Opinión

Europa sesenta años después de Auschwitz

La Historia es siempre un ejercicio hecho desde el presente. Intentamos comprender el pasado, pero para tratar de entender nuestra propia y exclusiva realidad. Por esa razón escribir la Historia es una misión imposible y cada generación está abocada a volver a intentarlo. En estas fechas, en Europa, se conmemora el Día del Holocausto. Los hechos están ahí, para vergüenza de todos nosotros. Sin embargo, el sufrimiento de aquellos que pasaron por un campo de exterminio, o el de sus familias, no debe impedirnos ir más allá en nuestra reflexión sobre lo que el Holocausto representa en la Historia de Europa.

Por Florentino Portero (Grupo de Estudios Estratégicos)

El problema fundamental, el hecho más dramático, es que los europeos fueron capaces de hacerlo. Que los que tomaron las decisiones, los que llevaron a cabo las acciones de hostigamiento o persecución, los que trasladaron a las víctimas a los campos, los que se ocuparon de su control, los que vejaron y los que asesinaron eran personas como usted y como yo, personas como las que encontramos todos los días en los centros de trabajo o de ocio, en los comercios. No eran especiales. Eran ciudadanos europeos.

También lo eran los millones que no quisieron enterarse de lo que estaba pasando, porque su paz moral así lo hacía aconsejable.

Hoy Europa está habitada por personas semejantes, que también tratan de huir de la realidad cuando ésta resulta desasosegante.
Hay otras versiones de lo ocurrido más generosas y, sobre todo más prácticas. Se puede argumentar que una minoría formada por gente de extrema maldad engañó a todo un pueblo y que sólo ella es responsable de las barbaridades cometidas. El problema es que explicaron a la sociedad durante unos cuantos años su programa, que pusieron por escrito sus objetivos y que, finalmente, fueron elegidos democráticamente. Este tipo de argumentos facilita la reconstrucción de un país e, incluso, de un continente… pero no responde a la realidad.

Europa es Kant y es Hitler. Es la Ilustración en la misma medida en que es el Holocausto. Es la tolerancia tanto como la Inquisición. Es el valor y es la cobardía. Somos todo eso y una cosa no se explica sin la otra.
Entonces ocurrió y ahora puede volver a suceder, aunque probablemente no de la misma forma. Si debemos extraer una lección de esa pesadilla es que bajo ningún concepto podemos permitir que vuelva a ocurrir. Nunca más podemos consentir que se den las circunstancias para que un gobierno arbitrario saque de nosotros lo peor que llevamos dentro.
El Holocausto no se puede explicar sin la crisis del liberalismo y de la democracia durante las primeras décadas del siglo XX, ni sin el furor de las nuevas corrientes totalitarias: fascismo y comunismo.
Lo primero y lo segundo están indisolublemente unidos y son mucho más que hechos políticos. Son, por encima de todo, crisis culturales. Con el cambio del siglo los valores heredados de la Ilustración empezaron a ser considerados inútiles para dar respuesta a los problemas propios de la nueva sociedad de masas. Frente a la defensa del individuo, la libertad de pensamiento, la tolerancia y la democracia, se impusieron la subordinación a la masa, el dictado de la clase o de la Nación, la intolerancia y la legitimación de la violencia. Todo valía en nombre del interés superior de la Nación o de la clase. Aquellos valores ilustrados venían de muy atrás, eran el resultado de siglos de desarrollo social a partir del legado judeo-cristiano, esos principios que dieron sentido a una civilización, la más exitosa de la historia.
Algunos, de uno y otro lado, creyeron encontrar un atajo para resolver sus problemas y crearon un Leviatán que se llevó por delante a varias generaciones. Pensaron que la historia podía desechar restos anacrónicos de un pasado felizmente superado, como el liberalismo y sus decadentes instituciones, sin darse cuenta de que eran el reflejo de una cultura política que se había ido gestando poco a poco. Eliminados los frenos y equilibrios -la ley como expresión de la voluntad popular, el Estado limitado, la separación de poderes, el respeto a la esfera individual…-, lo peor que llevamos dentro brotó y arrasó aquello que había costado siglos edificar. Sólo desde la experiencia del infierno vivido y gracias al liderazgo de Estados Unidos, Europa fue capaz de resurgir.
Todos somos conscientes de que estamos viviendo el comienzo de un nuevo período histórico caracterizado por problemas distintos. La globalización, con todo lo que implica, el islamismo, la proliferación de armas de destrucción masiva y el conjunto de movimientos antidemocráticos de variopinta especie están ahí, delante de nosotros. Sólo la firmeza en nuestros principios y en nuestras instituciones nos hará fuertes y nos mantendrá libres. En cambio, la cobardía, el ceder terreno al contrario pensando que se dará por satisfecho, el rehuir los problemas reales… sólo aumentarán nuestra vulnerabilidad.
La vida nunca ha sido un camino de rosas. La lectura, por somera y rápida que sea, de la Historia de Europa en los dos últimos siglos, muestra hasta qué punto nuestros predecesores tuvieron que enfrentarse a grandes retos, cuántas veces se equivocaron y qué alto precio tuvieron que pagar. La ilusión de que Europa, con el proceso en marcha de la unidad continental, ha superado la Historia y que no tenemos por qué preocuparnos es sólo y nada más que una ilusión.
Los judíos de todo el mundo viven estos días con especial intensidad. No podía ser de otra forma. Son muchas las familias afectadas directamente y la comunidad en su conjunto todavía no ha recuperado la población que tenía en 1939. No es casualidad que las asociaciones judías de todo tipo estén entre las más comprometidas en la defensa de los valores de la democracia liberal y en el rechazo a las estrategias de apaciguamiento frente a las amenazas que caracterizan nuestro tiempo. Ellos, más que nadie, tienen presente lo sucedido, sus causas y sus devastadoras consecuencias.