriminatoria), sino que la relación entre católicos y judíos alcanzó su mejor punto de concordia, cuando en 1994 el joven Estado de Israel pasó a tener su primer embajador en el Vaticano (el diplomático israelí Shmuel Hadas, nacido en el Chaco, República Argentina). Justamente de este funcionario queremos repetir su concepto sobre Juan Pablo II: “Ha sido el primer Papa que puso a la Iglesia Católica frente a las responsabilidades históricas con los judíos”.
Entre otros hitos significativos, se puede recordar la primera visita de un pontífice a una sinagoga, en 1986.
Fue nuevamente Juan Pablo II el que dio ese trascendental paso de aproximación. En el templo hebreo saludó a los feligreses con palabras que pronto se volvieron célebres: “Los judíos son nuestros amados hermanos y, en cierto sentido, son en verdad nuestros hermanos mayores [en la fe]“. La repercusión fue enorme en todo el mundo. Pero nos interesa repetir lo escrito entonces por un diario local: “Se necesitaron muchos siglos para que un papa se decidiera a franquear los pocos centenares de metros que separan el Vaticano de la Gran Sinagoga de Roma”. Esta política ecuménica ha constituido uno de los hechos más salientes de las últimas décadas del siglo XX. Y, con la visita que esta semana efectúa el Papa al Estado de Israel, este proceso llega a su culminación.

Los crucificados

Paralelamente a la actividad diplomática, la actual gestión papal realiza los más precisos análisis del dogma y señala sin eufemismos los dictámenes equivocados de los tiempos del desencuentro. Así, por ejemplo, cuando hace un par de años en el vía crucis del Viernes Santo, el padre Raniero Cantalamessa sentenció, en presencia del Sumo Pontífice: “Los judíos han sido crucificados por nosotros durante demasiado tiempo […]; el antisemitismo no nació de la fidelidad sino de la infidelidad a las Sagradas Escrituras”. Es de destacar el alto compromiso y excepcional significado de aquellas palabras del predicador papal en esa trascendente jornada de la cristiandad. Otro avance, si bien parcial, lo constituye el nuevo documento ‘’La Iglesia y las culpas del pasado y el pedido de perdón público del 12 de este mes. De todas maneras, vale recordar que este proceso no ha sido unidireccional. Hemos sido también testigos de pronunciamientos papales contradictorios, como el proceso de beatificación de Pío XII, la beatificación de Edith Stein, la cristianización del Holocausto.
El papa actual recuerda constantemente que las fuentes de las que ha bebido el cristianismo han sido judaicas. Los puntos en común entre ambas religiones reveladas y monoteístas son muchos: la creencia en un Dios creador; la descripción omnisciente y omnipotente; oraciones y ritos analogables. Sin embargo, el trato de los cristianos a los judíos ha sido hasta este siglo -exactamente hasta el advenimiento de Juan XXIII- hostil, cuando no decididamente traumático. Así lo reconoce el documento La Iglesia y las culpas del pasado: “La hostilidad o la desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es un hecho histórico doloroso”.

Agonía inmortal

Nuestro Jorge Luis Borges tuvo también aquí las palabras más exactas, cuando en su poema dedicado a Rafael Cansinos Asséns definió el carácter del pueblo judío como “inmortal en su agonía”. Y en otro párrafo de su obra, concluye: “Durante siglos, en toda Europa, el pueblo elegido fue confinado en barrios que tenían algo o mucho de leprosarios y que, paradójicamente, fueron invernáculos mágicos de la cultura judía”.
Los judíos han sufrido por siglos la intolerancia, la discriminación, la persecución. En distintos momentos y geografías fueron expulsados, confinados, deportados o masacrados en países y reinos cristianos. De la vida confinada en los guetos del este europeo del siglo XIX, donde se sufrían los pogroms (ataques masivos) de los antisemitas, se llegó en el siglo XX al más alto nivel de osadía persecutoria. Fue el intento de genocidio llamado incorrectamente Holocausto (porque esta palabra designa un sacrificio de naturaleza religiosa). El nombre hebreo Shoá, que remite a la aniquilación, es el más ajustado. seis millones de judíos (entre ellos 1.200.000 niños; un tercio de la población judía del mundo) fueron exterminados por la Alemania nazi y sus esbirros.
Un documento del Vaticano, Recordamos. Una reflexión sobre la Shoá, de 1998, fue muy elocuente al respecto (si bien, en opinión de muchos judíos, es un texto aún insuficiente): “Recordar este terrible drama significa tomar plena conciencia de la necesidad de evitar que las semillas infectas del antijudaísmo y del antisemitismo penetren en el corazón de los hombres”. A su vez, en La Iglesia y las culpas del pasado se cuestiona: “¿Ofrecieron los cristianos toda la asistencia posible a los perseguidos, en particular a los hebreos?”
Por todo esto, un aspecto también esencial de la visita de esta semana de Juan Pablo II a Jerusalem lo constituye su recorrido por el Memorial del Holocausto (Yad Vashem).
Sintetizando, el saldo de la relación entre el catolicismo y el judaísmo es positivo cuando acercamos la lente a los últimos cuarenta años. Especialmente cuando apreciamos que, aunque falta mucho para acabar con todos los prejuicios, hay diálogo entre las más altas jerarquías de ambas religiones.
Los feligreses de estas dos religiones (junto con los cristianos ortodoxos y protestantes) se hallan actualmente, como el resto del mundo, acechados por un extremo individualismo, un exacerbado egoísmo, un exagerado consumismo. La coexistencia de extrema riqueza y extrema pobreza suele originar un marco de manifiesta violencia. Para que el envilecimiento no crezca, es urgente el retorno a las fuentes éticas. Lo que bien puede constituir una solución para que la convivencia gane por igual a los hombres de buena voluntad de cualquier credo, color o ciudadanía.