Cuentos

Luis León

El sueño de Dyusepo

De ‘Rostros de una identidad’, por Luis León. Cuento Sefaradí.

(Primer Premio del ‘Concurso Internacional de Cuentos de Temática Judía’)

Los primeros rayos del sol de primavera creaban un cuadro sobre esa pared de Malabia, donde las largas sombras se recortaban profundas en las hendiduras de puertas y ventanas. Dyusepo disfrutaba esa hora en la calle, tirando sin esfuerzo de su carro. Por la esquina de! banco hacia la avenida, hizo más lento e! andar para dejar paso al tranvía cargado de obreros que llegaban a la curtiembre.
Era un hombre simple, al que e! largo tramo de Triunvirato hasta la Chacarita con el cruce sobre e! Maldonado, lo llenaba de encanto cada día. Escuchaba su propio pregón, buscando mujeres descosas de entregar su ropa vieja por unos pesos. El les conversaba en el antiguo y extraño idioma de los judíos sefaradíes, desplegando todas sus dotes para el oficio, que al fin del día le recompensarían con alguna prenda más. Dyusepo reconocía su dicha al llegar al Río de la Plata. Dios había sido hartamente piadoso con él, aquel día en que Nissim Janná esperó largas horas en e! puerto hasta que e! inmenso cuerpo de metal llegó a la dársena y con su mujer y sus dos pequeñas hijas, subieron al carro que los llevaría a esa pieza de 25 de Mayo y Viamonte. Más piadoso aún, cuando días después, escuchó los tres golpes en la puerta y su primo les anunció que regresaba para llevarlos a una enorme habitación de la calle Camargo donde estarían mucho más cómodos.
La calle Camargo pertenecía a Villa Crespo, barrio sorprendentemente judío, verdaderamente ‘djidió’. Tan lejos de Izmir, jamás hubiera imaginado a tantos paisanos suyos caminando por esas ajenas veredas hablando en djudesmo, su lengua y la de sus padres, saludándolo como años atrás lo hacían en e! barrio de Karatash al borde del mar. Era un verdadero milagro sentirse lejos de ‘I´askeirlik’, ese terrible servicio militar turco del cual sólo algunos afortunados regresaban.
Las ruedas del carro sobre el empedrado producían ritmo. Un ritmo que Dyusepo trataba de mantener con la cadencia del tiro, sin dejar de mirar a izquierda y derecha a la búsqueda de una candidata a desprenderse de ropa vieja. Hacía ya varios años que estaba en la ciudad, y sus hijas crecieron y estudiaron en el colegio de la Quintana, al lado de la Comisaría 27 y con algún esfuerzo extra se convirtieron en maestras. Su mujer se despertaba con él, para lIevarlas temprano en el 12 hasta Almagro, y luego las esperaba bajo el pequeño cartel amarillo de la parada, para verlas regresar a mediodía. Eran dos hermosas chicas, y Raquel una gran compañera.
A Dyusepo le agradaba su trabajo, sobre todo en los días de primavera donde el calor no aprieta como en verano, tirando del carro tantas horas. Pero el esfuerzo no lo perturbaba y quizá por eso le dio sus frutos. Después de unos años, abandonaron la habitación de inquilinato y alquilaron una casa sólo para ellos. Había cuatro grandes salas a las que se llegaba a través de un largo pasillo, generosamente ancho, que le hubiera permitido entrar desde la calle con su carro cargado. Tenía un inmenso fondo de piso de baldosas coloridas, sombreadas por una enorme parra y un horno de panadero. Un antiguo horno de ladrillos, lleno de pequeñas puertas de hierro ya oxidadas, donde un gallego muerto al llegar el siglo, hacía pan para vender. De las decenas de razones para encantarse con esa casa, fue el extraño aparato el motivo que atrajo a Dyusepo. A Raquel en cambio, la entusiasmó la luminosidad y amplitud de la cocina y a las chicas la inmensa mampara de vidrios azul y caramelo que por la tarde proyectaba dibujos bicolores sobre el piso de mosaicos. Pero solamente tuvo ojos para ese horno de metal, escondido detrás de montañas de leña y latas descartadas, y veneró desde aquel momento al desconocido constructor.
Esa nueva morada fue desde el principio, el centro de alegría para roda la familia. Le dedicaron sus horas libres pintando paredes y despejando de objetos el fondo. Dyusepo, por su parte, agradecía a Dios en la sinagoga mientras entonaba los centenarios cánticos junto a sus hermanos. Pero sin embargo, una preocupación le robaba su descanso algunas noches. Un sueño recurrente lo asaltaba cada tanto, haciéndolo levantar con seria preocupación. Por eso un día, allí dentro de la sinagoga, decidió hablar con el ‘shammás’ cuando se retirara.
El ‘shammás’ no es un sacerdote, es simplemente el cuidador del templo. Es quien abre y cierra la sinagoga, y Yaco que cumplía esa función, aceptó caminar unas cuadras para charlar con Dyusepo. Coincidieron en no sentarse en el lzmir. En ese bar los djidiós se reunían a tomar ‘rakí’, y donde se toma anís, falta la privacidad que el momento de confesión requiere. Por eso decidieron caminar por Triunvirato hacia el centro, hora en que a pesar del buen tiempo, reunía poca gente.
Pudo contarle todo. Al fin y al cabo no era un sueño prohibido, sino la preocupación de un hombre de trabajo. Yaco el ‘shammás’, lo escuchó atentamente, sin interrumpir, aun cuando su audición disminuida le hacía perder alguna palabra. Con paso lento, recorrieron un largo trecho, hasta que la historia llegó a su fin.
Un sueño muchas noches repetido, preocupante, que el humilde cuidador de la ‘kehilá’ entendió y devolvió en una reflexión:
– tenes iyas grandes y ermozas, Dyusepo, y debes kazarlas, topar mozos buenos, y prokurales kaso kumida y parás para los primeros gastos…

Era razonable la preocupación de su sueño, la hija de un ‘djidió’ debe tener una dote, y sus dos chicas estaban en edad de casarse.
La caminara de la noche anterior con Yaco, lo había serenado. Al día siguiente, Dyusepo tiraba feliz nuevamente de su carro, por una soleada calle con olor a jazmín, recordando las reflexiones del ‘shammás’ sin dejar de hacer su tarea. Debía comprar toda la ropa posible, por que el verano era insoportable, y reducía su tiempo de marcha. lzmir no ocultaba su rostro al mar como lo hacía esta ciudad con su río, por eso Buenos Aires en el verano se tomaba revancha con sus habitantes, por darle la espalda al Plata.
Pero antes que transcurriera un mes, el sueño, como una antigua dolencia que regresa, lo sorprendió en la mitad de una noche. Por la mañana no pudo disfrutar del ritmo de las ruedas sobre el empedrado, ni de las calles de paraísos frondosos que lo protegían del sol. No supo simular sonrisas para las vecinas que le ofrecían sus atados de ropa vieja, esperando su cortesía y un poco de charla. Sólo pensaba en un nuevo encuentro con Yaco para volver a oír sus palabras serenas y reflexivas.
Por la noche, lo comprometió a otra caminata al salir de la ‘kehilá’. Volvió a narrarle el sueño, la repetida historia en donde Dyusepo tomaba un tranvía que lo llevaba hasta el colorido barrio de la Boca, se bajaba en la última parada, y caminaba hasta llegar al pie de uno de los enormes puentes de hierro donde tomaba un bote que cruza el Riachuelo. A pocos metros, se hallaba una casa incendiada, con una columna de hierro a cada lado. Allí excavaba un pozo hasta encontrar una lata que contenía cincuenta monedas de oro. El viejo ‘shammás’ que lo escuchaba atentamente, sólo supo decirle con ternura:
– isho mío, ¿kualo te puedo dizir? Los suenyios están adentro de uno, y pueden entenderlos kenes los suenyian.

Esta vez, Dyusepo el compraventero retornó a su casa en silencio, apenas pudo, en su mutismo, agradecer a Yaco la compañía brindada. Esa noche no consiguió dormir. Esta vez en lugar de sorprenderlo, el sueño revoloteó durante horas sobre sus pensamientos. Se mantuvo rondando por su cabeza, desmenuzado y reconstruido mil veces hasta que las primeras luces del nuevo día, lo impulsaron a dejar la alcoba.
Extrañamente estaba de buen ánimo y no sentía cansancio. Se mojó la cara sin secársela, y evitando prepararse su habitual desayuno, salió al patio. Guardó la pala dentro de una bolsa de harina y la puso al hombro como a un pesado fusil. Recorrió el largo patio de la casa, observando el cielo color acero, y al salir, en lugar de enfilar hacia el depósito del carbonero donde guardaba su carro, apuró sus pasos hasta la esquina para tomar el doce que asomaba a lo lejos.
Tuvo un viaje especial, pues el tranvía le recordó al carro que tomó con su familia al llegar a Buenos Aires, cuando se adentraron en la placentera incertidumbre de una nueva vida. Al tiempo, casi sin darse cuenta, un fuerte olor a curtiembre le anticipó los puentes de hierro sobre el Riachuelo. Entonces sobrevino una breve imagen de la bahía de lzmir extendida como un gran lago, nada parecido a este enjambre de barcazas con un único y complejo murmullo, el grito de cientos de inmigrantes trabajando. Esperó un rato hasta que regresara el botero que por veinte centavos lo cruzaría a la otra. orilla.
Sentado en la pequeña barcaza, con la pala entre sus piernas, completó la corta travesía. Unos pasos más allá del muelle, divisó la casa de lata ennegrecida por el fuego, y antes de comenzar a excavar se detuvo a verificar alegremente sorprendido, la existencia de dos perfiles oxidados que hacían de columnas de la derruida construcción, y que eran idénticos a los del sueño. Aspiró profundamente lIenándose del olor a herrumbre y tanino, como si fuera la sal del mar que frecuentaba de niño. Se quitó la camisa que colgó de una saliente de ladrillos y dio el primer golpe de pala en el piso de escombros.
Al rato de darse a la tarea, una mano suave tocó su espalda. Un policía de grandes bigotes negros con la gorra bajo su axila y la frente transpirada, le preguntó qué hacía en ese sitio. Dyusepo como lo hizo con el ‘shammás’, le contó su sueño en detalle. No reparando que era un desconocido, y sin restar términos en su judeo-español, le describió todas esas imágenes repetidas en la noche. Y eI uniformado, advirtiéndole que no lo detendría por excavar en propiedad ajena, le aconsejó olvidar el emprendimiento, diciéndole sabiamente que «los sueños, sólo sueños son».
– Sin ir más lejos, agregó, yo también tengo uno que se repite como el suyo cada tanto, donde tomo un tranvía hacia donde termina el centro, en un barrio donde van y vienen los judíos, casi sin mirarlos, me meto dentro de una de sus casas y al fondo en un horno viejo encuentro un tesoro. Pero es sólo un sueño, y nadie debe perder su valioso tiempo persiguiendo ilusiones de una noche. Tome su ropa amigo, regrese con su familia, le agregó amigablemente. Y alcanzándole la prenda, le dio una palmada antes de proseguir su ronda.

Dyusepo introdujo el borde de su camisa dentro del pantalón y comenzó a caminar, dejando junto a una de las columnas la pala. El regreso transcurrió en silencio. Un profundo silencio del afuera, donde el cruce del río no devolvía la algarabía de los hombres sobre las barcazas.
El tranvía lo trajo deslizándose sobre vías de algodón, y el guarda le preguntó hasta donde iba, con un movimiento de labios que no producía palabras. Caminó las dos cuadras hasta su casa, bajo un cielo aún nublado, y recorrió el pasillo hacia el fondo. Esta vez, el corredor de entrada, tantas veces andado y desandado, le pareció mucho más largo, porque sus pasos eran pequeños y controlados. La cabeza de Dyusepo estaba invadida por la frustración de esa pala abandonada sin hacer el pozo, de las sentenciosas palabras de un desconocido que hizo trizas en pocos segundos su sueño sobre los escombros, por todas las veces que volvería a soportar en las noches esas deseadas y dolorosas imágenes.
La puerta estaba abierta, su mujer barría la entrada. Saludó a Raquel sin acercarse y se dirigió al fondo. Permaneció parado sin moverse por largos minutos, observando el cielo con unas extrañas nubes que lo recorrían veloces. Estuvo allí hasta que asomó un fino rayo de sol, filtrando extraños haces azulados. Entonces corrió hacia el horno, aquel aparato admirado. Con cierta dificultad abrió todas las puertas manchadas de herrumbre En el interior de aquella construcción, permanecían aún escombros que tantas limpiezas no recordaron tirar. Dyusepo acostumbraba contemplar ese horno, como quien tiene frente a sí una valiosa estatua de mármol.
Y decidió que ese era el momento. Cayó sobre él la noción imperdonable del abandono, que lo impulsó a limpiar a fondo su adorado objeto. Procuraría -y así se lo prometió en ese momento- hacerlo relucir como con su primer dueño, el panadero gallego muerto al comenzar el 1900. Se arrodilló sin cuidar sus pantalones y comenzó a extraer del interior la basura con las manos. Retiró uno a uno los pedazos de ladrillo con revoque de cal, formando pequeñas pilas a su lado. Continuó sin temor a dañarse la piel, hasta que al rato, se detuvo ante una destartalada lata de forma ovalada que estaba en el fondo. Estiró su brazo para tomarla apenas con la punta de los dedos. Extrañamente sin ninguna ansiedad ni apuro visible, quitó la tapa algo adherida, y en su interior envueltas, con varias vueltas de un paño verdoso lleno de tierra, cincuenta relucientes monedas de oro lo observaron llorar. Detrás de él llegó Raquel, justamente cuando terminaba de contarlas. Llevaba la pequeña bandeja de madera en que todos los días servia el café, sin olvidar el plato de dulces ‘izmirlíes’ que, según afirmaba, daba fuerzas a Dyusepo para tirar de su carro cada día de trabajo.

Luis León nació en Buenos Aires. Es arquitecto y profesor de Morfología en la facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UBA. Publica mensualmente la revista virtual Sefarad. Es autor de: Refranes y expresiones sefaradíes de la tradición judeoespañola de Esmirna. Tiene una novela inédita titulada: El profesor de arqueómetro.